Recordemos que, el desierto es la situación existencial por la que una persona, atraviesa, en un momento determinado de su vida. Estas experiencias pueden ser: un duelo, una separación, un fracaso, un cambio radical en la identidad, etc. Todas estas experiencias crean un estado de vacío, incertidumbre, inutilidad, impotencia, sequedad espiritual, falta de reciprocidad, etc. En estas condiciones, el alma comienza a sentir sed de Dios, es decir, de algo que sustente la vida, que la colme, que la llene de sentido y, sobretodo, que la nutra y le ayude a continuar el camino, con mayor claridad sobre el propósito y sentido de la existencia. Aquello que nos agobia se convierte en el llamado de Dios y de la vida a dejarnos moldear como el barro en la manos del alfarero. Cuando nos quedamos atascados en el dolor que puede llegar a producirnos una separación, un menosprecio, una humillación… aparece el Espíritu Santo, el Consolador de las almas, para conducirnos al desierto y guiarnos a través de él hacia un encuentro verdadero e íntimo con nosotros mismos y con Dios. Dice la Oración al Espíritu Santo: “Luz que penetras las almas, fuente del mayor consuelo. Ven, dulce huésped del alma, descanso de nuestro esfuerzo. Tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de fuego. Gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos. Entra hasta el fondo del alma divina luz y enriquécenos. Mira el vacío del alma si tú le faltas por dentro. Mira el poder del pecado cuando no envías tu aliento. Riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo. Lava las manchas. Infunde calor de vida en el hielo. Doma el espíritu indómito. Guía al que tuerce el sendero”.
Las cosas espirituales sólo son comprensibles para los que buscan la espiritualidad. Las palabras del Evangelio son palabras vacías y sin-sentido para quien en su corazón decidió que, hay cosas más importantes que escuchar a Jesús, dejarse formar y guiar por Él hacia Dios, hacia el Destino. El mayor mal que aqueja hoy a la espiritualidad es la indiferencia: escuchamos hablar de Dios, nos gusta lo que escuchamos, pero no estamos interesados en seguir sus enseñanzas, en dejarnos transformar por ellas. Esa es la razón, por la que muchos creyentes, después de estar en una eucaristía salen y proclaman, sin ningún pudor, que la sociedad se debería organizar y acabar con toda la escoria. Así lo escuché recientemente de una persona que es un referente ante los ojos de la comunidad. Ante una realidad semejante, conviene escuchar al Maestro Eckhart quien enseña: “Quien no entienda el Evangelio, el discurso que conduce hacia Dios, no debe afligirse en su corazón. Pues mientras el ser humano no se haga semejante a esta verdad, no lo entenderá; es una verdad desvelada que ha surgido directamente del corazón de Dios”. El inquieto hijo de un rico mercader, se dirigía de nuevo a su hogar, después de licenciarse. Por el camino, se detuvo a reponer fuerzas y se sentó junto a un arroyo serpenteante de aguas cristalinas y musicales. Observándolo, su imaginación le brindó la idea de que él era como aquellas aguas, que repicaban frenéticas contra las rocas de sus lindes sin saber adónde éstos las conducían. Su rumor, le pareció una queja desesperada de éstas, pues podían correr sólo con la velocidad que mandaba la pendiente, y sólo en el camino que marcaba su cauce. Sus educadores habían llenado su cabeza de conocimientos. La aritmética aprendida habría de servirle algún día para llevar el negocio de su padre. El dominio del lenguaje lo había convertido en un buen orador capaz de expresarse con soltura. La lectura de los viejos sabios, le había proporcionado respuestas a cientos de problemas cotidianos, tanto triviales como complejos. El disfrute de las artes deleitaba sus sentidos enriqueciendo su alma. Y sin embargo, allí, absorto en aquel pensamiento, se sintió como aquel pobre arroyo, acaudalado en conocimientos y a la vez preso de un cauce. Y decidió entonces que no quería ser como él, decidió que quería ser como una corriente en el océano. Libre de cauce y pendiente. Libre para viajar con el rumbo y la velocidad que solo él decidiera. Tomó de nuevo camino, pero sin dejar esa idea atrás. Y empezó a preguntarse qué era lo que le podía faltar en lo aprendido para dejar de ser arroyo y convertirse en corriente. Llegó a casa cuando el sol ya tocaba tierra por el oeste, y ni siquiera la fatigosa jornada de viaje había borrado esta pregunta de su mente. Al despertar al día siguiente, se dispuso a visitar a su amado padre. Por el camino hacia el salón donde éste le esperaba impaciente, notó en todo sirviente con el que se cruzó, un ademán de respeto desconocido. Todos lo saludaron con su nombre, y no con el tratamiento que se solía dar a los jóvenes ricos por aquellos lugares. Aquello le hizo sentirse incómodo de tal manera, que fue inclinándose ante cada uno ellos diciendo; - No merezco tal honor, soy arroyo y no corriente, tan solo arroyo. Los sirvientes sonreían por tal ocurrencia, sin tener, por supuesto, remota idea de a qué hacía referencia su joven amo. Y su confesión, aunque incomprendida, le hizo sentirse bien. Y empezó a correr, repitiéndolo sin cesar en voz alta; ¡Soy arroyo y no corriente! El abrazo de su padre también le resultó extraño, lejos de sentirlo carente de afecto, le pareció solemne y ceremonial. ¿Qué pasa padre? Preguntó el joven con sorpresa. ¿Por qué tu abrazo no es el de siempre? Es el orgullo que me provocas hijo, que no me deja apretar más los brazos, respondió el padre visiblemente emocionado. Ayer me visitó el Gran Maestro, y me dijo que tú eres el elegido este año. Irás a conocer al Viejo Sabio. Era tradición en aquella tierra, que los maestros escogieran, de entre sus discípulos licenciados, aquel que consideraran había aprovechado con más éxito sus enseñanzas. El premio era ir a conocer al Viejo Sabio. Maestro de maestros, erudito entre eruditos, se decía que si una pregunta tenía respuesta, él la conocía. Marat, que así se llamaba el joven, vio en este honor la oportunidad de conocer la solución a la cuestión que se había instalado en su corazón, desde su alto en aquel arroyo. Sin perder tiempo se dispuso entusiasmado a emprender su viaje, el Viejo Sabio vivía a más de tres días de camino, en La Montaña de los Pensadores. Donde antes que él, habían morado importantes sabios desde tiempos perdidos ya para la memoria de su pueblo. Al llegar al lugar donde vivía el anciano, le sorprendió que éste vivía en una modesta choza rodeada de un magnífico jardín, como jamás había contemplado. La puerta estaba abierta, y el joven se aventuró a atravesar el umbral sin pedir permiso. El Viejo Sabio estaba sentado junto a un fuego en el que estaba calentando una tetera. El Joven hizo una reverencia saludando respetuosamente y esperó a que el maestro le contestara. Éste parecía de lo más corriente, ni siquiera su ademán le pareció el de alguien a quien se le atribuía tanta sabiduría. Y dime muchacho, ¿te apetece una taza de té? Debes estar agotado de tu viaje, espetó el anciano. Marat aceptó el ofrecimiento, y alentado por el maestro pasó a relatarle como aquel arroyo le había sugerido la idea de que su educación le parecía incompleta, pues se sentía que ésta no le confería la cualidad de alcanzar nada nuevo. Que sólo daba solución a lo conocido, y que se sentía limitado por ella. Que él quería ser libre como una corriente en el océano. Y que daba gracias por haber tenido el gran honor de poder visitarle, pues confiaba en que un gran sabio como él le diría qué le faltaba para lograr su deseo. El anciano se incorporó y anduvo unos pasos hasta colocarse frente a la ventana desde donde podía contemplar su jardín. Este bello y armonioso jardín es creación mía, dijo. Cada brizna de hierba está plantada con estas manos cansadas. Aunque crezca bañada por el sol y regada por la lluvia, yo siempre la mantengo a la medida que quiero. He levantado cada roca que decora este jardín y la he colocado exactamente donde deseaba. Si alguna de ellas me pareció no estar en armonía, la he hecho añicos para eliminarla. Antes de plantar ni un solo árbol o planta, arranqué todas las malas hierbas. Y sigo arrancándolas cada día aunque insistan en rebrotar. Obsérvalo bien, no hay nada en él dejado al azar. Es tal y como lo imaginé cuando todo esto era apenas un desierto yermo. Incluso el canto de los pajarillos que ahora lo habitan, estuvo primero en mi mente. Es tal y como yo quiero que sea. Marat estaba maravillado observando aquel hermoso jardín y escuchando las palabras de aquel anciano, de quien esperaba la solución a su problema. Nada más te enseñaré hoy, sentenció el anciano. Si realmente quieres obtener la respuesta, deberás aprenderla por ti mismo, pues así tendrá un efecto que no tendría si la obtienes de mis labios. Si realmente la quieres, disponte a pagar el precio que vale. El joven estaba decidido a obtener lo que había venido a buscar. Estoy dispuesto a pagar el precio, Maestro, dijo con determinación. Sepa que mi padre es un comerciante muy rico, y acepte el hermoso corcel que me ha regalado para hacer este viaje, como adelanto por sus enseñanzas. No seas necio, dijo el sabio, el precio lo pagarás tú y no tu padre. Monta tu caballo tomando dirección al norte, y cuando hayas cruzado el río desmonta en la primera pradera que encuentres, libéralo de toda carga y siéntate a esperar. No pierdas ningún detalle. Sí joven, lo primero que tienes que aprender, te lo enseñará un caballo. Luego vuelve, la segunda lección te la dará el río. Las primeras praderas estaban apenas a media jornada de camino. Cuando Marat llegó hizo lo que le había demandado su maestro. El caballo estaba tranquilo, y permaneció junto a él toda la tarde. Primero sereno. Luego empezó a trotar, trazando pequeños círculos alrededor de su amo, en los que iba cambiando de dirección, cada vez con más frecuencia. A continuación, los círculos empezaron a hacerse más y más grandes. Finalmente, hizo un relincho vigoroso, y desapareció al galope en la llanura. Invadido por la duda, lo primero que pensó el joven, fue que si había aprendido algo, era una forma estúpida de perder un valioso corcel. En ese momento estuvo a punto de renunciar a su meta en la primera dificultad. Afortunadamente para él no lo hizo. La renuncia devalúa la madera de la que estamos hechos, y entrega algo de nosotros, que como todo lo de valor, es fácil de perder y costoso de recuperar. El fervoroso deseo de obtener su propósito, le hizo recordar las palabras del anciano: No pierdas ningún detalle. El joven cerró entonces los ojos, y reprodujo en su imaginación, cada uno de los movimientos de su caballo. ¡Claro!, pensó. El caballo no fue libre cuando yo corté sus riendas. El caballo fue libre cuando se supo libre. Contento por saberse victorioso en la primera prueba, el joven emprendió el camino de vuelta. Al llegar al río, cayó en la cuenta de que lo había cruzado a caballo, y que ahora a pie, los rápidos y la profundidad se lo impedirían. Creyó que la solución estaría en vadearlo en otro lugar, pero si se dirigía al nacimiento, pronto encontraba un enorme salto, y si se dirigía a la desembocadura, cada vez se hacía más rápido y profundo. El aliento que le había conferido su primera victoria, lo llenó de coraje y saltó al agua. Tras las primeras brazadas vio como la orilla de enfrente se desplazaba a gran velocidad. Sintió tanto pánico, que volvió hacia atrás, saliendo del agua unos cuantos metros en dirección a la corriente. Nunca cruzaré el río. Las patas de mi caballo eran fuertes, pero a mí, a mí me arrastrará hasta que pierda el fuelle, y acabaré ahogándome, se dijo desesperado. Hizo noche en el río, pensando en abandonar y volver a casa. Pero, ¿cómo?. Mi casa está al sur y para renunciar, también se hace preciso vadear el río. Llevado por su entusiasmo, no se había percatado de que el viejo zorro lo había puesto en una tesitura sin elección. La mañana siguiente, era como cualquier otra mañana de verano en aquellos lugares. El viento soplaba tenuemente moviendo la vegetación. Los animalitos continuaban con su despreocupada vida, y el río seguía allí, ignorando que fuera un problema para nadie. Fue entonces y sólo entonces, cuando Marat entendió que aquel río, era profundo y rápido sólo en su interior. Así que se sentó frente a él, cerró los ojos, y empezó a imaginarlo como aquel arroyo que, en cierta manera, le había conducido hasta allí. Y fue allí, en su interior, donde lo diseñó en calma y sin peligro. Luego trazó la línea recta que lo conducía hasta la otra orilla, y al abrir los ojos, cayó en la cuenta de que había nadado distancias como aquella cientos de veces. Que la velocidad del agua no debía preocuparle si no luchaba en su contra, y que si en su nado seguía aquella línea que había trazado en su mente, sólo tenía que dar una brazada después de la otra. Volvió a saltar al agua, pero esta vez con los ojos cerrados. Los abrió cuando tocó las rocas de la otra orilla mucha distancia aguas abajo. En aquella majestuosa mañana de verano, un simple río le había enseñado que hay fronteras, que sólo son tales si así las vemos en nuestros corazones. Eufórico, Marat tomó camino hacia la morada del Viejo Sabio. Y al llegar, encontró sólo una choza abandonada y polvorienta en medio de una llanura yerma. Donde imaginó un bello jardín, del que arrancó la hierba del rencor, y también la de la ofensa y la injusticia. Y las siguió arrancando cada mañana. Donde rompió en pedacitos la roca de los miedos y la desesperanza. Donde plantó el árbol de la prosperidad, y también el del amor. Donde dejó de sentirse arroyo, donde fue corriente. Cuando entramos en el Desierto, Dios espera que podamos alcanzar la base existencial; es decir, la suficiente confianza en la vida, en sus procesos, en sus dinamismos. La confianza en la vida se traduce también en capacidad para captar la profundidad misma de Dios. El Desierto es un lugar donde tenemos que decidir sí vamos a seguir atados a nuestros ídolos o vamos a seguir al Dios verdadero, al que nos da la libertad y nos señala el camino hacia la tierra prometida, hacia la integración de los opuestos que están presentes en nuestra psique manteniéndola en una actitud bipolar. Lo anterior, permite que vayamos más allá del deseo de las lisonjas de la vida para saciarnos de los manjares que el sentido existencial y la manifestación del Sí-mismo nos ofrecen. El Desierto no responde a ninguna pregunta. Él es el espacio de la confrontación existencial donde la conexión con la Fuente de la vida es algo más que necesario. En el Desierto, somos conscientes de cómo hemos intentados llenar nuestros vacíos, las viscosidades de la vida con “becerros de oro”. Donde la confianza en Dios y en la vida fracasan, aparece la tentación de fiarnos de la fuerza y protección que otras potencias, la mayoría de las veces, contrarias a Dios, nos ofrecen. Cuando no asumimos la tarea de dar orden a nuestro mundo emocional, el desierto se convierte en un paraje amenazante donde no sólo corremos el riesgo de perdernos, sino que también podemos encontrarnos con la muerte. En el desierto Dios se ofrece como el pan que nos alimenta, el agua que calma nuestros anhelos, la nube que nos protege, la luz que nos ilumina y guía. En el Desierto, Dios es todo para nosotros. Como lo dice el libro del Éxodo, “Dios nos condujo solo, no hubo dioses extraños con Él”. Al respecto, creo que las palabras de Carl Gustav Jung resuenan adecuadamente: “No importa lo que piense la gente sobre la experiencia religiosa. Lo cierto es que quien la tiene, posee como inestimable tesoro algo que para él es fuente de vida, de sentido y de belleza, haciéndole ver el mundo y la humanidad con un brillo nuevo”. La forma como vivimos el desierto nos revela la profundidad de nuestra vida interior y cuál es la Fuente, de la que a diario, bebemos para calmar nuestra sed de infinito. Recordemos, el desierto es nuestra realidad existencial. Una cosa es enfrentar la vida sintiendo que Dios nos toma de su mano y, otra muy diferente, adentrarnos en las crisis de la vida contando solo con lo que podamos hacer por nosotros mismos. Abordar el Desierto desde la experiencia religiosa permite al peregrino o caminante salir de sus propios límites y adentrarse en la realidad con una actitud diferente a la acostumbrada en la vida cotidiana. Cuando el encuentro que se realiza con Dios en el Desierto se hace desde la generosidad y la entrega permite que, podamos vivir la vida desde la plenitud que nos ofrece el Amor. Nunca dejes que creamos, que ya sabemos cuánto nos has amado, cuánto nos amas y, cuánto amor podemos intuir que nos queda por recibir de Ti (Fran Delgado sj) Francisco Javier Carmona
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