El evangelista Lucas cuenta que, “Jesús, con frecuencia, se retiraba a lugares apartados y oraba”. La oración era una actividad que marcaba el ritmo de vida de Jesús. Una veces, “se levantaba muy de mañana, cuando todavía estaba oscuro, salía de casa, y se iba a un lugar solitario, y allí oraba”. En otros momentos, “después de despedirse de la gente, se iba al monte a orar”. También hubo momentos en los que, “pasaba toda la noche en oración a Dios”. Cuando Jesús advertía un movimiento, que lo podría apartar del camino, del propósito de vida, se marchaba a orar. “Dándose cuenta de que iban a venir y llevárselo por la fuerza para hacerle rey, se retiró otra vez al monte El solo”. Byung escribe: “la obligación de actuar, de producir y rendir conduce a la falta de aire. El ser humano se asfixia en su propio hacer. En la meditación todo se vuelve espaciado y aireado alrededor del ser humano. En los cuadernos negros, de Heidegger, se encuentra una frase muy digna de atención: la diferencia del ser es el éter en el que el hombre respira. Sin ese éter, el hombre de degrada a mero ganado e incluso queda por debajo de él, y todo su hacer se rebaja a cría de ganado”. El afán de producir, la necesidad de sobresalir y ser reconocidos hace que perdamos el aliento, el que nos mantiene en la vida no sólo con fuerza sino también con sentido.
El afán, la necesidad de ir de un lado para otro, de mantenernos ocupados, nos enajena de nosotros mismos. La existencia ruidosa, aquella donde todo el tiempo estamos quejándonos de lo que nos ocurre, culpando a los demás de lo que nos sucede o sintiéndonos impotentes frente a lo desconocido, hace que nos vayamos deshumanizando, casi sin darnos cuenta. Al respecto, Javier Rojas, jesuita, escribe: “Si hoy te detuvieran por la calle y te preguntaran ¿quién eres tú? ¿cómo te defines como persona? O ¿qué te apasiona de la vida? ¿Qué responderías? Tal vez te sorprenda tu silencio. Preguntas sencillas como estas no son fáciles de responder. ¿Por qué? Aunque cueste creer, muchas personas se definen a sí mismas por sus errores o aciertos, por sus logros y fracasos, o lo que es peor, por lo que tienen o pierden. ¡Es un error enorme definirse por lo que tenemos, por lo que producimos, por el lugar que tenemos en la sociedad!” Cuenta la historia de una señora muy devota, que en cierta ocasión, apretada por la necesidad, rezaba de la siguiente manera: Dios mío, entiendo que las dificultades de la vida me ayudan a templar el espíritu, a acercarme a ti y a confiar siempre en tu oportuna, sabia y paternal asistencia. Te pido que te acuerdes de mí y me ayudes porque me aqueja la necesidad. El diablo que pasaba por ahí escucho la oración de la mujer y entonces pensó para sí: “!Qué gran oportunidad!, le daré a esta mujer lo que pide y así le demostraré que soy mejor partido que su Dios, que abandona a sus devotos en la adversidad. Fue así como el diablo sin esperar, se fue a toda prisa; llenó entusiasmado un carro con los mejores productos del supermercado y regresando se lo ofreció a la mujer que asombrada lo recibió sin pensarlo, junto las manos y exclamó a gran voz: “gracias Dios mío por haberme escuchado” El diablo, atónito y un poco confuso, le dijo a la señora: espere, espere, espere... este mercado se lo traje yo. ¿Acaso no sabe que soy el diablo? La mujer respondió: Por supuesto, es que cuando Dios quiere hacer algo, hasta el diablo trabaja para Él. La psique siempre busca la unión con algo superior a ella. Esto hace que, esencialmente, el alma sea religiosa. Ella anhela la unión con Dios, quien no es otra cosa que, el fundamento de la existencia, el sentido de nuestra vida. En realidad, Dios es el centro más profundo de nuestra consciencia, de lo que somos. Sin centro, el alma va de un lado para otro, sin parar, sin dejar de quejarse, sin poder encontrar el silencio, aquello que la conecte y le permita reposar. De ahí que, la mística señale, una y otra vez que, sólo en Dios nuestra alma descansa y se siente realmente protegida. La presencia de Dios sana el alma; pues, Él colma todas nuestras necesidades más profundas. Señala Thomas Merton: “los que van a un monasterio, los que siguen diferentes prácticas espirituales, van en busca de aquello que todos han buscado desde siempre: Dios”. Muchos, no saben quién es Dios; aun así, lo buscan, porque su alma lo anhela. Donde el ser humano sólo se dedica a laborar, a producir, termina olvidándose de sí y, como dice Byung, termina perdiendo el aliento de vida. No hay nada que degrade más al ser humano, insiste Byung, que verse convertido en animal laborans. De nuevo, dice Byung: “la meditación está llamada a eliminar esas presiones que amaestran al ser humano para que sea ganado en renta o de labor”. Sin aprender a respirar, a entrar en inactividad, dejamos de ser. Los seres humanos entran en angustia cuando se sienten arrojados en el mundo, cuando la soledad se hace más fuerte que la intención de vivir y ser ellos mismos. Decidirse por la acción para acallar estos gritos del alma, es apostar por el eclipse no sólo del alma sino de todo el ser. En la medida que, la mente se serena, la actividad se calla y el ser entra en la contemplación, podemos estar convencidos de que el tránsito del hacer al ser, se está realizando. En la obra ser y tiempo, Martin Heidegger, habla de la angustia como un disposición que resulta del enfrentamiento entre lo que somos realmente y lo que intentamos ser a través de la actividad, del tiempo. La angustia puede hacer que, un sujeto se paralice y, en lugar de tomar las riendas de su vida, termine aislándose, encerrándose en sí mismo y, sin capacidad para tomar decisiones sobre sí mismo, sobre su vida, sobre sus relaciones. En estas condiciones, la adicción es una salida. El éxtasis, el gozo o la alegría que podría llegar a experimentarse al ver que la vida va realizándose, va quedando sustituido por la alienación que produce aquello que se consume, para sustraernos del mundo real. Aquello que somos, cuando no es acogido, respetado, seguido termina creando angustia. La contemplación permite que, abandonando la angustia podamos vernos de otra manera, como seres habitados por Dios y, por la misma razón, llenos de posibilidades. La madurez cristiana y humana coinciden con la integración de los contrarios en la psique y la manifestación del Sí-mismo. Thomas Merton señala que, la necesidad de contemplar, hacer silencio y meditar es proporcional a la madurez con la que vamos aceptando nuestra vida y el recorrido que hemos hecho por ella. El fin de la contemplación, dice Merton, no es otro que, tomar consciencia de la identidad profunda que somos. En la medida que, vamos siendo conscientes de quienes somos, también vamos tomando consciencia de quien es Dios y cómo se revela y actúa en nuestra vida psíquica. En la contemplación hacemos silencio +y peste nos lleva a la meditación de aquella verdad profunda que habita en nosotros y, que cuando la escuchamos, resuena como un eco lejano que nos recuerda: “Yo te amo, dice el Señor”. También escuchamos al Señor decir: “¡Yo Soy!” Porque vives deprisa, porque tienes fronteras, porque pones condiciones, porque sospechas de Dios, porque aborreces el riesgo, porque ignoras a los demás, porque huyes del silencio, porque prefieres tener a ser, porque pactas con el confort, porque tienes miedo al compromiso, porque desiertas los caminos que suben, porque regateas con tu juventud, porque hablas más que haces, porque olvidas que eres nómada, porque no te das a lo difícil. No sabrás ni hoy ni nunca, por más que lo intentes, por mucho que quieras, para qué vale la vida, para qué sirve el corazón; no sabrás, de verdad, ni el sabor de la paz, ni el precio de la alegría, ni el sentido de las lágrimas, ni el misterio de las cosas, ni el gusto de la vida, ni el encanto de la amistad, ni el valor del silencio, ni el milagro del amor. Te pasarás la vida, ¡triste vida!, improvisando, corriendo, hambreando, huyendo de ti, lejano, desterrado, de visita, de sobra, ridículo, fracasado, esclavo, aburrido, desarraigado, vacío, inútil, viejo... con la vida tristemente vacía, inmensamente sin sentido. Pero... SI la obra de tu vida puedes ver destrozada y sin perder palabra, volverla a comenzar, o perder en un día la ganancia de ciento sin un gesto o un suspiro. SI puedes ser amante y no estar loco de amor, si consigues ser fuerte sin dejar de ser tierno y sintiéndote odiado, sin odiar a tu vez, luchar y defenderte. SI puedes soportar que hablen mal de ti, los pícaros, los que pretenden enfadarte, y oír como sus lenguas falaces te calumnian, sin tú caer en la trampa y hacer lo mismo. SI puedes seguir digno aunque seas popular, sí consigues ser pueblo y dar consejo a los reyes, sí a todos tus amigos amas como un hermano, sin que ninguno te absorba. SI sabes observar, meditar, conocer, sin llegar a ser nunca destructor o escéptico; soñar, mas no dejar que el sueño te domine; pensar, sin ser sólo un pensador. SI puedes ser severo sin llegar a la cólera, si puedes ser audaz, sin pecar de imprudente, sí consigues ser bueno y lograr ser un sabio, sin ser soberbio ni pedante. SI alcanzas el triunfo después de la derrota, y acoges con igual calma esas dos mentiras. Si puedes conservar tu valor, tu cabeza tranquila, cuando otros a tu alrededor la pierden. Entonces los reyes, los dioses, la suerte y la victoria, serán ya para siempre tus sumisos esclavos, y lo que vale más que la gloria y los reyes: serás hombre, hijo mío (Rudyard Kipling) Francisco Javier Carmona
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