Las crisis familiares, cuando son profundamente dolorosas, corren el riesgo de instalarse en el corazón y hacer que vivamos con la incertidumbre sobre el amor y sobre el valor de las relaciones entre hermanos. ¿Será posible la reconciliación familiar después de una grave crisis donde el rencor, el deseo de destrucción y la soberbia son los sentimientos que han dirigido las acciones de unos hermanos contra otros? Hay quienes ponen el corazón e intentan resolver las crisis. Otros, deciden apartarse y esperar a que la tormenta se calme. Algunos más, deciden irse y no regresar nunca más al seno de la familia. La decisión que se tome será acertada, siempre y cuando, sea el resultado de un ejercicio libre de discernimiento. De lo contrario, el dolor aumentará, la herida crecerá y el mal estará a la puerta, acechando y esperando la oportunidad de actuar. En el libro del Genesis encontramos la siguiente historia. José fue vendido por sus hermanos como esclavo. Para ocultar lo que había hecho, le mintieron al Jacob, su padre, diciéndole que José había muerto atacado por una fiera. Después de un tiempo, las circunstancias obligaron al encuentro de José con sus hermanos. La Escritura nos cuenta que sucedió: “No podía ya José contenerse delante de todos los que estaban a su lado, y clamó: ¡Haced salir de mi presencia a todos! Así no quedó nadie con él cuando José se dio a conocer a sus hermanos. Entonces se echó a llorar a gritos; lo oyeron los egipcios, y lo oyó también la casa del faraón. Y dijo José a sus hermanos: Yo soy José. ¿Vive aún mi padre? Sus hermanos no pudieron responderle, porque estaban turbados delante de él. Pero José les dijo: Acercaos ahora a mí. Ellos se acercaron, y él les dijo: Yo soy José, vuestro hermano, el que vendisteis a los egipcios. Ahora, pues, no os entristezcáis ni os pese haberme vendido acá, porque para salvar vidas me envió Dios delante de vosotros. Pues ya ha habido dos años de hambre en medio de la tierra, y aún quedan cinco años en los cuales no habrá arado ni siega. Dios me envió delante de vosotros para que podáis sobrevivir sobre la tierra, para daros vida por medio de una gran liberación. Así, pues, no me enviasteis acá vosotros, sino Dios, que me ha puesto por padre del faraón, por señor de toda su casa y por gobernador en toda la tierra de Egipto”.
Pedro Aliaga sj escribe: “Yo, digo lo que siento. Cuántas veces hemos escuchado esta frase después de que una persona, bajo capa de sinceridad, nos diera su opinión sobre algo que nos afecta directamente. Y digo bajo capa de sinceridad porque parece que, a veces, nos aprovechamos de ésta para arrojar sobre otra persona nuestra opinión, dejando sacar al inconsciente e incontinente que llevamos dentro. Esta incontinencia bajo capa de transparencia, honestidad, o sinceridad lo que deja claro es que no siempre ponemos en el centro a la persona que tenemos enfrente. Cuando queremos a alguien no le soltamos aquello que no pueda digerir. Como con la alimentación, vamos amoldando el menú según la capacidad de digerir y masticar con las necesidades que tenga la persona. Cuando somos tan poco empáticos, nuestra escucha activa queda anulada, dejando así a la persona que queremos ayudar atrapada por nuestro propio juicio. Y cuántas veces lo que sentimos puede nublar nuestro juicio frente a una realidad concreta. Ya no sólo es el hecho de no escuchar al otro, es el que nosotros podamos proyectar en el otro nuestros miedos, prejuicios… vamos, nuestra película. Y esto no ayuda porque podemos manipular la realidad que está viviendo esta persona, a la que queremos ayudar. Y eso es tierra sagrada. Ante lo cual, mucho sentido común. Menos hablar y más escuchar. Más ser y estar que dar soluciones. Sólo acompañar. Porque no nos pertenece lo que está viviendo esa persona. Porque cuando echamos la vista atrás y recordamos momentos de crisis, lo que realmente valoramos no son las palabras sino la presencia del hermano, del Amigo fiel que nos ha sostenido para empezar a descubrir lo que había dentro de mí” Cerca de Tokio vivía un gran samurái ya anciano, que se dedica¬ba a enseñar a los jóvenes. A pesar de su edad, corría la leyenda de que todavía era capaz de derrotar a cualquier adversario. Cierta tarde, un guerrero, conocido por su total falta de escrúpulos, apareció por allá. Era famoso por utilizar la técnica de la provocación: esperaba a que su adversario hiciera el primer movimiento y, dotado de una inteligencia privilegiada para reparar en los erro¬res cometidos, contraatacaba con velocidad fulminante. EI joven e impaciente guerrero jamás había perdido una lucha. Conociendo la reputación del samurái, fue en su busca para derro¬tarlo y aumentar su fama. Todos los estudiantes del samurái se manifestaron en contra de la idea, pero el viejo acepto el desafío. Jun¬tos se dirigieron a la plaza de la ciudad donde el joven comenzó a insultar al anciano maestro. Arrojo algunas piedras en su dirección, le escupió en la cara, le grito todos los insultos conocidos, ofen-diendo incluso a sus antepasados. Durante horas hizo todo lo posi¬ble para provocarle, pero el viejo permaneció impasible. Al final de la tarde, sintiéndose ya exhausto y humillado, el impetuoso guerre¬ro se retiró. Desilusionados por el hecho de que el maestro acep¬tara tantos insultos y provocaciones, los alumnos le preguntaron: ¿Como pudiste, maestro, soportar tanta indignidad?¿Por qué no usaste tu espada aun sabiendo que podías perder la lucha, en vez de mostrarte cobarde delante de todos nosotros? El maestro les pregunto: Si alguien llega hasta ustedes con un regalo y ustedes no lo aceptan, ¿a quién pertenece el obsequio? A quien intento entregarlo respondió uno de los alumnos. Lo mismo vale para la envidia, la rabia y los insultos, dijo el maestro. Cuando no se aceptan, continúan perteneciendo a quien los llevaba consigo. La vida familiar despierta actitudes que, algunas veces, van en contra de la dignidad de los miembros de la familia. Superar estos comportamientos se vuelve una tarea difícil cuando se ha vuelto una costumbre denigrar, maltratar, desvalorizar al padre o al hermano. Aquello que hacemos en contra de la familia, en realidad, es una acto contra las propias raíces. Un árbol con las raíces maltratadas, difícilmente, dará buen fruto. En la película “Mi otra Yo” hay un momento donde Zaman, el constelador, está en un huerto sanado las raíces de unos olivos. Allí, podemos ver que, los olivos no logran dar fruto porque en sus raíces algo anda mal. Una persona que denigra de su familia, que difama a sus padres y hermanos, que desea no haber nacido en la familia que nació está desconectada de sus raíces y, muy posiblemente, sus frutos serán amargos. Inés Ordoñez escribe: “Es difícil atravesar las crisis familiares que se hacen presentes en nuestra experiencia familiar, y más aún, las que se instalan en nuestra forma de relacionarnos, haciendo poner en duda nuestra capacidad de amar. Frente a ellas podemos adoptar diferentes actitudes. A veces, nos dan ganas de hacernos los distraídos, otras veces, no nos atrevemos a llegar al fondo de las mismas y solucionarlas; a veces, nos molestan mucho porque interrumpen nuestra paz y armonía familiar, otras veces nos animan a mirar y buscar nuevos caminos. Hay quienes salen disparados de las crisis, encontrando en la distracción un aliado para no resolver nada, y se llenan de actividades y de amigos; otros en cambio, se aíslan y prefieren estar solos”. La raíz de los conflictos familiares está, la mayoría de las veces, en el afán de tener la atención de los padres. Muchas cosas que suceden en la vida familiar están inspiradas en reclamos a los padres por cosas que no nos dieron porque consideraban que nos hacían daño o, simplemente, porque no las tenían o no sabían cómo darlas. Los reclamos nos mantienen desconectados de la realidad y nos impiden ver la vida como es, a nuestros padres como son y los esfuerzos que, realmente, han hecho para garantizarnos una vida mínimamente digna. Un padre, en condiciones mínimas de salud mental, nunca dará a sus hijos cosas malas, hará lo posible, dentro de sus capacidades, por dar lo que él cree que es lo mejor. Dependerá de cada hijo agradecer y tomar lo que los padres pueden ofrecer amorosamente. La incapacidad para tomar lo que los padres ofrecen a sus hijos divide a la familia en bandos. Donde esto sucede, se revela la inconformidad oculta que hubo entre los padres. Las divisiones, al interior de la familia, revelan las acusaciones mutuas que los padres se lanzaban entre sí. Los conflictos no resueltos entre los padres, se ven reflejados en las divisiones y disputas de los hijos. Los hijos pueden quedarse atrapados en estos conflictos jugando el papel de víctimas o pueden salir de ahí tomando la decisión de sanar aquello que los padres no lograron. ¿Cómo hacerlo? Aceptando que las cosas vividas por los padres les pertenecen a ellos y no corresponde a los hijos juzgar y, menos aún, tomar partido por uno de los padres. El mayor esfuerzo consiste en mantener unidos a los padres en el corazón aunque en la realidad estén muy distanciados. Ambos son nuestros padres en igual medida. Hay días en que extraño todo y a todos, hay días en que me invade la nostalgia, esos días en los que me toma preso la melancolía. Son esos inevitables días en los que no dejo de pensar en que todo tiempo pasado fue mejor. Hay días en que quisiera tornar atrás y olvidar todo, todo, todo. Empezar desde cero, recomenzar desde el fondo. También, me pasa que quisiera girar el volante, cambiar de dirección, dejar de avanzar… no sentir, no pensar y, a veces, no existir. Y no es que quiera morir, sino que, más bien, quisiera ya estar contigo, en ti y junto a ti. ¿Para qué esperar más?… Dame tu gracia, dame tu paciencia, Dame luz, dame tu paz. Une en Ti todos mis dispersos pensamientos, mis desordenados deseos y mi desparramados sentimientos. Dame tu amor, dame tu gracias, te lo ruego y te prometo que no pediré más. Amén (Genaro Ávila-Valencia sj) Francisco Carmona
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