Para la filosofía Griega, el alma no pertenece al mundo sino a Dios. De ahí, que no tenga mucho sentido pensar en que, podemos vivir plenamente sin conectar con la Fuente a la que, un día, tendremos que regresar. Podemos llegar a poseer todos los bienes y todos los honores posibles y, sin Dios, el alma está vacía. El vacío del alma nos puede conducir, de forma inesperada, a la presencia de Dios. Todo vacío es, en última instancia, vacío de Dios. Un mercader persa, que partía para un largo viaje, le pidió a Hiri que cuidara a una doncella turca. Hiri se enamoró de la joven y decidió ver a su maestro Abu-Hafs, el Herrero. Abu-Hafs le dijo que viajara a Raiyi y allí pidiera consejo al gran Sufí Yusuf al-Razi. Cuando llegó a Raiyi y preguntó dónde se encontraba la morada del sabio, le dijeron que evitara a ese hombre herético y librepensador. Así que volvió a informar a Abu-Hafs y este le dijo que olvidara las opiniones de la gente y volviera a buscar al Sufí. A pesar de las opiniones de la gente de Raiyi, fue a donde se encontraba Al-Razi. Allí estaba el anciano, acompañado por un hermoso joven que le ofrecía una copa de vino. Escandalizado, Hiri exigió una explicación de tal conducta al venerable contemplativo. Al-Razi le explicó que el joven era su hijo y que la copa de vino, que había sido abandonada por alguien, sólo contenía agua. Esta era la realidad de su estado que todo el mundo imaginaba como una vida de disipación. Hiri quiso saber por qué se comportaba de esa manera que la gente interpretaba como herética. Hago estas cosas - dijo Razi - para que las personas no vengan a molestarme con historias de doncellas turcas.
Hace algunos años, un maestro solía decir: “La gente pequeña tiene problemas pequeños y la gente grande tiene problemas grandes. El tamaño de los problemas es la señal de la felicidad que buscan. La felicidad puede ser pequeña, quitarle el puesto a alguien, pero la felicidad también puede ser grande: contribuir a que alguien que perdió el sentido de la vida, lo recupere”. Muchos años más tarde, encontré en el libro la llave de la buena vida de Joan Garriga, el siguiente texto: “La felicidad pequeña es aquella que sentimos cuando las cosas nos van bien, cuando tenemos buenos amigos, cuando somos queridos y queremos, cuando estamos insertados en un contexto donde somos apreciados y reconocidos y podemos apreciar y reconocer, cuando estamos gozosos con la pareja y disfrutamos de dulzura y riqueza afectiva, cuando nuestros hijos y seres queridos se desarrollan bien y la familia en general disfruta de bienestar y crecimiento; es decir, cuando las cosas marchan en la dirección que nos gusta. La gran felicidad es aquella que experimentamos cuando, a pesar de que las cosas no vayan bien, podemos sentir el soplo feliz de la vida. La felicidad grande es independiente de lo que sucede, de cómo nos va, se asienta en el ser y en el momento presente, y es por nada o porque sí, sin motivo alguno que la justifique”. Los que disponen el corazón para vivir en la presencia de Dios no logran evadir el llamado a salir de la propia casa, de las relaciones con la familia, de la propia tierra, para ir al lugar que Dios quiere mostrarles. El corazón que ama a Dios y se esfuerza por conocerlo sabe que, en algún momento, tendrá que dejar lo que está haciendo para seguir la voz interior del amor. La espiritualidad cristiana nos recuerda: “El ser humano es esencialmente alguien que está en camino. Se mueve. No permanece parado. Para la Biblia, el camino se convirtió en la imagen primordial de la fe. Abrahán, que salió de su tierra, de su parentela y de su casa paterna, se convirtió en modelo para todos los creyentes, y para todos los peregrinos”. Dios pidió a Abraham que hiciera tres salidas. La primera, de su tierra. La segunda, de su parentela y, la tercera, de su casa paterna. De esta forma, Dios quiere que el peregrinaje que Abraham haga sea completo y a consciencia. Anselm Grun nos recuerda: “Los primeros monjes vieron la triple salida de Abrahán como un símbolo de su propio camino”. El que desea seguir a Jesús en fidelidad a la vocación a la que ha sido llamado también tiene que realizar la triple renuncia o salida. Para seguir la propia vocación es necesario convertirse en peregrino del propio destino. Veamos, aunque sea con poco detalle, lo que significa e implica cada salida. La espiritualidad nos enseña que la salida de la tierra implica: en primer lugar, reconciliarnos con nuestra historia, con las heridas que hay en ella. Mientras estamos en el reclamo, estamos aferrados a la tierra. En segundo lugar, salir de los apegos, de las dependencias a personas y a cosas, de costumbres que nos mantienen presos, de relaciones en las que no somos libres. Dejar atrás las ataduras que nos limitan, las imágenes que otros nos han puesto encima, las expectativas que nos coartan. La invitación es a dejar atrás lo que nos resulta conocido, familiar, a lo que nos acostumbramos. Estamos llamados a desprendernos de relaciones; especialmente, de aquellas que actúan como cizaña. Salir de la tierra implica alejarnos de los vínculos que pretenden retenernos, impedirnos crecer, ser nosotros mismos, seguir el propio destino. La salida de la parentela significa que salimos de los sentimientos del pasado. Cuando nos quedamos atrapados en el pasado, el sufrimiento está presente y, nuestra desconexión con los demás se hace evidente. Salir de los sentimientos significa alejarnos de todo lo que ha sido difícil en la vida, en las relaciones con nuestros padres. Salir de la parentela significa que renunciamos a llenar de reproches a nuestros padres, a nuestra familia, a los que nos han lastimado. Dejamos de acusar a los demás y nos hacemos cargo de lo sucedido. Dejamos atrás nuestras heridas. También implica renunciar a los recuerdos hermosos, a los éxitos de la infancia, a las personas que ya no están. Dejar la parentela significa despedirnos amorosamente del pasado y dedicarnos al presente. Por último, la salida de la casa paterna significa que somos capaces de abandonar nuestras certezas y aprender a confiar. Lo que viene de Dios nunca nos hará daño. Muchas veces, no nos atrevemos a ir más allá de lo acostumbrado porque nos pesa la culpa y el miedo a traicionar a nuestro sistema familiar o a las personas que han puesto también sus expectativas sobre nosotros. Dice Anselm Grun: “En última instancia salgo del mundo. Me dirijo a Dios. El camino es, en definitiva, un camino interior, un camino hasta Dios. Lo visible denota también las posesiones. Salgo de las posesiones. Emprendo el camino de la pobreza espiritual. No quiero poseer nada más que a Dios” De Constelaciones familiares aprendí que, cuando hablamos de fidelidad es conveniente tener presente lo siguiente: en primer lugar, hay que poner al destino propio, a algo superior, a lo Divino en nuestra alma, al movimiento profundo del alma y del Espíritu. En segundo lugar, todo lo demás. El que no es fiel a sí mismo, tampoco será fiel en las relaciones; menos aún, con la pareja. Este orden nos obliga, a veces, a separarnos de todo lo que obstaculiza o no hace parte de nuestro destino. Aquí es cuando debemos separarnos con amor. Cuando el destino reclama nuestra fidelidad, entonces nos retiramos por amor a nosotros, al destino y a los otros. Cuando nos separamos por fidelidad a lo que somos, encontramos el verdadero apoyo, el que provoca la resonancia con la divinidad que nos quiere libres antes que, esclavos de las expectativas propias y ajenas. Ya no te preguntaré más, cuándo llegará tu día sino por dónde atraviesas el presente, por qué existe el malvado sino de qué manera lo salvas ahora, cuándo sanará mi herida sino cómo la curas en este instante, cuándo acabarán las guerras sino dónde construyes la justicia, cuándo seremos numerosos sino dónde está hoy la cueva de Belén, cuándo acabará la opresión sino cómo pasar por las grietas del sistema, cuándo te revelarás, sino dónde te escondes ¡Porque tu futuro es ahora, es este instante universal donde todo lo creado da un paso dentro de tu misterio compartido! (Benjamín González Buelta sj)Francisco Carmona
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