Se cuenta que, antes de ascender al cielo, Jesús quiso encontrar un modo de mantener vivo y eficaz su recuerdo en el mundo. Así que subió a la montaña y llamó a sus seguidores, que vinieron de todos los tiempos y lugares. Comenzó diciendo: Yo fui un gran Maestro que predicó y enseñó como ningún rabino. Es esencial que este aspecto mío continúe después de mi partida. Un español, cuyo nombre era Domingo, levantó su mano y dijo: Señor yo continuaré esa faceta tuya. Crearé una Orden de Predicadores y juntos iremos a los confines de la tierra enseñando y predicando como tú lo hiciste. Y así nacieron los dominicos. Jesús continuó: Aquí, en la tierra, yo era un hombre pobre. No tenía casa propia. Vivía sencillamente, como los lirios del campo y las aves del cielo. En mi pobreza, tuve una relación personal e íntima con la Creación. Un joven del centro de Italia se levantó, se quitó la ropa, dejó caer su manto y dijo: Eccomi, mi chiamo Francesco! Continuaré esa parte de ti y reuniré a hombres y mujeres en una vida de pobreza, amor y respeto por la Creación. Nacieron los franciscanos. Y Jesús siguió y siguió y, por cada faceta que él comentaba, alguien se levantaba y se ofrecía de forma voluntaria para mantener viva esa parte de su memoria. Finalmente, Jesús dijo: Al convertirme en ser humano, fui la encarnación de Dios, que es Amor. Cualquier forma de dolor o sufrimiento conmovía mi corazón con compasión. Traté a todos, especialmente a los pobres y marginados, con bondad y misericordia. Mi amor era la respuesta a los males de la sociedad. ¿Quién quiere mantener viva esta faceta de mi memoria? (Chema Álvarez y Javier Trapero, la espiritualidad del corazón) La espiritualidad es una forma de relacionarse con Dios, con uno mismo y con el mundo. En el caso del cristianismo, la fuente de la que brota esa forma de relación está asociada a la contemplación de Jesús de Nazareth, a quien confesamos como el Cristo, el Ungido de Dios, el ser que nos revela plenamente quién es Dios. Cuando contemplamos a Jesús vemos como se manifiesta Dios en la vida de los seres humanos. De ahí, nace una experiencia y, de esta, una forma de actuar y un estilo de vida. La espiritualidad es, ante todo, una experiencia de silencio, de encuentro, de contemplación y de meditación que se convierte en la fuerza y el sostén de la vida cada día. Nuestro ser profundo se revela cuando contemplamos el corazón de Jesús.
Dios es la razón de ser de nuestra existencia. También es el sentido de nuestra vida. Dios es siempre es el mismo. Lo que cambia es nuestra forma de relacionarnos con Él. El vínculo con Dios puede estar marcado por las heridas que llevamos sin sanar en nuestro corazón o, por el amor. Muchos rechazan a Dios, más por el dolor que llevan dentro de sí que, por convencimiento de su inexistencia. En la medida que maduramos como personas y vamos dando respuesta al dolor que nos ha acompañado durante años, nuestra relación con Dios, se hace posible y, también adulta. La relación con Dios es proporcional a la consciencia que tenemos de nosotros mismos. Quien no logra experimentarse a sí mismo porque anda disociado, difícilmente, logrará abrirse a la experiencia de un ser superior que sostiene, acompaña y da sentido a la existencia. La experiencia de Dios es una vivencia continua que acompaña nuestro autodescubrimiento y autorresponsabilización; es decir, desarrollar la capacidad que tiene todo sujeto de asumir una postura reflexiva en relación a sí mismo y a la vida propia. La vida continuamente nos está planteando desafíos, situaciones que exigen de nosotros una respuesta, una actitud adecuada. La respuesta a la realidad nace en el corazón. Esa respuesta puede provenir de nosotros mismos, de nuestro narcisismo, de nuestro afán de reconocimiento o del amor que cultivamos en el corazón. Nadie que este atrapado en las experiencias negativas del pasado, que esté defendiéndose porque se percibe a sí mismo humillado, rechazado, traicionado, abandonado, etc., logrará dar una respuesta realmente amorosa. Cada uno actúa desde lo que lleva en el corazón. Un corazón sin sanar, sin experimentar la gracia de la reconciliación y del amor de Dios siempre estará condenando, juzgando y autorreferenciándose. De ahí, la necesidad de contemplar a Jesús, la imagen de nuestro Sí-Mismo, para responderle a la vida desde la verdad y libertad que hay en el corazón. Cuando el corazón deja de contemplarse a sí mismo egoístamente y deja de estar reclamando, como si fuera un niño, atención, cuidado, aprobación y se abre al misterio entonces, puede empezar a verse a sí mismo llamado a realizar una vocación, un propósito y una misión en la vida. De lo contrario, permanecerá encerrado en sí mismo, considerando a los demás como sus enemigos y creyendo que, su propósito en la vida es defenderse, condenar, atacar a los demás creyendo que así construirá la paz, la armonía interior y la felicidad. La dureza de corazón es el mayor obstáculo para el crecimiento personal y la relación con Dios en la autenticidad y en el amor. La dureza de corazón no es otra cosa que, el rechazo a vivir según la voluntad de Dios y su mandamiento de amar. En lugar de elegir a Dios, la persona se elige a sí misma y a su Ego. Una persona dura de corazón vive convencida de que los demás están en el error porque no actúan como ella. La dureza de corazón también se conoce como obstinación y hace referencia a una actitud de endurecimiento absolutamente egocéntrica. Me admiro, cada vez que me veo a mí mismo o a mi alrededor, personas que, conociendo los órdenes del amor, de la ayuda y la invitación de Jesús a amar antes que a condenar y juzgar continúan haciéndolo convencidas de que están actuando correctamente. Las personas con un corazón obstinado se ponen como medida de todas las cosas. Una mujer se encuentra con otra y le dice: “mi esposo me maltrata”. La otra contesta inmediatamente: “¡Tan raro!, eso a mí nunca me ha pasado”. Esta y, otro tipo de respuestas, muestran el egoísmo y la desconexión que muchos experimentan en la relación con los demás. Un corazón obstinado nunca logrará experimentar realmente ni el amor ni la presencia de Dios. Cuando la vida nos desafía sólo podemos dar una respuesta asertiva si nuestro corazón se abre a acoger la realidad propia y la ajena. Un corazón obstinado siempre rechazará a Dios, su mensaje resultará incomprensible porque primero está él y, después, también. El orden en nuestras emociones y afectos son el camino para que el corazón enderece sus pasos y los dirija hacia Dios. Contemplar a Jesús, darle un buen lugar a su Palabra en nuestra vida, hace posible que, nuestras respuestas y actitudes ante la vida, ante sus desafíos y ante el dolor que muchos llevan en su corazón esté marcada por la compasión, el amor y el deseo de acompañar realmente. Si el amor herido toca a nuestra puerta, ¿Cuál será nuestra respuesta? Escribe Miguel Martí: “Reconduzcamos poco a poco, la vida, poco a poco y con mucha confianza, no por los viejos vericuetos ni por los atajos grandilocuentes, sino por el discretísimo camino del hacer y deshacer cada día. Reconduzcámosla con dudas y proyectos, y con torpezas, anhelos y desfallecimientos; humanamente, entre fragor y angustias por el “desfiladero” que nos corresponde vivir. En soledad, pero no solitarios, reconduzcamos la vida, con certeza que ningún esfuerzo caerá en tierra estéril. Día vendrá que alguien beberá a manos llenas el agua de luz que brote de las piedras de este tiempo nuevo que ahora esculpimos nosotros” Jesús mío: ayúdame a esparcir tu fragancia donde quiera que vaya; inunda mi alma con tu espíritu y tu vida; penetra todo mi ser y toma de él posesión de tal manera que mi vida no sea en adelante sino una irradiación de la tuya. Quédate en mi corazón en una unión tan íntima que las almas que tengan contacto con la mía puedan sentir en mí tu presencia; y que al mirarme olviden que yo existo y no piensen sino en Ti. Quédate conmigo. Así podré convertirme en luz para los otros. Esa luz, oh Jesús, vendrá toda de Ti; ni uno solo de sus rayos será mío. Te serviré apenas de instrumento para que Tú ilumines a las almas a través de mí. Déjame alabarte en la forma que te es más agradable: llevando mi lámpara encendida para disipar las sombras en el camino de otras almas. Déjame predicar tu nombre sin palabras…Con mi ejemplo, con mi fuerza de atracción con la sobrenatural influencia de mis obras, con la fuerza evidente del amor que mi corazón siente por Ti (John Henry Newman) Francisco Javier Carmona
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