Cuenta el Evangelio que, los discípulos, por miedo a los judíos, se encontraban en la casa con las puertas cerradas. Jesús entró y les dijo: “La paz esté con ustedes”. La casa es el símbolo del ser. Nuestra identidad, lo que somos, es la expresión de la acogida que le hemos dado a la vida y, también a nosotros mismos. Cuando estamos en guerra con nosotros mismos, a causa de nuestras divisiones y disociaciones internas, nuestra casa amenaza ruina. Las puertas simbolizan lo que puede entrar o salir de nuestra casa. Hay personas que, llenas de miedo, no permiten que el amor entre en sus vidas o salga de ellas hacia los demás. El miedo es una de las mayores corazas con las que el ser humano puede recubrir su existencia. El miedo patológico impide que el ser se manifieste. Jesús resucitado encuentra a los discípulos con las puertas cerradas. Creo que, la mayoría de las veces, cuando el amor toca las puertas de nuestra existencia, con el ánimo de transformarla, encuentra todas las puertas cerradas. Aun así, el amor es capaz de atravesar todos los cerrojos y muros con los que nosotros intentamos impedir que llegue a nuestra vida. En ese sentido, el amor es como el agua. En un mundo que infunde miedo, las personas se encierran en sí mismas para protegerse. El resucitado es el vencedor del mundo; es decir, nos revela que aquello que nos mantiene encerrados, con el corazón endurecido, en lugar de conducirnos hacia la vida, nos arrastra hacia la muerte.
Antiguamente, cuando Lie-Tzeu era aún un discípulo, necesitó tres años para desaprender a juzgar y a calificar con palabras; entonces, por primera vez, su maestro Lao-chang le honró con una mirada. Al cabo de cinco años, ya no juzgaba ni calificaba ni con la mente; entonces, Lao-chag le sonrió por primera vez. Al cabo de siete años, cuando hubo olvidado la distinción entre el sí y el no, de la ventaja y el inconveniente, por primera vez su maestro le hizo sentar junto a él, en su estera. Pasados nueve años, cuando hubo perdido cualquier noción de lo correcto o incorrecto, del bien o el mal con respecto a sí mismo y a los demás, cuando se volvió completamente indiferente a todo, entonces la comunicación perfecta se estableció para él entre el mundo exterior y su propio interior. Cesó de servirse de los sentidos (pero lo conocía todo por la ciencia superior y universal). Su espíritu se solidificó a medida que su cuerpo se disolvía, sus huesos y su carne se licuaban (volviéndose éter). Perdió cualquier sensación del asiento sobre el que estaba sentado, del suelo sobre el que sus pies se apoyaban; perdió cualquier conocimiento de las ideas formuladas, de las palabras pronunciadas; +alcanzó aquel estado en el que la razón inmóvil no se conmueve por nada. Cuando Jesús entra en nuestra casa, a pesar de tener las puertas cerradas, en nosotros comienza a hacerse presente la paz. Un corazón en conflicto, un ser dividido o atormentado por el peso de sus recuerdos dolorosos, encuentra la paz cuando se reconoce a sí mismo como hijo de Dios y templo de su espíritu; es decir, invitado a vivir en conexión consigo mismo y con todos aquellos que comparten el camino con él. El signo más importante de la presencia de Cristo en nuestra vida está reflejado en la capacidad de entrar en contacto con nuestras heridas y ver en ellas, en lugar de dolor, el llamado de la vida a vivir de una forma diferente la relación con nosotros mismos, con los demás y, de manera especial, con Dios. Las puertas cerradas también son el símbolo de habernos quedado atrapados en el dolor, en el trauma, en aquella experiencia que nos abruma. Los discípulos aun contemplan la muerte de Jesús, no han logrado dar el paso siguiente, ver la vida que les transmitió cuando caminaba con ellos por ciudades, pueblos y aldeas anunciando que el Reino de Dios está en medio de nosotros. Jesús está vivo porque su memoria, lo que Él hizo y, nos enseñó a hacer, sustenta y dirige nuestra vida. La tumba comienza a estar vacía, cuando el amor empieza a dar sus frutos. La muerte es la negación de la vida y la resurrección es la afirmación de la vida incluso por encima de aquello que amenaza con destruirla. Los discípulos comienzan a ver a Jesús, cuando en lugar de conectar con el dolor, empiezan a permitir que sea el amor el que llene sus corazones. A Dios, lo nombramos como la fuerza que sustenta la vida y nos da una identidad verdadera y auténtica. El dolor tiene la capacidad de disociarnos y, en algunos casos, también de fragmentar la psique. Cuando esto sucede, la identidad se diluye y nos convertimos en personas no sólo llenas de conflictos, sino también conflictivas. Donde el alma sufre, la vida aún no ha alcanzado la luz. La mayor fuente de sufrimiento está en el alma que se aferra a la memoria dolorosa del pasado sin darle espacio a las experiencias amorosas que, con toda seguridad, siempre han estado también presentes. La resurrección trae como don para nosotros la conexión con la vida. Dios es el Dios de la vida, no de la muerte. Las personas que no vivimos con Jesús, que no estuvimos presente cuando murió en la cruz y, tampoco vimos el sepulcro vacío podemos creer en Jesús porque, al escuchar su Palabra, partir el pan, nos sentimos unidos a Él porque recordamos que, en todo ser humano hay una nostalgia que le recuerda que, en algún momento, estuvo unido a Algo más grande y, aunque nos sintamos separados, nos une el amor que suscita la nostalgia de volver a estar unidos de manera indisoluble para siempre. Jesús tomó el pan, nos dio un trozo y el otro, se lo quedó Él, de esta forma, al partir el pan, la mitad que recibimos, nos mantiene unidos a quien tiene la otra mitad. Del corazón traspasado de Jesús, sale sangre y agua. La comunidad vio la fuente de la Eucaristía y del bautismo. Lo que para unos era el final de la vida; para otros, era el comienzo de una vida nueva y autentica. Los dos sacramentos nos unen a Jesús, nos dan el sentido de pertenencia. El corazón traspasado de Jesús nos da la paz; a pesar de nuestras debilidades, las que la Cruz desnudó, el amor vence las barreras y reconcilia, une de nuevo, todo lo que el odio separó. La paz es fruto de la reconciliación, donde hay conflicto el amor está aún a la espera, aún está en gestación. La vida verdadera se experimenta en la paz que nace en el corazón. Para creer muchos esperan tener certezas. La fe no es algo que venga de afuera. Ella es el resultado de la capacidad de escucha y acogida del testimonio que otros dan de la fuerza que el amor le da a sus vida y, especialmente, a los momentos, en los que todo parece derrumbarse. La resurrección es, ante todo, contemplación de la fuerza que tiene el amor, una fuerza que vence la oscuridad y, es capaz de abrirse espacio en los lugares donde la oscuridad reina y las puertas están cerradas. Señala Louis Evely: “Yo no creo que el mundo sea ateo por culpa de Dios, sino por culpa nuestra, por culpa de aquellos que deberíamos ser la sal y la luz del mundo”. La mayor certeza de la fe es una vida reconciliada consigo misma. No sé. Hay demasiadas certezas en esta algarabía nuestra. Sobran las descalificaciones en nombre de una verdad que deberíamos respetar más. Faltan preguntas convertidas en camino. Y respuestas que desencadenen vidas. Hay mucho ruido y poco silencio en los veredictos habituales. Abundan los prejuicios. Escasea la aceptación de los límites, de las dudas, de los errores. Se ofende sin razón quien convierte opinión en ley, cuando la realidad le contradice. Andamos cortos de sabios, y largos de fabuladores. Danos, Señor, la oscuridad en que tu Luz se vuelve presencia. Despiértanos del sueño de ser dioses, y devuélvenos a la senda de tu sabiduría (José María R. Olaizola, SJ)Francisco Carmona
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