Mientras iban de camino, alguien le dijo: Maestro, te seguiré adondequiera que vayas. Jesús le contestó: Los zorros tienen cuevas y las aves tienen nidos, pero el Hijo del Hombre ni siquiera tiene donde recostar la cabeza. Jesús dijo a otro: Sígueme. Él contestó: Señor, deja que me vaya y pueda primero enterrar a mi padre. Jesús le dijo: Sígueme, y deja que los muertos entierren a sus muertos. Tú ve a anunciar el Reino de Dios. Otro le dijo: Te seguiré, Señor, pero antes déjame despedirme de mi familia. Jesús le contestó: El que pone la mano en el arado y mira hacia atrás, no sirve para el Reino de Dios” (Lc 9, 57-62) Una vez que se recibe la invitación a salir de la tierra, de la casa paterna y dejar atrás la parentela para ir al Monte santo o al Templo es necesario atravesar la puerta que conduce hacia la vida. ¿Qué significa lo anterior? La puerta que es necesario atravesar está compuesta por las siguientes preguntas: ¿Qué quiero hacer con mi vida? ¿Quién soy yo, realmente? ¿Qué camino debo seguir?. Lo que estas tres preguntas revelan son la puerta, el duelo, que tengo que atravesar. Siempre hay que hacer duelo por las posibilidades que dejamos atrás, que excluimos en el momento que, decidimos ir de peregrinación como una respuesta a la vida.
Un maestro iba con sus discípulos bordeando la orilla del río con la intención de alcanzar el atracadero y encontrar un bote que les llevara a la orilla opuesta, cuando un afamado yogui de la región le vio venir y, reconociéndole, quiso saludar al viejo maestro y demostrarle su simpatía. Para ello salió del monte y, andando sobre las aguas, llegó al maestro desde la otra orilla ¿Qué le pareció maestro ? - dijo el yogui sonriente. El santo instructor le miró pensativo y dijo. ¿Cuántos años de meditación te ha costado conseguir el poder de caminar sobre las aguas ? El yogui exclamo con orgullo: Catorce largos años. El maestro le dijo: ¿Ves a aquel barquero subido a su bote? Pienso pagarle una rupia y cruzar el río con todos mis discípulos Sin lugar a duda, lo primero que hay que dejar atrás, si queremos ir seguros hacia la meta de nuestra peregrinación, es al Ego. Ese afán de estar por encima de los demás, de creernos mejores y más afortunados que ellos por estar en camino hacia el Destino en lugar de ser un logro termina convirtiéndose en nuestra condenación. El Ego nos traiciona y, sin darnos cuenta, nos arrastra hacia la extravagancia. Una experiencia religiosa autentica se reconoce por la humildad de quien la vive; es decir, la calidad humana de quien recorre el camino. Hay experiencias religiosas que, en lugar de ayudar a las personas a integrar las partes disociadas de su ser, terminan reforzando los complejos y retraumatizando. Peter Handke escribe: “Sólo al caminar se ensancha el horizonte y danzan los espacios intermedios. Sólo al caminar se ven las manzanas en el árbol. Sólo el caminante tiene la cabeza en los hombros”. Peregrinar exige decir adiós a los viejos patrones de conducta, a los sistemas de creencias que nos paralizan, a las relaciones que nos retienen y a los afanes innecesarios de alcanzar logros que, en lugar de llenar nuestra vida de sentido sólo sirven para +satisfacer el Ego y fortalecer su poder sobre el alma y el ser. Las parálisis estrecha nuestro horizonte y nos impide ver más allá de lo inmediato y urgente. Escribe Anselm Grün: “La psicología nos dice que debemos hacer duelo por las posibilidades que hemos excluido con nuestra decisión. Sólo entonces entraremos en contacto con la fuerza que está en nosotros. Y podremos seguir con vigor el camino estrecho por el que nos hemos decidido. Entonces, éste nos conducirá a terreno ancho. San Benito le promete al monje que se ha decidido a seguir el camino estrecho de la salvación que para él el camino se ensanchará: No abandones enseguida, sobrecogido de temor, el camino de la salvación, que forzosamente ha de iniciarse con un comienzo estrecho. Mas, al progresar en la vida monástica y en la fe, ensanchado el corazón por la dulzura de un amor inefable, vuela el alma por el camino de los mandamientos de Dios”. Una vez que se emprende la peregrinación hay cosas que es necesario dejar atrás; de lo contrario, como dice Jesús en el Evangelio: “El que pone la mano en el arado y mira hacia atrás no es digno de mí y del Evangelio”. Atender el llamado de la vida para salir de la tierra, de la casa paterna, exige dejar lo que pertenece a la tierra y a la casa; de lo contrario, el desorden afectivo terminará impidiendo que el viaje se haga en plena libertad y consciencia. Hay cosas que nos cuesta dejar; sin embargo, cuando renunciamos a ellas, experimentamos una libertad desconocida hasta entonces y comprendemos que, habíamos puesto el corazón en las cosas que esclavizan el alma y le arrebatan la vida. El camino que nos conduce hacia el santuario o el Monte del Señor es Jesús mismo. De Jesús afirmamos que, es Aquel que nos revela quienes somos reamente. Contemplando a Jesús podemos experimentar a que estamos siendo llamados realmente por la vida. En la medida que, tomamos aquello que proyectamos sobre Jesús, cuando entramos en relación con Él, nuestro ser va encontrando la paz y el equilibrio que necesita para poder realizarse plenamente según el designio de Dios y de la vida. Cuando logramos comprender a Jesús, cuando la relación que tenemos con Él nos fortalece, anima y sana entonces podemos saber que vamos por el camino que nos lleva a la vida. Una experiencia auténtica de fe en Jesús de Nazareth no es posible sin vivirla sin una peregrinación. Ponerse en camino significa ir al encuentro de aquellos aspectos de nuestro yo desintegrados, abrazarlos, sentirlos parte de nuestra vida y aprender que, para ganar la vida tenemos que experimentar primero en nuestro interior que estamos completos, que todo hace parte y hace parte de nuestro equipaje para ir hacia una vida que sea realmente plena y auténtica. Sentado junto al camino esperando por un encuentro. No sé qué pasa conmigo la oscuridad me inunda por dentro. Después de mucha luz haber visto hoy me siento tan desierto; son quienes viven conmigo oscuridad, soledad y silencio. Estaba ahí junto al camino, no lejos de sentirte adentro; pues aunque mis ojos andaban ciegos, mis oídos, por el contrario, atentos. Mi corazón ansioso esperaba, al enterarme que estabas presto. Entonces grité sin cansancio, sin pena ni remordimiento: Jesús, ven, no te quedes lejos escucha mis sentimientos. Mira que ciego he quedado, muy lejos de tu aliento. Al escuchar que Tú pasabas, me invadió un fuerte deseo que insistí hasta que escucharas y no me negaras tus besos. ¿Qué quieres que haga por ti? Me increpaste aquel momento; te dije breve y directo y siendo bien honesto: Rabbuní, ¡que vea! y después me quedé muy quieto. Tocaste Tú mi mirada, palpaste mis sentimientos. Afinaste con tus caricias la sensibilidad de todo mi cuerpo. Quedé en paz y contento diligente y tan dispuesto, a no callar tu llamada ni a borrar aquel momento; que cuando llegue la noche tu recuerdo sea mi asimiento, que Tú Palabra mi morada y de Ti mi entero acatamiento; que aunque no vea tu luz clara ni sienta la suavidad de tu cuerpo brille –a mí pesar– Tú recuerdo y Tú promesa sea hoy y por siempre mi sustento. Amén (Genaro Ávila-Valencia, sj)Francisco Carmona
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