Después del suceso en Jerusalén, dos discípulos deciden regresar a su casa que está en Emaús. Van solos con su dolor. No logran comprender qué sucedió. Mientras van de camino, un desconocido se acerca y les pregunta: ¿De qué van conversando? Después de escucharlos, el desconocido toma las Escrituras y explica todo lo que hace referencia al Mesías. Cuando llegan a su destino, el desconocido hace ademán de seguir adelante, lo invitan a cenar con ellos y le piden que bendiga el pan. Cuando el desconocido hace lo que Jesús hizo en la última cena, ellos descubren que, Jesús está vivo, que su corazón aún arde de amor por Él, experimentan, de nuevo, que la alegría hace parte de su vida. Regresan a Jerusalén y comparten con el resto de los discípulos lo que sucedió. Mientras escribo estas líneas siento que, el evangelista, al llamar a Jesús desconocido también quiere dejar la puerta abierta para que pongamos nuestro nombre y nos contemplemos acercándonos al que esta solo con su sufrimiento y le preguntemos: ¿Qué te sucede? Y, después de escucharlo atentamente, le ayudemos a comprender lo que ha sucedido y celebremos con él la presencia de Dios que, como dice el Salmo 41: “Envías tu luz y tu verdad, ellas me guían
y me conducen hasta tu monte santo, hasta tu morada”. El resucitado es el eterno acompañante de los seres que sufren y también es la fuerza que ayuda a conectar de nuevo con la vida y a celebrar que el sufrimiento y el dolor nunca son nuestro verdadero destino. El resucitado nos recuerda que la alegría, antes que la tristeza, es la que identifica a los que han aceptado a Dios como Padre en su corazón. Cada uno de nosotros lleva en su corazón una imagen de Dios que, sin darnos cuenta, da orden a nuestra vida, a nuestros actos y a nuestras decisiones. Para muchos, Dios es un juez que examina los corazones y exige a sus hijos llevar una vida perfecta intachable. Esta vida, puede llegar a convertirse en fariseísmo y, en lugar de trabajar por ser buenos seres humanos, nos quedamos en la creencia de que, por hablar de Dios, ya somos buenos y tenemos el derecho a juzgar y condenar a los demás, y sin tener que mover un solo dedo para cambiar en algo la vida que llevamos. Otros, llevan en su corazón, como si se tratara de un tatuaje, la promesa: “El Señor enjugará tus lágrimas. En la dificultad, camina y confía que el Señor será tu luz, la paz de tu alma. El Señor será quien te sanará”. Quienes escuchan estas palabras, seguramente experimentarán en su corazón, el deseo de hacer con los demás, lo que Dios hace con ellos: “Enjugar las lágrimas y llenar de consuelo a los tristes y abatidos con una palabra y un gesto de aliento” Un padre estaba observando a su hijo pequeño que trataba de mover una maceta con flores muy pesada. El pequeño se esforzaba, sudaba, pero no conseguía desplazar la maceta ni un milímetro ¿Has empleado todas tus fuerzas, le preguntó el padre. Sí, respondió el niño. No, replicó el padre. Aún no me has pedido que te ayude. El rey Ezequías recibe la visita de unos emisarios del rey de Babilonia. Les muestra todas las riquezas que hay en su reino desatando su ambición. El profeta Isaías viene y profetiza: “Vendrán días en que todo cuanto hay en tu casa y cuanto reunieron tus padres hasta el día de hoy, será llevado a Babilonia; nada quedará, dice Yahveh. Y se tomará de entre tus hijos, los que han salido de ti, los que has engendrado, para que sean eunucos en el palacio del rey de Babilonia” Llama la atención la respuesta del rey Ezequías a Isaías: “Es buena la palabra de Yahveh que me dices. Pues pensaba: ¡Con tal que haya paz y seguridad en mis días! El rey no mide las consecuencias de sus palabras. El pueblo es deportado a Babilonia y las palabras del profeta se hacen una dolorosa realidad. El Señor Dios, al ver cómo estaba su pueblo, dice por medio del profeta Isaías: “Consuelen, dice Yahvé, tu Dios, consuelen a mi pueblo. Hablen a Jerusalén, hablen a su corazón, y díganle que su jornada ha terminado, que ha sido pagada su culpa”. Las decisiones del rey, a causa de su soberbia, recayeron sobre el pueblo, quien sintió el exilio como un castigo de Dios por sus múltiples pecados, por sus equivocaciones. Dios no abandonó a su pueblo en medio del dolor. Envío quien los consolará, quien les ayudara a entender lo que estaba sucediendo y les ayudará a tomar fuerzas para transformar el luto en danza, el llanto en canto, la tristeza en danza. Sin quien nos acompañe, las probabilidades de que la sombra y la oscuridad se conviertan en los verdaderos guías interiores son muy grandes y, sobre todo, que terminemos dejando a Dios a un lado. Si algo nos caracteriza como seres humanos es la capacidad de quedarnos anclados en los recuerdos dolorosos del pasado. A muchos, nos cuesta desprendernos del dolor y abrirnos a nuevas posibilidades de comprensión de lo que nos ha sucedido. La mayoría de las veces, las personas eligen encerrarse en el dolor y desarrollar estrategias de protección antes que, atreverse a tomar el dolor como el punto de partida de algo nuevo. Cuando elegimos vivir en el dolor, en la incertidumbre que éste causa, nos vamos debilitando interiormente y, cuando menos nos damos cuenta, la fortaleza interior, que nos había caracterizado en otros momentos de la vida, desaparece y la debilidad se vuelve nuestra compañera permanente. Siempre podemos evitar que el dolor y el pasado provoquen un tsunami que borre nuestras seguridades, nuestra confianza y el sentido que deseamos dar a nuestra existencia. Para llevar adelante un acompañamiento siempre es necesario partir de la situación actual. Tener en el corazón lo que la persona siente frente a lo que vive es fundamental. La mayoría de las veces, el dolor no está en lo que nos sucede sino en la forma cómo lo estamos afrontando. Recuerdo a un niño que lloraba inconsolablemente por la pérdida de su mascota. Los adultos, alrededor de él, se reían y le reprochaban que estuviera triste por un animalito. El niño, convertido ahora en adulto, dice: “desde hace años siento que, voy por la vida solo con mi dolor. La gente me reprocha porque no hablo de lo que me pasa y, en mi interior, me digo: ¡para que te burles! El dolor que no se respetó termina convirtiéndose en un silencio que, después de unos cuantos años, termina transformándose en aislamiento, enfermedad o desesperanza. Las reflexiones de este mes girarán en torno al acompañamiento para que, ningún otro niño-adulto tenga que ir por la vida solo con su dolor porque a su alrededor no hubo capacidad de acogida, de comprensión y, sobre todo, de celebración. El dolor cuando es llevado ante Dios se convierte en el punto de partida de una nueva vida que, desde el inicio merece la pena ser celebrada. Qué al igual que los discípulos de Emaús podamos encontrar a ese desconocido que después de escucharnos, nos ayuda a comprendernos y celebra con nosotros la reconexión con la vida, la recuperación del fuego interior. En Ti solo el amor. Fuera, en las cosas nada más que tu huella, la añoranza en su piel rozada apenas por tu paso un instante, la ternura de tus manos... Yo te busco, te sigo, nunca llego a tenerte, estoy muy lejos, Señor. Van mis caminos hacia Ti cada día. Me equivoco muchísimo. Tardes hay en que creo que me tomas las manos y de pronto son las cosas, tu huella, las que beso como si fueras Tú. Quizá no acierte aún en mucho tiempo, pero sigo sabiendo que el amor es todo tuyo (Valentín Arteaga) Francisco Javier Carmona
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