La espiritualidad cristiana ve en el alma la imagen de un castillo. Todos los bienes y tesoros del castillo pertenecen al Señor que habita en él. Si allí, reina el odio, todo los bienes espirituales que poseemos están bajo su dominio y administración. En cambio, si el amor, Dios, habitan nuestro castillo entonces, los bienes que poseemos serán administrados por Él. Una administración llena de intereses mezquinos prepara tomas hostiles, malversación de fondos, programas que, en lugar de ayudarnos a crecer y vivir plenamente, nos condenan a vivir desde la sombra o en la más completa oscuridad. A veces, son los complejos, traumas, los que gobiernan nuestra alma, psique, voluntad, interés y querer. Cuando nos conectamos con nosotros mismos, con la realidad divina que nos habita, las cosas cambian y, lo que estaba destinado al despilfarro comienza a tener un fin y objetivo diferente. La invitación de la espiritualidad cristiana es permitir a Dios habitar nuestro corazón y que sea su Palabra, la que da vida, la que gobierne nuestra existencia y la dirija, como una lámpara siempre encendida, por los caminos de la paz. Para la alquimia, el oro es el metal más preciado. También para la alquimia, Cristo es el arquetipo del hombre perfecto, del hombre completo. Escribe Alejandro Martínez: “Si el oro es lo más perfecto y la vocación de los metales, Cristo lo es en los hombres”. El Maestro Eckhart, al igual que los alquimistas, consideraba que, la perfección que el hombre busca sólo se encuentra en Cristo. Si la vocación de los metales es convertirse en oro; de igual forma, para los hombres, seres humanos, su principal vocación es configurarse con Cristo. Insiste el Maestro Eckhart, para configurarse con Cristo, primero, el hombre debe dejar que Cristo nazca en su corazón y, segundo, dejar que sea Cristo su verdadera identidad. Convertimos nuestra vida, en lo más preciado, cuando alcanzamos a decir: “Es Cristo quien vive en Mí”, no desde el deseo, sino desde el compromiso cotidiano.
Como consecuencia de las violentas guerras fratricidas, un rey perdió hasta el último de sus soldados. No le quedaron más que dos servidores. Un día, los bárbaros llegaron a las puertas de la ciudad con la intención de poner cerco a palacio. El rey ordenó entonces a sus servidores que abrieran todas las puertas y ventanas, y acto seguido se instaló en la galería a fin de ver llegar a los invasores. Mientras él se abanicaba indolentemente, les vio avanzar hasta la escalinata del palacio. Su serenidad perturbó a los bárbaros. Estos supusieron que les esperaba una trampa en su interior. En vez de poner cerco a aquel lugar, el jefe reunió a sus hombres y tocó a retirada. El rey dijo entonces: Ved, los bárbaros, que son la plenitud, tienen miedo al vacío. Cristo revela al ser humano cuál es su destino: ser él mismo y vivir en comunión con Dios. La espiritualidad es la consciencia sobre nosotros mismos. Todo camino espiritual auténtico conduce al conocimiento verdadero del ser que somos; es decir, la espiritualidad nos revela nuestra identidad profunda, nuestra vocación, nuestra misión en el mundo. Podemos aceptar o rechazar el destino. Cuando nos aceptamos también aceptamos nuestro destino y nuestra vida transcurre en consonancia entre lo que somos y lo que la vida espera de nosotros. Cuando nos negamos a seguir el destino, también nos negamos a ser nosotros mismos y, en consecuencia, vamos en contravía de nuestra identidad y de la vida misma. La decisión de negarnos a vivir el destino, en lugar de hacernos seres libres, nos convierte en esclavos de nuestras pasiones y deseos desordenados. Al parecer, la única forma verdadera de fluir es asintiendo la vida, lo que somos y a la vocación. Françoise Dolto, en el libro “El evangelio ante el psicoanálisis”, escribe lo siguiente: “He descubierto que la educación llamada cristiana, recibida por tantos pacientes nuestros, es enemiga de la vida y de la caridad, está en total contradicción con lo que en otros tiempos me había parecido mensaje de alegría y amor en los evangelios. Entonces los volví a leer y se produjo el choque… Nada del mensaje de Cristo esta en contradicción con los descubrimientos del psicoanálisis freudiano. Parecía como si la educación cristiana quisiera negar la realidad de un inconsciente humano que aparecía una y otra vez en los estudios psicoanalíticos. La negación de esta realidad llevaba a graves mutilaciones: yo constataba que Freud y los estudios emprendidos tras él con su método probaban a diario la existencia de este inconsciente, de este deseo que actúa en el ser humano, en su verdad sin máscaras, más auténtica que la de esos seres morales, refinados, tristes, tiesos en unos comportamientos llamados virtuosos, carentes de espontaneidad, de alegría y de respeto por esa naturaleza que está en el hombre” En el interior del ser humano, en su corazón, habita un deseo de autenticidad, de actuar sin máscaras. Cuando se reprime lo que somos, no sólo se genera neurosis, también puede conducir al trastorno en los estados de ánimo, de la personalidad, de la conducta y de la identidad. Nadie vive en buenas condiciones; sí, su estado principal de ánimo y de consciencia, está ligado a la represión. El mensaje del Evangelio puede resumirse en las siguientes cuatro instrucciones: a) sanar a los demás, b) afrontar lo demoníaco; es decir, todo lo que conduce a patrones de conducta autodestructivos, los complejos o traumas c) respetar al prójimo, no sólo a los que pertenecen a nuestro círculo, d) despertar y mantenerse despierto por la vigilancia del corazón. Lo anterior, constituye el fundamento profundo de una existencia y el camino que revela que estamos llamados a vivir resucitados en la Presencia de Dios. Continúa enseñando Françoise Dolto: “El Evangelio enseña a no devolver la ofensa hecha, a sufrir pasivamente, a poner la otra mejilla, a no responder al hermano que nos ofendió. Desde el punto de vista del Ego, esta actitud es dañina. Actuando de esta manera se genera un sentido de culpa en el ofendido. Si el ofendido no manifiesta la agresividad que ha recibido ésta termina por volverse contra él mismo, originando una cadena —quizá inconsciente— de odios, rencores, frustraciones, violencias. ¿Qué pensar sobre esto? La enseñanza de poner la otra mejilla ante una ofensa puede comentarse ampliamente. En Levítico 19, 17-18, hay una formulación del precepto del amor al prójimo que evita caer en idealismos ingenuos: No odies en tu corazón a tu hermano, pero corrige a tu prójimo, para que no te cargues con pecado por su causa. No te vengues ni guardes rencor contra los hijos de tu pueblo. Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Una comprensión equivocada el mensaje evangélico conduce a actitudes que, en lugar de humanizar terminan conduciendo a la enfermedad espiritual y psíquica. En la medida, que mantenemos limpio el corazón, aprendemos que, el daño que el otro intenta hacernos, es el daño que él lleva en su corazón, el que actúa con venganza, rencor y odio hacia sus hermanos revela que, su corazón está vacío de amor y, por esta simple razón, no puede actuar en consonancia con el mandamiento de amor de Dios. Cuando reaccionamos a la violencia del otro, nos hacemos conscientes de que, en nuestro corazón también hay heridas que sanar y trabajo de reconciliación que realizar. Poner la otra mejilla, como muchos lo quiere hacer ver, no es un acto de humillación, sino una respuesta de coherencia con lo que llevamos dentro. Cuando las personas dicen: tengo que devolver la ofensa recibida, se están olvidando de lo fundamental: de sí mismos. El que se deja llevar en sus actuaciones y decisiones por otro, no es dueño de sí mismo, se abandonó a sí mismo y comenzó a ser como el otro que rechaza. Benjamín Monroy Ballesteros, religioso franciscano, dice: “cuando no nos dejamos llevar por las palabras o actos de agresión que provienen del otro, estamos optando por no hacernos cargo del pecado del prójimo, de la forma equivocada con la que él está afrontando su existencia. Sólo cuando somos capaces de llevar a la consciencia lo que esta inconsciente podemos crecer en una relación auténtica con el otro, con el hermano”. Una mala comprensión de Dios, nos conduce, de manera inevitable, a una identidad falsa y a un modo agresivo de relacionarnos con los demás. Quien olvida la identidad de Jesús termina creyendo que sus propios actos de injusticia, rencor, deseos de venganza y de explotación del otro son coherentes con el Evangelio, con Dios. Quien sabe con claridad quien es Cristo, termina sintiéndose invitado a configurar su corazón con el de Él que, según sus propias palabras, es “manso y humilde”. Dejar que Cristo nazca en nuestros corazones es la invitación permanente de la espiritualidad cristiana. Cuando Cristo nace en nuestro interior, el hombre que somos muere y nace el hombre nuevo, el hombre interior. La razón fundamental de la Navidad no es la reunión en familia. Pensar así, es desvirtuar la Navidad y despojarla de su verdadero sentido. La Navidad se celebra para recordarnos, una y otra vez que, Cristo nace en el corazón del ser humano, que pide ser acogido y su presencia hace que, el mundo anhele la paz, que los seres humanos deseen vivir en el amor. Cuando preparamos el corazón para que en él nazca Cristo estamos entendiendo que, nuestra mayor aspiración, el bien más codiciado por el alma es el amor y no el propio interés y querer. “Amor de Ti nos quema, blanco Cuerpo” (Unamuno) Hambre de Ti nos quema, Muerto vivo, Cordero degollado en pie de Pascua. Sin alas y sin áloes testigos, somos llamados a palpar tus llagas. En todos los recodos del camino nos sobrarán Tus pies para besarlas. Tantos sepulcros por doquier, vacíos de compasión, sellados de amenazas. Callados, a su entrada, los amigos, con miedo del poder o de la nada. Pero nos quema aun tu hambre, Cristo, y en Ti podremos encender el alba (Pedro Casaldáliga)Francisco Carmona
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