Mientras Jesús estaba con nosotros, el llamado de la vida consistía en acompañarlo, en dejarnos formar por Él, en ir a su lado hacia Jerusalén para ser testigos de su destino. En la Cruz, Jesús manifestará que las palabras que guiaron su vida: “Eres mi Hijo Amado” no eran una ilusión sino una realidad profunda. Después de la resurrección, seguir a Jesús es dejarnos acompañar por Él, reconocerlo en la fracción del Pan, abrir nuestro corazón para comprender nuestro destino a la Luz de las Escrituras, actuar bajo la guía y orientación de su Espíritu y así, hasta el final de nuestros días, donde se revelará el fruto de una vida centrada en Cristo. Escribe Thomas Merton en la Montaña de los siete círculos: “En cierto sentido, siempre estamos viajando, como si no supiéramos adónde vamos. En otro sentido, ya hemos llegado. No podemos llegar a la perfecta posesión de Dios en esta vida. Por eso viajamos en la oscuridad. Pero ya lo poseemos por la gracia. Y, por lo tanto, en ese sentido hemos llegado y vivimos en la luz. Pero, ¡qué lejos he de ir para encontrarte a Ti, a quien ya he llegado!” El resucitado no es alguien lejano a nosotros, nos dice bellamente el evangelio, está junto a nosotros y, para reconocerlo es necesario “Partir el Pan con Él”. Hoy, estamos unidos a Jesús por la vida que llevamos y por el símbolo que compartimos. Vida y símbolo forman una unidad que anuncia que ¡Jesús está vivo!
Una vez, hace mucho, mucho tiempo, vivió en Arabia un viejo hombre sabio. Viajaba solo, sin nadie con quien hablar y dondequiera que iba la gente le daba comida para su viaje y, a veces, también pedazos de tela con qué emparchar su manto. A su vez, él les contaba historias o les daba consejos. Un día, mientras estaba sentado junto al camino, se le acercó un hombre que se quedó a su lado. Te saludo, hijo mío. ¿Tienes hambre? Ven, comparte estos dátiles conmigo. Bendiciones sobre ti, Maestro, dijo el hombre Simple. No tengo hogar, ni seres queridos en el mundo. ¿Puedo ir contigo en tus viajes? No tengo nada que ofrecer, hijo mío, replicó el viejo, pero puedes venir conmigo y permanecer a mi lado tanto como lo desees. Por un tiempo, anduvieron contentos juntos y, viendo al hombre Simple junto al hombre Sabio, los aldeanos también le daban a él de comer, así viajaban de un lugar a otro. Un día, el hombre Simple tomó un pedazo de madera que había en el camino y le dijo al anciano: Maestro, aquí hay un pedazo de madera que puedes tallar. A menudo te he visto trabajar con ese cuchillo muy agudo que tienes. ¿Qué puedes hacer con este pedazo de madera? Y el hombre Sabio respondió: Por favor, hijo mío, no me preguntes qué voy a hacer, algo me será sugerido. Los días pasaron y lentamente el fragmento de madera se hacía más y más pequeño mientras ellos proseguían su camino y toda la gente que encontraban, preguntaba: ¿Qué estás tallando en ese pedazo de madera, anciano? Y el viejo les daba siempre la misma respuesta: Algo será sugerido. Era ahora un pedacito muy pequeño de madera, hermosamente tallado y un poco más grande que un dátil. Maestro, venturó el hombre Simple un día, cuando ellos estaban sentados sorbiendo un dorado café dulce, pronto no quedará nada del pedazo de madera que estás tallando. ¿Qué estás haciendo? Paciencia, hijo mío, algo será sugerido, dijo el hombre Sabio con una sonrisa. En ese momento una pobre mujer, que tenía un niño lloroso en sus brazos y una cesta de frutas sobre su cabeza, pasó camino del mercado. El día era caluroso, el camino polvoriento y la infortunada mujer ya casi no resistía los gritos del niño. En el momento en que pasaba, empapada su frente de sudor, el hombre Sabio estiró la mano y la detuvo: Espera un segundo, hermana, le dijo. Creo que tengo algo para ti, aquí. Y puso de pronto la pieza de madera tallada del tamaño de un dátil, dentro de la boca del niño. Este paró de llorar y comenzó a chupar contento. Ves, hijo mío, dijo el hombre Sabio, mientras la mujer proseguía su camino. Sin saberlo yo mismo, he estado haciendo un chupete para este pequeño. Ricardo Carretero, analista junguiano, escribe: “La palabra símbolo se deriva del griego συµβ´αλλειν, que significa juntar. En la antigua Grecia se había difundido la costumbre de cortar en dos un anillo, una moneda o cualquier objeto, y darle una mitad a un amigo o un huésped. Estas mitades, conservadas por una y otra parte, de generación en generación, permitía reconocerse a los descendientes de los dos amigos. Este signo de reconocimiento se llamaba símbolo. Platón, al referir el mito de “Zeus que, queriendo castigar al hombre sin destruirlo, lo partió en dos”, concluye que desde entonces “cada uno de nosotros es el símbolo de un hombre” (Banquete: 189-193), la mitad que busca a la otra mitad, el símbolo correspondiente. Por lo tanto el símbolo, como el signo, está caracterizado por el reenvío; esto permitió, por un lado, incluir el símbolo en el orden del signo (v.) como su caso específico; por el otro oponerlo al signo porque, mientras éste reúne de manera convencional una cosa con alguna otra cosa (aliquid stat pro aliquo), el símbolo, evocando su parte correspondiente, reenvía a una determinada realidad que no está dada por la convención sino por la recomposición de un entero”. Los Evangelios nos cuentan la siguiente escena: “Y mientras estaban comiendo, tomó pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio y dijo: Tomad, este es mi cuerpo. Tomó luego una copa y, dadas las gracias, se la dio, y bebieron todos de ella. Y les dijo: Esta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos” (Mc 14, 22-24). En la última cena, Jesús toma el Pan y Toma el cáliz, nos lo entrega para que, cada vez que nos reunamos en su nombre, al partir el pan y beber del cáliz nos reconozcamos, por un lado, como amigos suyos y, por otro lado, como aquellos que, en su vida llevan la vida de Jesús. Este misterio sólo se comprende a través de los vida que llevamos y de la contemplación que realizamos. Manuel Fernández, jesuita, escribe: “Vida y contemplación, un camino para aprender a vivir, a convivir, a amar, a orar, a contemplar… Contempla en silencio, con atención amorosa. Saborea la lentitud…Cuando el silencio habla, la vida se transforma... Cuando el silencio de las flores habla, la vida se llena de alegría. Cuando el silencio del dolor habla, la vida se hace misterio. Cuando el silencio del amigo habla, la vida se hace ternura. Cuando el silencio del amor habla, la vida se hace comunión. Cuando el silencio del misterio habla, la vida se transforma en adoración. Cuando el silencio de la noche habla, la vida se vive con nostalgia de Dios. Cuando el silencio de tu corazón habla, la vida se transforma en amor. Cuando el silencio de tu alma habla, tu vida se transforma en oración. Cuando el silencio de Dios habla, la vida se transforma en misterio de Dios. Cuando el silencio te habla en el alma, te transformas en enamorado de Dios. Cuando el silencio de la luz de Dios habla, tu vida se llena de la transparencia de Dios. Silencio, silencio para que te hable la voz del silencio… Silencio en tu cuerpo, silencio en tu mente, silencio en tu corazón, silencio en todo tu ser… Atención amorosa a Dios, abierta y receptiva al silencio elocuente de Dios” El símbolo del peregrino que camina con nosotros, que explica las Escrituras y parte el pan con nosotros no es simplemente algo que nos fue dado. Es algo que quiere comunicarse con lo negativo de nuestra psique y atravesarlo. El símbolo invita a una actitud que sea capaz de engendrar vida donde la muerte parece que domina y reina. El símbolo nos acerca a la Unidad, aquella que se rompe cuando el hombre desconectado de su poder interior, se dedica a pasar factura de su dolor a quienes nada tienen que ver con él. El símbolo nos recuerda a quien estamos unidos realmente y, por esa única razón, es capaz de invitar al compromiso con una nueva vida, aquella que brota cuando nos acercamos compasivamente a nuestras heridas y descubrimos que, del mismo modo, que brota el dolor de ellas, también puede surgir una vida nueva. Etty Hillesum nos recuerda que, “es imposible mejorar algo en el mundo exterior, si no mejoramos nuestro mundo interior”. Una vez que nos sentimos unidos a Jesús, por el gesto que realiza en la última cena, partir el pan y compartir el vino, y en la Cruz, al dar su vida por nosotros, también estamos invitados a aceptar que, sin entrega, sin conversión, sin amor es difícil vivir realmente una transformación radical de la propia vida. Los verdaderos cambios no son los que se ejercen con violencia sino los que provienen de un corazón que, al sanarse, aprende a amar y a entregarse para dar vida, no para quitarla. Antes del alba, tus manos cuecen el pan de la entrega. Con la ternura amasas los sueños y las esperas. Tu corazón confía esperando que amanezca. Antes del alba, tus ojos vuelven a llorar serenos. Se te rompen los recuerdos, recuperas las ausencias, y tu corazón confía esperando que amanezca. Quiero esperar junto a ti hasta que despunte el alba; y la luz del nuevo día ilumine el corazón. Quiero esperar junto a ti y pasar la noche en vela, como tú, aguardando la promesa. Antes del alba, tus labios pronuncian sin gran reproche: Sí, hágase le dije al día, hágase le digo a la noche. Y tu corazón confía esperando que amanezca (Alejandro Labajos, SJ)Francisco Carmona
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