Judas Iscariote vive una experiencia sumamente dolorosa. Después de entregar a Jesús y ver lo que sucede con Él, como es torturado y condenado siendo un inocente, va donde el Sanedrín, arroja en el piso las treinta monedas que había recibido, se marcha del lugar y se ahorca. La desesperación en la que cayó este hombre debió ser sumamente abrumante. No encontró otra salida a su angustia. Simón Pedro, después de negar a Jesús y al grupo de compañeros, sale afuera, llora amargamente y, en ese instante, se cruza con la mirada amorosa de Jesús y el desespero se convierte en algo diferente al abrumamiento. Con toda seguridad que, si Judas hubiese encontrado la mirada de Jesús, como Pedro, el final de su vida, habría sido muy diferente. De eso, no me cabe la menor duda. Toda muerte de un ser humano deja un vacío en quienes lo rodean. Cuando esta muerte es producto del suicidio, además del vacío, queda una tristeza tan profunda que, si no se acompaña adecuadamente, puede tomar una fuerza inesperada y, acarrear consecuencias difíciles de entender y superar. Juzgar y condenar a quien atenta contra su vida es sumamente fácil. Acompañar la vida para que esta no se cierre ante la dificultad y angustia exige una generosidad que muy pocos están dispuestos a ofrecer. Daniel Olmos, tanatólogo, señala: “La inesperada ausencia de un ser querido que decide darse muerte causa una devastación emocional y cognitiva que derrumba a toda la familia y transforma el sistema familiar porque lo aboca a nuevas dinámicas”.
Cuando un ser querido decide terminar con su vida, el sistema familiar se ve enfrentado a unos daños emocionales que no se aprecian en otro tipo de perdidas. Las culpa, el remordimiento, la ira y la sensación de abandono se presentan con mayor intensidad que en otro tipo de perdidas. La duración de este tipo de duelos es mayor con respecto a otros y, los cambios que experimentan los miembros del sistema familiar tienden a configurar una realidad que, si no se acompaña adecuadamente, termina generando nuevos episodios de depresión, pánico, angustia y muerte. A las personas que han perdido un ser querido por suicidio se les considera supervivientes. El efecto emocional de este acto deja una huella negativa y profunda en el alma del sistema familiar. Ante una batalla decisiva, el general japonés decidió tomar la iniciativa y atacar, a pesar de saber que el enemigo era mucho más numeroso. Aunque confiando en su estrategia, sus hombres estaban temerosos. Camino hacia la confrontación, resolvieron detenerse en un templo. Después de rezar, el general se dirigió a sus soldados: Voy a arrojar esta moneda. Si sale cara, volveremos todos al campamento. Si sale cruz, significará que los dioses nos protegen y que derrotaremos al enemigo. Ahora se revelará nuestro futuro. Tiró la moneda al aire y los ojos ansiosos de sus soldados vieron el resultado: cruz. Todos vibraron de alegría, atacaron con confianza y vigor y pudieron celebrar la victoria al atardecer. Orgulloso, su comandante comentó: Los dioses siempre tienen razón. Nadie puede cambiar el destino revelado por ellos. Tienes razón, nadie puede cambiar el destino cuando estamos decididos a seguirlo. Los dioses nos ayudan, pero a veces tenemos que ayudarlos también - respondió, entregando la moneda a su oficial. Los dos lados marcaban cruz. Cuando ocurre un suicidio en la familia, se llama supervivientes a todos aquellos que establecieron un lazo estrecho de afecto y amor con el fallecido. Las personas que presenciaron el evento también entran a formar parte del grupo de sobrevivientes. Después del evento del hombre que se arrojó del décimo piso en un hotel en la calle 70 en Medellín, la multitud que le gritaba: ¡Tírese, Tírese! Quedó sumamente impactada psicológica, anímica y espiritualmente cuando ven que el cuerpo del hombre se estrella contra el piso y estalla. Daniel Olmos, tanatólogo, escribe: “Todos los supervivientes quedan atrapados en sentimientos de culpa, ansiedad, sensación de victimización, mayor consciencia de la propia mortalidad. Muchos, después de haber presenciado el acto y, de alguna forma haber participado en él, quedan con cicatrices emocionales permanentes. En su alma queda grabada su acción y la del hombre que se quitó la vida” Sin un trabajo interior serio, los supervivientes quedan en una posición más frágil y la elaboración del duelo se complica. La supervivencia coloca a las personas en un estado de mayor fragilidad para vivir el duelo y, también para enfrentar las dificultades que comienzan a presentarse a posteriori del evento trágico. En muchos casos, los supervivientes comienzan a experimentar ataques de angustia y pánico. Durante un período importante, las imágenes de lo acontecido vienen una y otra vez a la memoria y al pensamiento cargando al alma de angustia e incertidumbre. Aquellos supervivientes que tienen una condición vulnerable, es posible que empiecen a vivir episodios psicóticos, depresión, dependencia de sustancias y sientan con mayor intensidad sentimientos de culpa, vergüenza hacia sí mismos y rechazo. La mayoría de los sobrevivientes del suicidio suelen experimentar los siguientes sentimientos. En primer lugar, culpa. Se piensa: ¡pude haber hecho algo! Cuando la culpa desborda la capacidad de contención emocional se convierte en ira, descuido en la higiene personal y comienzan a presentarse las ideas autodestructivas. En segundo lugar, vergüenza. Daniel Olmos escribe: “Las personas comienzan a experimentar una emoción de aversión y autocastigo. Se empieza a experimentar que algo en el interior está mal”. A lo anterior, se asocia la debilidad, la suciedad y vileza. En tercer lugar, está la estigmatización. La mayoría de las veces, la mirada se dirige hacia el sistema familiar y a lo que dentro de éste sirvió como motivo para la decisión de quitarse la vida. En cuarto lugar, aparece el sentimiento de abandono. El suicidio es una muerte sin despedida, el sobreviviente queda con la sensación de haber sido abandonado de manera injusta. De aquí, surgen sentimientos de insuficiencia en el sobreviviente que no dejan en paz el alma. Cuando nuestra alma se quiebra y tiende a cerrase conviene tener presente que, Dios en lugar de rechazar siempre acoge. Jesús mira a Pedro y, en sus ojos, el amor que lleva en su corazón, le permite a Pedro sentirse acogido, amado y sanado en la manifestación más profunda y dolorosa de su vulnerabilidad. Nos cie Joan Garriga en el libro “Si a la vida”: “La presencia, el poder y la dignidad significan yo estoy aquí, ahora, cerca de mí, estoy cerca de la vida que está en movimiento y que voy experimentando momento a momento. Dignifico mi vida cuando no me avergüenzo de lo que es ni la pervierto narrándola desde un guión victimista o grandilocuente o el que fuere. Me mantengo en mi dignidad, en mi poder, el poder de estar donde estoy, de no necesitar estar en un lugar distinto. En ello se asienta la plena autoestima, que se expresa como concordancia con lo que experimentamos en cada momento, no mediante una versión coloreada de rosa o de positividad -o de su contrario”. En el camino, tierra pisada, encontré una semilla rara, acerada cáscara brillante, cerrada sobre sí misma, hermética defensa, seguro el gesto, certera la palabra, todas sus costuras bien selladas. Para saber quién era y hace vida su secreto estéril, abandoné la curiosidad del niño que revienta su juguete, o la del sabio bisturí que disecciona y aprende de la muerte, o la pregunta experta calculada como un lazo que atrapa el paso confiado. La enterré en el mejor rincón de mi jardín sin alambradas, la dejé abrazada por el misterio de la tierra, del cariño del sol alegre, y del respeto de la noche. Y brotó su identidad más escondida. verdes hojas primero, temblorosas, asomándose al borde de la tierra recién resquebrajada. Pero al fin se afianzó de vida esperanzada. Al verla toda ella, renacida al pleno sol, con su melena de hojas a todos los vientos despegada, supimos al fin quién era todo su secreto vivo, suyo y libre (Benjamín G. Buelta) Francisco Carmona
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