Había una vez un rabino que deseaba ayunar. Se propuso no comer ni beber de Sabbat a Sabbat. Todo estuvo muy bien hasta el jueves, cuando la sed comienza a acosarlo. No puede aguantarse y va hasta la fuente. Apenas llega, se domina; no bebe. Entonces se envanece, porque ha conseguido dominarse, y piensa que lo mejor sería dominar su orgullo y beber un poco. Cuando está resuelto, vence el orgullo, vuelve a la fuente y la sed lo abandona súbitamente. Así llega hasta el sábado, después de haber pasado por estas vicisitudes y contradicciones. Decide ir a informar al Maestro, quien le echa una mirada y, antes de que él pueda pronunciar una palabra dictamina: “¡Chapuza!” Cuando a la hora de hacer algo tenemos que recurrir al autodominio, estamos haciendo chapuzas, cosas sin importancia, sin valor alguno. La relación con Dios es algo que brota del corazón, nunca del esfuerzo. La inactividad es algo natural; de lo contrario, en lugar del descanso, nos estamos buscando a nosotros mismos. La contemplación es la expresión del deseo de vivir unidos, en comunión, con Algo más grande que nosotros mismos. En el momento, en que para contemplar, tenemos que luchar contra nosotros mismos, ya no estamos buscando la comunión, sino huyendo de nosotros mismos y buscando motivos, como el rabino, para llenarnos de orgullo por lo que somos capaces de alcanzar, de lograr. Siempre, lo importante debe ser lo que buscamos, no el esfuerzo que nos cuesta; de lo contrario, perdemos la gratuidad de nuestros quehaceres y esfuerzos.
Las palabras de Josep Otón pueden ayudarnos a mirar más allá de lo acostumbrado a entender que, más valioso que el esfuerzo realizado es el fruto de lo que contemplamos, de lo que vivimos, de lo que, por amor realizamos. “Nos impresiona la majestuosidad de un árbol que se alza frente a nosotros y cuya copa acaricia el cielo. Su tronco denota fuerza, firmeza, aplomo y seguridad. Con su madera podemos construir vigas resistentes capaces de sostener un imponente edificio, un esbelto puente o un complicado andamiaje. Sin embargo, su extraordinaria fortaleza sucumbe ante los envites del fuego. Si arde, se consume. Se desintegra. Mejor dicho, se convierte en cenizas. Este fenómeno natural es una metáfora de la existencia. Para bien o para mal, cualquier manifestación de poder nos afecta. No nos deja impasibles. Despierta nuestra admiración y asombro o, por el contrario, genera estupor y pavor. Ahora bien, tarde o temprano, hasta la torre más alta puede acabar desmoronándose. Todo acaba mostrando su fragilidad. Todo gigante descansa sobre pies de barro. Todo héroe tiene su talón de Aquiles. La vida no es una nimiedad. Reconocer la caducidad de cuanto nos parece real es una invitación a valorar lo que vale la pena, lo que sobrevive al polvo y a las cenizas. Es absurdo aferrarnos a lo pasajero pensando que es para siempre. Por el contrario, recordar el carácter transitorio de cuanto nos rodea nos ayuda a apreciar aún más el valor de lo que permanece. Aunque el árbol más frondoso acabase pasto de las llamas, la vivencia de la sombra que nos ha cobijado o el asombro provocado por su contemplación persisten para siempre. Tal vez todo pasa, pero no del todo. Algún día nos convertiremos en polvo. Lejos de desalentarnos, esta certeza tiene que ser un toque de atención para vivir el aquí y el ahora en plenitud. Puesto que lo vivido con intensidad y autenticidad no se marchita”. Cuando el autodominio está presente en las cosas que, por amor a Dios, deseamos realizar como orar, contemplar, acompañar, ayudar al otro entonces, convertimos lo valioso en una chapuza. En la búsqueda del autodominio, nos enseña Thomás Merton, lo que se revela, es nuestra disociación, nuestro desequilibrio. En el autodominio, lo que hay es una decisión de luchar contra nosotros mismos, no el deseo de realizar algo valioso que nos ayude a crecer como personas, a expresar nuestra generosidad e impulso a amar. Cuando estamos divididos se nos hace difícil amar. La espiritualidad, cuando es auténtica, en lugar de promover la disociación, ayuda a la integración, a la individuación, a hacer las cosas por un amor e interés que nos trasciende y, a la vez, nos abarca. Escribe Thomas Merton: “Ustedes podrán decir: bueno, divididos estamos todos. Esto es, simplemente, lo que tenemos que hacer. Pero Buber dice que lo que ante todo necesitamos es ver que el ascetismo es absolutamente secundario si deseamos vivir unidos a Dios”. Ante Él todos somos sanados de nuestras fragmentaciones y disociaciones porque la fuerza de su gracia, de su amor, siempre es más fuerte que las experiencias de dolor que llevamos en el corazón. Antes de intentar ayunar o hacer algún sacrificio, dice Thomas Merton, debemos asegurarnos de ser una sola pieza. Allí, donde sólo hay fragmentos, ciertas acciones, aunque sean en nombre de Dios, se convierten en actos sumamente narcisistas porque, en lugar de amor, contienen nuestro deseo de ser reconocidos en nuestro esfuerzo. El amor es más fuerte que el afán de reconocimiento o el ascetismo. De un corazón desgarrado por el dolor, la soledad o la indiferencia, salen, con mayor facilidad, actos que, aunque nobles y generosos, solo están teñidos del afán de podernos sentir orgullosos de nuestra entrega y servicio. Lo que nace del amor, sólo tiene el interés de darse. Todo lo demás carece de importancia. La lucha con nosotros mismos pierde interés cuando empezamos a preguntarnos por aquello que pueden estar pensando los demás. El valor del amor se pierde, en el momento mismo en el que pienso: ¿Qué dirán los demás? Dice Thomas Merton: “Es importante que estemos enteros, de una sola pieza y unidos con otros en el mismo deseo de amar”. Cada vez que hacemos algo y creemos que, es nuestra obligación hacerlo, en lugar de hacer algo valioso, comenzamos a hacer chapuzas, dice Merton. La realidad comienza a afectar y transformar realmente la vida cuando el corazón está puesto, sin ningún interés, en la tarea que le ocupa. La contemplación nos enseña que, en el amor se pierde todo interés, todo afán de reconocimiento y, sólo se ama. La contemplación hace que nuestro ser se integre y se concentre en lo único que vale la pena: el amor que se revela a través de todo aquello que es el objeto de contemplación y de amor. No hay que hacer ninguna distinción cuando se contempla, sólo dejarse llevar e inundar el corazón de aquella fuerza que impregna nuestro ser de amor. Me siento a contemplar todos los dolores del mundo, y toda la opresión y la vergüenza. Veo en el arroyo a la madre ultrajada por sus hijos, que muere abandonada, extenuada, desesperada; veo a la mujer ultrajada por su marido, veo los efectos de las batallas, de la peste, de la tiranía, veo a los mártires y a los prisioneros, observo el hambre, las humillaciones y degradaciones impuestas por los poderosos a los obreros, a los pobres, a los negros; todas estas cosas, todas las vilezas y agonías sin fin me siento a contemplar, a ver, a oír, y permanezco mudo (Walt Whitman) Francisco Javier Carmona
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