Cuando salimos de la casa paterna, para hacernos cargo de nuestro destino, como diría el Evangelio, para seguir a Jesús, llegamos a un lugar donde no hay nada, a un espacio donde para tener algo tenemos que cultivarlo; de lo contrario, seguiremos a campo abierto y, con la tentación de regresarnos encima. En un momento como éste, lo primero que tenemos que hacer, es elegir donde vamos a vivir. En la historia de Antonio, se cuenta que fue a vivir en un cementerio. Francisco de Asís a un templo caído y Juan el Bautista, se quedó definitivamente en el desierto. Esto para mencionar algunos ejemplos propios de la espiritualidad cristiana. En otros relatos, las personas van a vivir a un bosque, una montaña alejada, entre animales salvajes, en el mundo de las adicciones, etc. Una vez instalados en el nuevo lugar de habitación, sucede algo curioso. El alma comienza a purificarse, todos los demonios interiores que estaban escondidos salen a la luz, también lo hacen los miedos, las sombras y todas las inseguridades reprimidas. Al ir a vivir entre las tumbas, los recuerdos del pasado, el alma tiene que enfrentarse cara a cara con el dolor que, en un momento determinado la abrumó y paralizó. Nadie escapa, cuando sale de la casa, a la experiencia de enfrentarse con el dolor, los miedos y los propios demonios. El alma necesita purificarse para poder asumir como adultos la vida. Hay un momento, en la experiencia de purificación, donde comprendemos que, lo que sucedió, tenía que ocurrir para que, de alguna forma u otra, nos fortaleciéramos. Dice la canción: “la herida” de Cristóbal Fones: “Al final de la vida llegaremos, con la herida convertida en cicatriz”. De no ser así, todo habrá resultado inútil.
A medida, que vamos recorriendo el camino de la individuación, experiencia que podemos asemejar, sin temor alguno, a la travesía por el desierto que el pueblo de Israel hizo. Individuarnos, entrar en el desierto, comprendernos a nosotros mismos como misterio y, en relación con Algo más grande hace que, experimentemos el límite y la impotencia. En esos momentos, hay que hacer lo que San Juan de Cruz nos propone para poder avanzar sin temor. Nos dice el santo: “Que bien sé yo la fonte que mana y corre, aunque es de noche…Su claridad nunca es oscurecida, y sé que toda luz de ella es venida, aunque es de noche…Aquesta fonte está escondida en este vivo pan por darnos vida, aunque es de noche.” Así, como el pueblo tuvo el mana en el desierto, nosotros tenemos la eucaristía. En una ocasión Bankei estaba trabajando en su jardín. Llegó un buscador, un hombre que buscaba un Maestro, y preguntó a Bankei: Jardinero, ¿dónde está el maestro? Bankei se rió y dijo: Espera. Atraviesa esa puerta, dentro encontrarás al Maestro. El hombre dio la vuelta y entró. Vio a Bankei sentado en un trono, era el mismo hombre que había visto fuera, el jardinero. El buscador preguntó: Estás tomándome el pelo? Baja de ese trono. Lo que haces es sacrílego, ¿es que no tienes respeto por tu maestro? Bankei bajó, se sentó en el suelo y dijo: Bueno, ahora lo tienes difícil. No vas a encontrar a ningún maestro por aquí, porque yo soy el Maestro. Al hombre le resultaba difícil ver que un gran Maestro pudiera trabajar en el jardín, que pudiera ser ordinario. Se fue. No pudo creer que aquel hombre fuera el Maestro; perdió su oportunidad. Camino a Emaús los discípulos impotentes y atrapados en la ilusión de la posibilidad de regresar al lugar que habían abandonado para seguir a Jesús encuentran un acompañante. ¿Cómo creer en un Maestro que se deja triturar y moler a palos por sus enemigos? La espiga de trigo es despojada de cada uno de sus granos, éstos, a su vez, son triturados y molidos, lo que parece el final, es el comienzo de una nueva vida, la del pan que trae alimento y vida al mundo. Cuando estamos a punto de ser vencidos por el límite y la impotencia, se hace necesario ir a la Eucaristía. Él que nos salva, se dejó moler, amasar y pasó por el fuego a fin de que, nosotros tengamos su vida en nosotros. Escribe un autor desconocido: “El jueves santo celebramos el gesto más absurdo que Dios podría hacer, según los prepotentes y soberbios de este mundo. En la última cena, Dios se abaja hasta el extremo. Primero, cuando siendo el Señor se hace esclavo de todos. ¿A quién se le podría ocurrir semejante estupidez? Estamos hechos para triunfar, sobresalir, destacarnos y mostrar el poder que nos otorga el éxito. Después, toma el pan y dice: “Esto es mi cuerpo”. Hoy, existen mejores alimentos. Desde hace rato, el mundo rechaza alimentarse de Dios. Muchos, rechazan un texto que habla de Dios, pero aplauden uno que hable de división, egoísmo, violencia y odio. Desde hace mucho, elegimos otros alimentos que, aunque no colman nuestra sed de infinito, son los que están de moda. Finalmente, ¿qué Dios se pone rostro en tierra a orar y a suplicar?”. Todo esto ocurre para que comprendamos que, donde nos sentimos impotentes y sin fuerza para seguir adelante, allí está Dios. El nuestro, es un Dios que siempre acompaña nuestro camino y nuestra entrega. Dios nos guía por las sendas inexploradas por las que el destino nos lleva. Señala Fernando Vera: “Cuando todo parece perdido, Antonio vuelve en sí y experimenta de nuevo la vida, pero purificado de algunas tentaciones que podrían haber surgido en el período anterior, como el orgullo de controlar su propia vida, la claridad total de las motivaciones o la absolutización de los medios. Es el período de las pasividades, de que no todo depende de él, sino que le viene dado en gran medida”. La única experiencia que nos puede animar cuando tocamos el límite y la experiencia es la Resurrección. Jesús dice a sus discípulos: “No tengan miedo, Yo he vencido”. Con esta convicción, se puede ir al encuentro de los propios demonios, sombras y complejos, y entender que nada ni nadie tiene poder sobre nosotros una vez que hemos decidido responder a la voz del amor. Hace poco, recordé la siguiente frase: “Ustedes son templo del Espíritu”. Animado por esa idea entré en un templo y vi que, al costado izquierdo estaba el sagrario, como si se tratara del corazón. Me acerqué y sentí que, allí sólo podía estar de rodillas. Al contemplar el sagrario, me dije: aquí yace escondido el verdadero amor, la verdadera identidad, la auténtica razón de ser del templo. Si abriera el sagrario, encontraría que el amor hecho pan reside allí. De inmediato me dije: el corazón es la casa del ser. Me pregunté: ¿Si abrieran mi corazón, qué encontrarían? … Muchos, en su corazón, guardan el dolor de experiencias pasadas; otros, la prepotencia, la soberbia, el miedo, entre otros. Haced esto en memoria mía. Compartid el pan, el vino y la palabra. Cuando el fracaso parezca desmembrarlo todo, cada persona, cada grupo, como cuatro caballos al galope tirando del vencido hacia los cuatro puntos cardinales, cuando el hastío vaya plegando cada vida aislada sobre sí misma, contra su propio rincón, pegadas las espaldas contra muros enmohecidos, cuando el rodar de los días arrastrando confusión, estrépito y consignas, impida escuchar el susurro de la ternura y el pasar de la caricia, cuando la dicha te encuentre y quiera trancar tu puerta sobre ti mismo, cómo se cierra en secreto una caja fuerte, cuando estalle la fiesta común porque cayó una reja que apresaba la aurora, amanece más justicia, y la solidaridad crece, reuníos y escuchad, compartid el pan, compartid el vino, dejad brotar la dicha común y sustancial, el futuro escondido en este recuerdo mío inagotablemente vivo (Benjamín González Buelta, sj) Francisco Javier Carmona
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