En el evangelio de Lucas encontramos la historia de Zaqueo. “Habiendo entrado Jesús en Jericó, atravesaba la ciudad. Había allí un hombre llamado Zaqueo, que era jefe de los cobradores del impuesto y muy rico. Quería ver cómo era Jesús, pero no lo conseguía en medio de tanta gente, pues era de baja estatura. Entonces se adelantó corriendo y se subió a un árbol para verlo cuando pasara por allí. Cuando llegó Jesús al lugar, miró hacia arriba y le dijo: Zaqueo, baja enseguida, pues, hoy tengo que quedarme en tu casa”. El árbol al que zaqueo se sube es un Sicomoro. Según el libro de los muertos: “esté árbol está en la entrada al cielo y brinda cobijo y fruto a los muertos”. En un libro del antiguo Egipto se encuentra la siguiente expresión: “Abrazado a un sicomoro encontré cobijo y las puertas de la Duat fueron abiertas”. La Duat es el lugar donde los muertos esperan el paso de la barca solar o donde esperaban ser ajusticiados los enemigos de Osiris y Ra. Zaqueo tenía un corazón que conocía perfectamente la corrupción, el engaño, la injusticia y la deslealtad. Como todos, el corazón de Zaqueo espera también encontrar misericordia y compasión en algún momento de la vida. El corazón se extravía buscando la felicidad. A medida que, el extravío se convierte en norma de vida, el corazón se vuelve desentendidamente frío. El desorden afectivo distorsiona todas las relaciones. Hay un momento, donde el corazón vuelve a escuchar que Dios habita en lo más profundo del corazón. Entonces, entra la curiosidad y, sin darnos cuenta, nos aferramos a la esperanza de poder ver a Jesús, conocerlo, unirnos a Él, dejarnos transformar por el encuentro y, de manera especial, convertirlo en nuestro huésped de honor.
Escribe Juan Luis Calderón: “Aunque Zaqueo no tenía ni buena fama, ni mucha espiritualidad, cuando le llegó su momento, se subió a un árbol. Y eligió un árbol que representa vida, tanto para los egipcios, como para los hebreos. El fruto del sicomoro no tiene mucho sabor, pero es muy abundante, lo que garantiza que haya algo que comer. Igual que Cristo subió al árbol de la cruz para salvarnos, así Zaqueo subió al sicomoro para salvarse. Aquel hombre rico y poderoso, jefe de publicanos, no dudó en perder la vergüenza y hacer lo que fuera por ver a Jesús. Jesús vino a Jericó a buscar y salvar lo que se había perdido (Lc 19:10). Pero si lo perdido no desea ser encontrado, no hay mucho que se pueda hacer. Tal no fue el caso de Zaqueo. Éste se puso en posición no sólo de ver a Jesús, sino de ser visto. La puerta de la salvación que llegó a la casa de Zaqueo fue su humildad” Zaqueo no sólo quería ver a Jesús. También Zaqueo quería ser visto por Jesús; de lo contrario, no habría abandonado su lugar de trabajo. Lo que, seguramente no esperaba Zaqueo era que Jesús quisiera entrar en su casa. A veces, los escrúpulos nos hacen creer que Jesús no entraría en una casa despreciable, que Jesús no pondría sus ojos en un corazón lleno de desprecio y de miserias. Sin embargo, sucede lo contrario. El Salmo nos recuerda: “Un corazón quebrantado y humillado, Dios nunca lo desprecia”. Dios siempre está dispuesto a perdonar, acoger, sanar y reconciliar. Siempre somos nosotros los que estamos dispuestos a condenar, excluir, juzgar y rechazar. Zaqueo tomó la decisión más radical que pudo tomar en su vida: escuchar hablar de Jesús, aferrase al sicomoro, encontrar refugio y cuando pasó el sol de justicia, aceptó su llamado, bajó del árbol y lo recibió en su casa. ¿Estamos dispuestos a bajarnos del árbol y hospedar a Jesús en nuestra casa, en nuestro ser? Había contratado un carpintero para ayudarme a reparar mi vieja granja. Él acababa de finalizar su primer día de trabajo que había sido muy duro. Su sierra eléctrica se había estropeado lo que le había hecho perder mucho tiempo y ahora su antiguo camión se negaba a arrancar. Mientras lo llevaba a su casa, permaneció en silencio. Una vez que llegamos, me invitó a conocer a su familia. Nos dirigíamos a la puerta de su casa y se detuvo brevemente frente a un precioso olivo centenario. Tocó el tronco con ambas manos. Al entrar en su casa, ocurrió una sorprendente transformación. Su bronceada cara sonreía plenamente. Abrazó a sus dos pequeños hijos y le dio un beso a su esposa. La energía había cambiado completamente. Posteriormente me acompañó hasta el coche. Cuando pasamos cerca del olivo, sentí curiosidad y le pregunté acerca de lo visto cuando entramos. Ese es mi árbol de los problemas, contestó. Sé que no puedo evitar tener problemas durante el día como hoy en el trabajo por ejemplo, pero no quiero traer estos problemas a mi casa. Así que cuando llego aquí por la noche cuelgo mis problemas en el árbol. Luego a la mañana cuando salgo de mi casa los recojo otra vez. Lo curioso es, dijo sonriendo – que cuando salgo a la mañana a recoger los problemas del árbol, ni remotamente encuentro tantos como los que recuerdo haber dejado la noche anterior. Según las diferentes tradiciones míticas, el árbol representa el centro de la existencia. También representa aquello a lo que nos aferramos para encontrar la paz y armonía interior que puede ser arrebatada por los apegos, las heridas, las dificultades de la vida diaria. El árbol está destinado a dar cobijo o frutos. Así nuestra vida está llamada a brindar acogida a los demás y, también se espera que demos frutos abundantes. Apartados de nuestro centro vital, del corazón, nuestra alma anda a la deriva buscando amor, refugio y protección donde sea, donde cree que pueda encontrar lo que le devuelva la paz que la angustia y la ansiedad le arrebatan. Ahora, donde hay ansiedad y angustia es porque hay desconexión con el corazón. En la vida hay una extraña paradoja. Lo que más teme perder el alma es a Dios y, sin embargo, es lo que con más facilidad pierde. Dios es el centro de la vida; es decir, el fundamento de la existencia. Unidos a Dios podemos dar frutos abundantes. El desorden afectivo hace que pongamos a la riqueza, al poder, al miedo, al deseo de venganza, al complejo de inferioridad, a la insuficiencia como el centro de la vida. Al ocurrir esto, desplazamos a Dios. Creemos que, podemos estar seguros desvalorizando a los demás, sospechando de sus intenciones, enojados porque no somos su centro de interés, etc. Cuando empezamos a ver los frutos que estamos dando, tenemos la oportunidad de revaluar nuestro camino. Recordemos que, lo que hacemos corresponde a lo que llevamos en el corazón, nuestras obras, actitudes y decisiones, nuestra vida psíquica corresponde a lo que llevamos en el corazón. Dice el salmista: ¡Dios mío, crea en mi un corazón puro, un espíritu firme! Jesús siempre puso a Dios en el centro de su vida. Lo hizo de tal forma que, en su interior, no había otra convicción que no fuera: ¡Soy hijo amado de Dios! Lo que Jesús llevaba en su interior creció de tal forma que, el final de su vida, de su misión, de su presencia física entre nosotros hizo que el árbol de la muerte, se convirtiera en el árbol de la vida. El fruto del árbol de la Cruz fue la vida verdadera y eterna para todos. Por eso, los que se acogen a la Cruz, como hizo Zaqueo con el sicomoro, escuchan las palabras de Jesús: ¡Hoy, vengo a quedarme en tu casa! La espiritualidad es el camino de regreso al corazón porque allí es donde está la vida verdadera, porque el verdadero centro vital es el amor de Dios, porque lo que somos realmente, se revela cuando entramos en contacto con la divinidad que nos habita. ¿Qué corona es esa que te adorna, que por joyas tiene espinas? ¿Qué trono de árbol te tiene clavado? ¿Qué corte te acompaña, poblada de plañideras y fracasados? ¿Dónde está tu poder? ¿Por qué no hay manto real que envuelva tu desnudez? ¿Dónde está tu pueblo? Me corona el dolor de los inocentes. Me retiene un amor invencible. Me acompañan los desheredados, los frágiles, los de corazón justo, todo aquel que se sabe fuerte en la debilidad. Mi poder no compra ni pisa, no mata ni obliga, tan solo ama. Me viste la dignidad de la justicia y cubre mi desnudez la misericordia. Míos son quienes dan sin medida, quienes miran en torno con ojos limpios, los que tienen coraje para luchar y paciencia para esperar. Y, si me entiendes, vendrás conmigo (José María Rodríguez Olaizola, sj) Francisco Javier Carmona
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