El peregrino es aquel que escucha la voz de Dios que lo invita a subir al Monte Santo o entrar en su templo para vivir una experiencia profunda de encuentro con Él en el amor. José Antonio Pagola escribe: “Si yo escucho, Dios no se calla, Si yo me abro, él no se encierra. Si yo me confío, él me acoge. Si yo me entrego, él me sostiene. Si yo, me hundo, él me levanta”. Todo camino espiritual hacia el santuario interior comienza en la escucha. Quien escucha al Señor y decide seguir su mandato de ir a su encuentro tiene que disponer interiormente el corazón para poder emprender el viaje. La mayor disposición posible es la confianza en uno mismo. Al respecto, escribe Joan Garriga: “Confiar en uno mismo consiste en saber, con mente, cuerpo y alma que algo nos es posible y nos es merecido. Sin embargo, la verdadera confianza únicamente podemos disfrutarla en su justa medida, en el equilibrado fiel de la balanza. Algunos, por ejemplo padecen déficit de confianza, y sabiendo o pudiendo más de lo que creen, se quedan cortos y cautos en sus acciones. Arriesgan poco, por debajo de lo que pueden. Entregan menos de lo que tienen y escatiman lo que atesoran. Más que humildes son cobardes y deberían reconocerse mayor grandeza. Otros, por el contrario, padecen exceso de confianza, y sabiendo o pudiendo poco sobre algo, se encaraman en lo alto de un personaje inventado, y van más allá de sus conocimientos, capacidades y límites, pasando gato por liebre, causando estropicios o dañándose a ellos mismos. Arriesgan por encima de lo que pueden y la realidad les confronta con su verdad interior y les devuelve a sus límites. Deben aprender humildad. Por tanto, la tarea consiste en saber con nitidez lo que nos es posible y merecido, esa la matriz de la confianza”.
En una historia de las Mil y Una Noches, Maruf el Zapatero se encontró imaginando su fabulosa caravana de riquezas. Desvalido y casi sin amigos en un país extraño, Maruf primero concibió mentalmente y luego describió, un cargamento increíblemente valioso dirigiéndose hacia él. En vez de conducir a su desenmascaramiento y desgracia, esta idea fue la base de su éxito final. La caravana imaginaria tomó forma, se volvió real por un momento, y llegó. Añadió el Maestro: permite que tu caravana de sueños pueda encontrar también su camino hasta ti que, acogiendo el Misterio permites que habite en el corazón. Sin confianza en uno mismo es posible terminar creyendo que la voz del Señor es una imagen o un autoengaño. De ahí que, para avanzar en su camino el peregrino tenga que aprender a acoger el Misterio en su vida y dejar que éste, a su vez, lo llene de gozo y, poco a poco, lo vaya configurando con el amor y sentir de Dios. El evangelio siempre nos recuerda que, el que desea conservar su vida la pierde y, el que está dispuesto a perderla, la conserva. Conservar la vida consiste en no tomar ningún riesgo para realizar una vida en conexión el alma y con el ser. La verdad universal que nos revela Jesús es ésta: la vida es como una semilla que si no se abre para dejar salir lo que lleva dentro, es una vida desperdiciada. Solo que el acoge la Palabra de Dios en su corazón es capaz de abrirse para que el tesoro que guarda en su interior resplandezca. Al ponerse en camino, el peregrino acepta que la vida humana es, ante todo, transición. Permanecer en un solo lugar es la muerte del peregrino. Eso significa que ha llegado y que el lugar es el santuario o el Monte del Señor; es decir, que realizó su destino final. Para mantenerse en la disposición de ir a donde el Señor nos quiera llevar, es necesario aprender a romper con los poderes de la repetición, del apego a la ignorancia sobre nosotros mismos y sobre la vida, pero sobre todo, con el odio. Mantener las alianzas con nuestros engaños y distorsiones de la vida para lo único que sirve es para mantenerse bloqueados y, sin poder fluir. Cuando el peregrino se libra de las falsas ataduras atrae el único don que da valor a todo cuanto piensa, siente, acoge y realiza: el amor. Cuando acogemos el amor podemos sentirnos a gusto con nosotros mismos. En el camino, hay lugares que el peregrino ve y desea quedarse allí. No es posible, porque el final del camino está en el Templo o en el Monte. Las estaciones simplemente nos recuerdan que, las cosas bellas y placenteras de la vida nos ofrecen descanso, pero no son lo que andamos realmente buscando. Cuando deseamos quedarnos en los lugares donde el alma ha encontrado reposo y algo que nos ayuda a reponernos un poco del esfuerzo, de las heridas y de las fatigas del camino es porque nos estamos sintiendo inseguros, débiles y desmotivados; de lo contrario, estaríamos anhelando recuperarnos para seguir hacia adelante, hacia la meta que fue el motivo por el que salimos de los lugares donde nos encontrábamos. Escribe Anselm Grun: “A Martín Lutero le gustaba la palabra albergue. En Belén, María y José no encuentran albergue. Lucas describe así el nacimiento de Jesús: María lo envolvió́ en pañales y le acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en el albergue (2,7). Jesús nace como un forastero, sin la protección de un albergue. Jesús mismo cuenta la historia del samaritano misericordioso, que cargó en su montura al hombre medio muerto que yacía al borde del camino y lo llevó al albergue (Lucas 10,34). El albergue es el lugar donde el herido recibe asistencia y cura. Lucas piensa aquí, no sólo en una fonda que se convierte en albergue para el hombre herido, sino también en Dios. Pues, según una explicación de los Padres de la Iglesia, Cristo mismo es el samaritano, el extraño, que a nosotros, que yacemos malheridos al borde del camino, nos carga en su montura, su cuerpo, para llevarnos hasta el albergue de Dios. Dios mismo curará nuestras heridas. El albergue al que el samaritano lleva al hombre medio muerto se ha convertido también, sin embargo, en un símbolo para muchos peregrinos. En el camino, éstos necesitan un albergue para reponerse de sus esfuerzos, pero también para curar sus heridas, que se les han producido durante el viaje. Con frecuencia necesitan un buen encargado que se ocupe de ellos y vende sus heridas. Pero no pueden permanecer en el albergue. Tienen que proseguir de nuevo el camino”. De una forma u otra, todos anhelamos encontrar un lugar, un espacio, una experiencia que nos sirva de albergue; es decir, que nos brinde protección, que cure nuestras heridas y, sobretodo, que nos haga sentir seguros para continuar el camino con la certeza de que vale la pena todo lo que estamos arriesgando al salir de la casa para ir al encuentro del Señor. En un albergue, Jesús celebra la última cena con sus amigos, aunque éstos lo comprenderán mucho más tarde, Jesús deja aquel gesto como la experiencia donde todos podemos encontrar la fuerza, la cura y la Palabra que nos mantienen seguros, confiados y firmes ante los desafíos que el camino nos presenta. Jesús nos recuerda que la Eucaristía es el albergue donde la intimidad de nuestra relación con Él está a salvo. Para dejar lo conocido y dirigirnos hacia lo desconocido necesitamos encontrar un albergue, algo que nos dé la seguridad de no estar caminando desde nuestro propio interés y egoísmo sino de la mano del Señor y confiados en su Palabra que nos dice: “Deja todo y ven conmigo”. El albergue es también el símbolo del lugar donde somos acogidos incondicionalmente, donde sabemos que podemos ser sin temor a las palabras que nos condenan, nos juzgan, nos atan al camino que estamos dejando atrás. En esa necesidad de estar protegidos y seguros, Jesús se revela como aquel que, aunque sea desconocido para nosotros, se acerca, nos pregunta por nuestra situación, nos explica el misterio de lo que vivimos y parte para nosotros el pan porque sabe que, mientras arda el corazón nunca dejaremos de caminar hacia el amor infinito del Padre. Parecía que no había esperanza. Que el mundo se resquebrajaba entre balas y trincheras. Un manto de olvido había cubierto la fraternidad. Un hombre encaraba a otro a cara de perro, a grito de odio. Cada quién peleaba, desquiciado, por reforzar su puerta, por elevar su tapia, por aislar su parcela. Recelosos se miraban, de soslayo, los vecinos. Un silencio agobiante envolvió los corazones. Cada ciudad se transformó en un inmenso carnaval que enmascaraba la verdad tras muecas pintadas. Hasta que llegó el profeta. Su sentencia firme rompió el embrujo: “Mirad que llega vuestro Dios”. Lo dijo bajito, lo repitió más fuerte y otras voces se sumaron a la suya. Como un río poderoso el verbo se hizo promesa y despertó la ilusión dormida. Nadie podrá evitar que el amor tenga la última palabra (José María R. Olaizola, sj)Francisco Carmona.
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