El camino del seguimiento de Jesús resucitado es un proceso, ante todo, una búsqueda apasionada de la verdad sobre nosotros mismos, sobre la vocación y sobre Dios. Escribe san Agustín: “Yo buscaba el camino para adquirir un vigor que me hiciera capaz de gozar de ti, y no lo encontraba, hasta que me abracé al mediador entre Dios y los hombres…su Palabra se convirtió en fuente de sabiduría, aquella por la que creaste todas las cosas”. Hay experiencias y momentos de la vida, en los que las heridas del alma pesan tanto que, si no encontramos un asidero auténtico donde podamos tomar fuerza, corremos el riesgo no sólo de perdernos, sino también de morirnos psíquica y espiritualmente. En un taller de constelaciones Familiares, un consultante acudió porque deseaba abrazar su oscuridad. Aprendí que nuestra oscuridad cuando es descuidada se convierte en la fuente del mal, en la fuerza destructiva más poderosa no sólo de nuestra vida, sino también de la que hay a nuestro alrededor. Escribe Carl Gustav Jung: “La naturaleza humana es capaz de una cantidad infinita de maldad... Hoy más que nunca es importante que los seres humanos no desatiendan el peligro del mal que los habita. Es algo desafortunadamente muy real, y es por esto que la psicología debe insistir en la realidad del mal y rechazar cualquier definición que lo considere como insignificante o realmente inexistente”. La oscuridad no es otra cosa que el mal dentro de cada uno de nosotros. Los padres nos bautizan porque, inconscientemente saben que, somo vulnerables como seres humanos y, que en cualquier momento, podemos ser heridos y, sin una fuerza que nos proteja, podemos ser arrastrados por el dolor hacia la destrucción.
El mal describe el rasgo de comportamiento que va desde la simple mezquindad y el egocentrismo hasta el daño físico, psicológico y espiritual al otro. Cuando nos quedamos habitando en el dolor, que nos producen las experiencias vividas en el pasado, estamos, sin que seamos conscientes, consintiendo el mal dentro de nosotros. Basta escuchar ciertos discursos para descubrir que están llenos de odio, de resentimiento, de deseos de destruir al otro, de bloquear nuestro crecimiento interior. Cada uno de nosotros es responsable de su propia negatividad. La oscuridad es lo opuesto al amor, a la bondad, a la entrega y nos convierte en controladores, celosos, rencorosos, entrometidos y mentirosos. El mal nos lleva a menospreciar el mandato de amar a quienes nos han hecho daño, a orar por quienes nos persiguen y calumnian, y a reconciliarnos con el hermano, antes de presentar nuestra ofrenda al Señor. Hace poco, Stephen Glenn me contó una anécdota sobre un científico que tiene en su haber muchos avances de gran importancia en el terreno de la medicina. En una ocasión, en que lo estaba entrevistando un periodista, este le preguntó a qué atribuía el hecho de tener más inventiva que el ciudadano promedio. ¿Qué lo hacía tan distinto de los demás? El científico respondió que, a su modo de ver, todo se lo debía a una experiencia que vivió con su madre cuando apenas contaba dos años, y que le dejó una profunda enseñanza. Él había intentado sacar una botella de leche del refrigerador. La botella se le escurrió de las manos y cayó, derramándose todo el contenido en el piso de la cocina, que quedó anegado en leche. Cuando su madre entró a la cocina, en vez de gritarle y soltarle un sermón o castigarlo, le dijo: ¡Qué desorden tan estupendo, es magnífico! No recuerdo haber visto nunca un charco de leche tan grande. Bueno, el daño ya está hecho. ¿Qué te parece si juegas un rato en la leche antes de que limpiemos el piso? Cómo no, el niño aceptó ponerse a jugar. Al cabo de unos minutos, su madre le dijo: Sabes que cuando ensucias algo te toca a ti limpiarlo y dejarlo todo en orden. ¿Cómo prefieres hacerlo? Puedes hacerlo con una esponja, una toalla o un trapo de cocina. Escogió la esponja y, con ayuda de la madre, recogieron la leche derramada. Seguidamente, ella le explicó: Mira, lo que ocurrió aquí es un experimento fallido. Lo que pasa es que intentaste, sin conseguirlo, llevar una botella grande de leche con unas manos muy chiquititas. Vamos al patio de atrás, llenemos la botella de agua y veamos si se te ocurre una manera de llevarla sin derramarla. El pequeñín aprendió que si la agarraba con firmeza por el cuello con las dos manos, podía llevarla sin que se le cayera. ¡Qué enseñanza tan estupenda! Aquel célebre científico recalcó que en ese momento comprendió que no debía tener miedo de cometer errores. Al contrario, aprendió que las equivocaciones no eran sino oportunidades de aprender algo nuevo, que es al fin y al cabo lo que hace el científico con sus experimentos. Incluso cuando un experimento no sale, se aprende algo valioso ¿No sería extraordinario que todos los padres reaccionaran de la misma manera que la madre de aquel científico? El mal hace que tratemos a los demás como seres inferiores y creamos que podemos mirarlos con menosprecio, violar su intimidad, apropiarnos de sus bienes, calumniar y destruir inmisericordemente a quien nos contradice. El mal se combate con el autoconocimiento, con el amor hacia nosotros mismos, con el asentimiento a la vida. Enseña el Maestro Eckhart: “Un hombre tiene muchas pieles cubriendo las profundidades de su corazón. El hombre sabe muchas cosas; pero no se conoce a sí mismo. Pues treinta o cuarenta pieles, tal como las de un buey o un oso, tan duras y tan gruesas, cubren el alma. Ve a tu propio terreno y aprende a conocerte a ti mismo en ese sitio”. Sin el conocimiento de nuestra parte vulnerable estamos indefensos ante las fuerzas contrarias a la vida que, también existen en este mundo. Abrazar la oscuridad significa acoger amorosamente a la parte vulnerada de nuestro ser. Esta parte está llena de dolor y, sí no se cuida, se convierte en mal. Una cosa es la herida y, otra muy diferente, lo que el dolor que brota de esa herida puede llegar a ocasionar cuando sale y, se manifiesta en nuestras decisiones, actuaciones y relaciones. Hace poco, escuchaba a un padre darle consejos a su hijo sobre algunas decisiones que éste deseaba tomar acerca de su destino laboral. Todo el tiempo, el padre le decía: “acuérdese de quien le hizo daño, no confíe en promesas, piense mucho antes de cualquier cosa porque una equivocación se paga con dinero o con la vida”. El padre estaba convencido de estar diciendo al hijo palabras sabias; sin embargo, lo estaba paralizando y, sin ser su intención, también lo estaba vinculando al resentimiento y a la desconfianza que, seguramente, el padre guarda en su corazón; de no ser así, sus palabras habrían sido otras. Recordemos que, lo que no se cura, se transmite. A nosotros, nos enferma el que está contagiado, nunca el que está sano. El mal, cuando toca las partes heridas de nuestro ser, puede convertirse en la fuerza que nos lleve al Desierto. Por una experiencia de encuentro con el mal, podemos llegar a ver, de cerca, la herida que aún supura en nuestro corazón y en nuestra alma. En ese mismo taller de constelaciones, una mujer consulta sobre el trastorno límite de personalidad de su hija. Cuando le señaló, que este trastorno tiene como patrón de conducta donde la inestabilidad emocional y la hipersensibilidad en la relaciones interpersonales, deja ver el profundo temor que lleva en su interior. A medida que, iba desarrollándose la constelación se fue evidenciando la dificultad que existe entre la madre y la hija para construir un vínculo sano donde la confianza, la seguridad, la protección y la estima estén aseguradas. La mujer, que todo el tiempo estaba sonriendo, como si lo que pasara fuera un juego, palideció cuando le dije: el final de estos trastornos, cuando no es la adicción y una vida sexual desenfrenada, es el suicidio. Con cariño, le dije: “Señora, en constelaciones decimos: lo que no se acoge con amor, se vive desde un profundo dolor”. Créame: es mejor construir un vínculo sano, que pasar el resto de la vida con el recuerdo del suicidio de un hijo. Como todo en la vida es perfecto, la constelación siguiente fue de una mujer mayor que, desde hace 15 años, sufre fibromialgia. Todo coincidía, precisamente, con la pérdida de un hijo. San Agustín, de nuevo, escribe: “Deforme como era, me lanzaba sobre las cosas hermosas que tú creaste. Tu estabas conmigo, más yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuvieran en ti, no existirían. Me llamaste y clamaste, quebrantaste mi sordera, y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume, y lo aspiré, y ahora te anhelo; gusté de ti, y ahora siento hambre y sed de ti; me tocaste, y deseé con ansia la paz que procede de ti”. El Desierto es un camino donde una vez que se inicia a recorrer no termina hasta que Dios, no se adueña totalmente de nosotros. Cuando escribo esto, viene a mi mente, de inmediato, la imagen del fuego consumiendo el leño cuando se hace una fogata. Dios quiere revelarnos su amor, nos toca a nosotros disponernos para recibirlo. El profeta Elías fue conducido al Desierto por el temor que le produjeron las amenazas de Jezabel. “Jezabel mandó un mensajero a Elías, a que le dijera: ¡Que los dioses me castiguen, y más aún, si mañana a esta misma hora no te he cortado la cabeza como lo hiciste tú con los profetas de Baal!” (1Re 19,2). En el Desierto Elías purificó su imagen de Dios y, cuando regresó, su destino cambió radicalmente. El Desierto es necesario en nuestra vida para poder descubrir el rostro amoroso de Dios, también para experimentar que Cristo, a veces como un acompañante desconocido, camina junto a nosotros cuando deseamos apartarnos de Jerusalén (nosotros mismos) para ir a refugiarnos en el dolor propio (Emaús). Del Desierto regresamos cuando abrazamos nuestra parte herida, nuestra fragilidad, nuestra oscuridad porque encontramos el alimento verdadero, la eucaristía, que nos recuerda: alejados del Señor, de nuestro centro vital, poco o nada, podemos alcanzar. Nací una vez, a la luz, a la vida, al ruido, a los olores, al calor y al frío, a los abrazos, al hambre, a los sabores, a la saciedad, al gusto, a la música, a la ternura, a los encuentros. Después, pequeñas muertes fueron matando sueños, anhelos, inocencia y pasión. Si tú tiras de mí, naceré de nuevo, al reino y al evangelio, al amor y la esperanza, a la voz de los profetas, a una misión. Cada vez que muera, volveré a nacer. La verdad se irá curtiendo en mil duelos. El espíritu irá renovando mi yo gastado. El agua viva lavará cada herida vieja. Hasta esa muerte final, que será antesala de un último nacimiento, a la Luz, a la Vida, y al Amor. Y esta vez ya para siempre (José María R. Olaizola sj) Francisco Javier Carmona
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