Los ejercicios espirituales de san Ignacio comienzan con un propósito: “dar orden a nuestros afectos para poder encontrar la voluntad de Dios”. A medida que, se recorre el camino de los ejercicios vamos descubriendo que, para que Dios sea, realmente, el centro y fundamento de nuestra existencia, es necesario, vivir, morir y resucitar con Cristo. En otras palabras, sin configurar nuestra vida con la de Cristo, difícilmente, podemos vivir y realizar la vida según los designios de Dios. La experiencia termina con la contemplación para alcanzar amor. Según lo anterior, podemos decir que, para vivir lo cotidiano en la presencia de Dios, es conveniente que la contemplación sea un acto cotidiano; de lo contrario, podemos vivir; pero, hacerlo sin amor. Si esto llegará a suceder, nuestra vida caería en el vacío, el activismo y el sin-sentido.
La vida que está centrada en Dios está invitada, llamada, a ser una vida en el amor. Escribe un autor: “Todo en la vida está centrado en el amor, porque el amor es la realidad fundamental y final. Dios es amor y se manifiesta en obras de amor. Mientras vivo en el mundo, si mantengo abiertos los ojos del corazón, me es posible reconocer por todas partes la acción de Dios, a fin de amarle y servirle en todo”. Descubrir la Presencia y la acción de Dios en todas las cosas de la vida, no sólo nos permite mantener la atención en lo que es realmente importante, sino que también hace posible que podamos ir por la vida sin juicios ni prejuicios y desarrollando nuestro potencial creativo. De esta forma, podemos servir a la vida y acompañar a otros a resignificar el sufrimiento que los acompaña y agobia. La contemplación como el camino que nos conduce al amor, también nos permite vivir lucidos, evitar caer en el desasosiego, poner nuestra capacidad de esperanza al servicio de la vida y, sobre todo, tener la capacidad y la fuerza para transformar el luto en danza, el llanto en alegría, la esterilidad en fecundidad creativa. El que contempla mira la vida de otra manera porque en su corazón anhela algo diferente a lo que se obtiene cuando se juzga, condena o excluye. Ese algo diferente, es la capacidad de sentir el latido del corazón de Dios en todas las cosas. La contemplación permite, que apreciemos el camino que, la semilla recorre hasta convertirse en el árbol que florece y da fruto abundante. La contemplación hace que nos ofrezcamos para vivir aquello que, las heridas del corazón hacen ver como imposible, la verdadera y auténtica comunión. Tajima no kami paseaba por su jardín una hermosa tarde de primavera. Parecía completamente absorto en la contemplación de los cerezos al sol. A algunos pasos detrás de él, un joven servidor le seguía llevando su sable. Una idea atravesó el espíritu del joven: A pesar de toda la habilidad de mi Maestro en el manejo del sable, en este momento sería fácil atacarle por detrás, ahora que parece tan fascinado con las flores del cerezo. En ese preciso instante, Tajima no kami se volvió y comenzó a buscar algo alrededor de sí, como si quisiera descubrir a alguien que se hubiera escondido. Inquieto, se puso a escudriñar todos los rincones del jardín. Al no encontrar a nadie, se retiró a su habitación muy preocupado. El servidor acabó por preguntarle si se encontraba bien y si deseaba algo. Tajima respondió: Estoy profundamente turbado por un incidente extraño que no puedo explicarme. Gracias a mi larga práctica de las artes marciales, puedo presentir cualquier pensamiento agresivo contra mí. Justamente cuando estaba en el jardín me ha sucedido esto. Pero aparte de ti no había nadie, ni siquiera un perro. Estoy descontento conmigo mismo, ya que no puedo justificar mi percepción. El joven servidor, después de saber esto, se acercó al Maestro y le confesó la idea que había tenido, cuando se encontraba detrás de él. Humildemente le pidió perdón. Tajima no kami se sintió aliviado y satisfecho, y volvió al jardín. Según la espiritualidad cristiana, “La contemplación es una palabra en torno a la cual concentran su atención las grandes espiritualidades: teresiana, carmelitana, ignaciana, etc., que acuden a ella no sólo como método de oración, aunque se necesita un buen entrenamiento, sino como la mejor manera de colocarse externa e internamente ante el misterio, encerrado en Cristo Jesús, que se convierte en la mediación absoluta para, conociéndole, siguiéndole y amándole, conocer al Dios-Padre que se manifiesta en todos sus dichos y hechos. La humanidad de Jesús, con gran acierto, pasa a ser el medio y la finalidad de la contemplación cristiana en general y de las espiritualidades concretas en particular. La contemplación es, por tanto, más una actitud fundamental, salir de sí para dejarse empapar de los misterios de Cristo nuestro Señor, más que una técnica, por importante que ella sea, donde la meta es más llegar al vacío existencial y al silencio absoluto, que la de sentirse, en el fondo de uno mismo -en “quietud” y “trasparencia”- habitado por otro que sostiene y alimenta nuestra existencia. Y es en ese encuentro profundo donde surge un aspecto fundamental de la contemplación: el tono afectivo y amistoso en que se desenvuelve, consiguiendo así la amistad en estado puro –“como un amigo habla a otro amigo”- (S. Ignacio) o “… tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama» (Santa Teresa)” El juicio es la actitud que, con mayor facilidad y prontitud, podemos asumir ante la vida. Los que juzgan, aunque suene duro decirlo y escucharlo, carecen de amor. El juicio y la condena nos apartan de los demás porque nos impiden ver las cosas, como realmente son, para verlas según nuestro propio interés y querer. Los que juzgan, todo el tiempo están a la defensiva, saben que, aquello que hacen ellos con los demás, también los demás lo hacen con ellos. El juicio y la condena es una espiral de nunca acabar. Si nos falta el amor, diría san Pablo, no somos nada y nuestra vida cae en el vacío. Aquellos que, constantemente juzgan a los demás, pierden fácilmente la conexión consigo mismos y, por esa razón, viven cada jornada con mucha inquietud, les falta sosiego. La contemplación nos permite conectar con la naturaleza profunda que hay en cada uno de nosotros, con la fuente misma donde el amor brota y el conocimiento auténtico se convierte en una realidad. El juicio nos mantiene escindidos, disociados, incomunicados interiormente; en cambio, la contemplación nos unifica, nos hace sentir uno y, sobre todo, hace posible que nuestra comprensión y entendimiento vaya más allá de los estrechos limites que la desconexión interna nos impone. Donde la contemplación se hace una práctica cotidiana de vida, la armonía, la serenidad y la salud empiezan a acompañarnos. En constelaciones familiares también se afirma que, la enfermedad es expresión del estado de desconexión interna en la que se encuentra un sujeto. La salud, en estas circunstancias, es un regreso a uno mismo. Nos dice Josep María Mallarach: “Las dificultades principales a las que nos enfrentamos para contemplar no son exteriores sino interiores, están dentro de nosotros mismos, sobre todo la distracción, la dispersión mental y la sensación de desasosiego asociada al no hacer nada. De hecho, la contemplación aumenta cuando las preocupaciones egoístas disminuyen o, al menos, se silencian discretamente detrás de una actitud de atención pura y sostenida en la que la mente puede permanecer en silencio. Para la mayoría de las personas de nuestras sociedades tecnificadas, alcanzar un estado de silencio interior y de atención sostenida, sin tensión ni objetivo alguno, sin expectativas, puede ser una tarea ardua, casi ininteligible, que requiere, como todo arte, fe y una práctica perseverante de años, y que se ve estimulada por los pequeños momentos de gozo que vamos sintiendo”. “Y entonces se vuelve a la Presencia que nunca le ha fallado. Ni en las noches oscuras, ni cuando dejaba de verlo. Reconoce ahora al que siempre ha estado con él. El amor de su vida. El que ha llenado sus oraciones y sus desvelos. El que le ha enseñado a mirar el mundo con ojos distintos. El que volvió su vida del revés y la hizo tan plena. Su Dios y Señor de brazos abiertos, que le recibe ya para siempre. Y ya no hay cansancio. Sus pasos le han conducido al final, a ese encuentro definitivo, a este abrazo que ya no terminará. Y al cruzar ese último umbral, con todos esos nombres de su vida en los labios y en el corazón, da gracias a Dios, el que siempre estuvo ahí. Y sonríe, de nuevo peregrino, sabiendo ahora que nunca ha estado solo” (José María Rodríguez Olaizola) Francisco Javier Carmona
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