Las personas que van de un lado para otro, que no se hayan, que se ofuscan con facilidad, que todo el tiempo están gritando a los demás o queriéndolos controlar están desconectadas de sí mismas. El nerviosismo con el que algunos viven el día a día termina llevándolos a sentir que, en lugar de actores, son víctimas de la vida. Para estas personas no hay paz en ningún lugar. Sus búsquedas, en lugar de peregrinación, son huidas, inconformismo o desconcentración. No hallarse es una carga difícil y muy pesada de llevar. La psicología nos enseña que, al nacer, se despiertan en cada ser humano dos tipos de necesidades: las necesidades simbióticas y las necesidades de autonomía. Todos, en algún momento, podemos experimentar bien sea añoranza o déficit en la satisfacción de estas necesidades. Esa añoranza da lugar a la aparición del deseo que, entre otras cosas, se caracteriza por albergar la insatisfacción. Muchos, en lugar de hacerse cargo de sus necesidades, van por la vida buscando quien se haga cargo de ellas satisfaciendo lo que sus padres o cuidadores primarios no pudieron hacer. Una relación basada en el deseo termina siendo desordenada porque, sin darnos cuenta, terminamos convencidos de que el otro tiene que darnos aquello que percibimos como carencia en nosotros.
Un día, el mullah entró en una tienda. El propietario se acercó a él para atenderlo. Lo primero es lo primero – dijo Nasrudín -, ¿me has visto entrar a tu tienda? Naturalmente. ¿Me habías visto alguna otra vez? Ni una sola en toda mi vida. Entonces, ¿ cómo sabes que soy yo? Es muy difícil ir de peregrinación cuando estamos enemistados con nosotros mismos y, además, tiranizados por nuestros deseos. Para ir hacia el Monte del Señor o entrar en su templo Santo, es necesario abandonar nuestro lugar de víctimas en la vida y estar dispuestos a hacernos cargo de nosotros mismos. Al respecto, escribe Joan Garriga en su libro “vivir en el alma”: “Dichosos los que se encuentran en paz consigo mismos. Felices los que han dejado de pelear contra sí mismos, contra algunas partes internas o algunos yoes inoportunos, que se les presentaban en ocasiones como huéspedes molestos, de improviso y sin invitación, irrumpiendo sin contemplaciones en sus escenarios de vida, en forma de celos, envidias, rencores, quejas, gritos, violencias, etc. Bienaventurados, pues, los que ya no necesitan rechazar a ninguno de sus aspectos internos, nada de lo que les constituye, ni siquiera lo que sienten como molesto, inadecuado, desagradable, o lo que resulta difícil de soportar en algún momento. Han trabajado en ellos mismos. Se han afanado en comprender y han integrado lo aparentemente rechazable. Lo que parecía oscuro y plomizo lo hicieron refulgir como aprovechable y dorado. Se sometieron al reto de la alquimia interior y fueron transformados: lo aparentemente negativo se convirtió en recursos para la gracia de su aceptación, la gran llave maestra. Han logrado algo importante y además muy popular: la tan preciada autoestima”. La experiencia religiosa, nos enseña la psicología profunda, tiene como tarea principal reunir las partes fragmentadas de nuestro Yo para que podamos revelar en nosotros la presencia del Dios que “reconstruye las murallas caídas y levanta del polvo a los humildes”. Al respecto, escribe John Main, monje benedictino: “Nuestra conciencia es limitada, fragmentada por la imagen falsa por la sombra del Ego, solo será liberada y plenificada por la luz de Cristo, en quien no hay oscuridad ni separación del ser que pueda hacerle sombra”. Así que, el auténtico encuentro con Dios hace que seamos capaces de iluminar nuestras oscuridades e integrar las partes separadas de nuestro Yo logrando conquistar la identidad del hombre nuevo. Uno de los grandes místicos contemporáneos, Thomas Merton, nos enseña: “Decir, que estoy hecho a imagen de Dios es decir que el amor es la razón de mi existencia; pues Dios es amor. El Amor es mi verdadera identidad. La abnegación es mi verdadero Yo. El Amor es mi verdadero carácter. Amor es mi nombre”. A medida que peregrinamos vamos descubriendo que lo que considerábamos nuestra identidad no era otra cosa que el apego a una falsa imagen de nosotros mismos, que estábamos esclavos del pecado y éramos ignorantes de dicha condición. Continúa enseñándonos Thomas Merton: “Yo, ser sin amor, no puedo volverme amor a menos que el Amor me identifique consigo. Pero si Él envía su propio Amor, a Sí mismo, para que actúe y ame en mí y en todo lo que haga, entonces seré transformado, descubriré quién soy y poseeré mi verdadera identidad, perdiéndome a mí mismo en Él”. En el amor descubrimos quienes somos y, por fuera del amor, andamos extraviados de nuestro propio destino. Muchos, en ese extravío, terminan recorriendo el camino y la experiencia de otros; es decir, dejan de ser ellos para asumir y realizar una identidad que, bajo ninguna circunstancia, les corresponde” A medida que, nos vamos acercando al final de la peregrinación, todo aquello que sustentaba nuestra vida comienza a desvanecerse. Nadie entra en el santuario interior conservando el viejo sistema de creencias y las alianzas con aquellos patrones de conducta que, en lugar de conectar con la vida, terminan alejándonos de ella y desfigurando nuestra identidad haciéndonos vivir según la imagen distorsionada de Dios y de nosotros que se instala en el corazón. Las manos, la mente y el corazón necesitan purificarse para vivir plenamente el gozo que trae la nueva Presencia. Si mis manos te sirven para escribir un poema, enjugar una lágrima, levantar una escuela, arropar al desvalido... Si mis pies pueden conducirme a donde quiera que me esperes. Si mi corazón puede latir y amar a tu manera, apasionarse por tu Reino... Si mis ojos pueden ver con tu ternura, y mis oídos captar los lamentos y las risas de quien espera en ti. Si mi espalda puede cargar con algún que otro peso, para aliviar otras cargas. Si mi boca puede cantar tu evangelio, aquí lo tienes todo (Rezandovoy) Francisco Carmona
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