En el Desierto, el pueblo de Israel sintió que moría de sed. Se levanta contra Moisés y comienza a murmurar. Entonces, Dios manda a Moisés que tome la vara, con la que realizó prodigios delante del faraón y con la que dividió el mar rojo en dos para que el pueblo pudiera atravesarlo, que golpeara una roca; de inmediato, brotó suficiente agua para el pueblo y para el ganado. Resulta curioso que, Moisés y Aarón terminan siendo reprendidos por Dios. La confianza de Moisés se debilitó. Cuando perdemos la confianza en el Señor, los impulsos nos gobiernan y el actuar se vuelve, en cierto modo, irracional. En medio de la dificultad, estamos invitados a confiar en Dios, sólo en Él. El salmo 138 dice: “Tú me sondeas y me conoces. Tú escrutas mi corazón y mis sendas”. Todo esto es posible porque Dios habita en nuestro interior. Desde siempre, Dios sabe que el alma y el corazón tienen hambre y sed. Por eso, la Escritura siempre habla de que, Dios prepara una mesa llena de manjares para su pueblo. En el Desierto, Dios le dio alimento y bebida al pueblo para que fuera capaz de resistir el duro camino que representa salir de la esclavitud, a travesar el Desierto y llegar a la Tierra Prometida. Dios sabe que, el pueblo puede desfallecer y morir. De hecho, ese es un reclamo permanente del pueblo: ¿Nos sacaste de Egipto para dejarnos morir en el Desierto? Este también es un reclamo nuestro. En el Desierto, reina la desesperanza, el agobio, el cansancio, el vacío y el sin-sentido. Si no sabemos alimentarnos e hidratarnos adecuadamente, la muerte se apodera con facilidad del alma y, también, del corazón.
Un leñador estaba en el bosque talando árboles para aprovechar su madera, aunque ésta no era de óptima calidad. Entonces vino hacia él un anacoreta y le dijo: Buen hombre, sigue hacia dentro. Al día siguiente, cuando el sol comenzaba a despejar la bruma matutina, el leñador se disponía para emprender la dura labor de la jornada. Recordó el consejo que el día anterior le había dado el anacoreta y decidió penetrar más en el bosque. Descubrió entonces un macizo de árboles espléndidos de madera de sándalo. Esta madera es la más valiosa de todas, destacando por su especial aroma. Transcurrieron algunos días. El leñador volvió a recordar la sugerencia del anacoreta y determinó penetrar aún más en el bosque. Así pudo encontrar una mina de plata. Este fabuloso descubrimiento le hizo muy rico en pocos meses. Pero el que fuera leñador seguía manteniendo muy vivas las palabras del anacoreta: “Sigue hacia dentro”, por lo que un día todavía se introdujo más en el bosque. Fue de este modo como halló ahora una mina de oro y se hizo un hombre excepcionalmente rico. Añadió el Maestro: “Sigue hacia dentro”, hacia tu interior hacia la fuente de tu Sabiduría. ¿Puede haber mayor riqueza que ésta? Como Dios sabe de nuestra hambre nos ofrece en Jesús al Pan de vida. De esta forma, quien come el cuerpo del Señor, no morirá para siempre. Los discípulos de Emaús reconocen al resucitado en la fracción del pan. La comunidad cristiana se nutre del pan de la Palabra y del pan de la Eucaristía. La comunión de los enfermos, enseña la Tradición, es el viático, el alimento, para el viaje que se emprende hacia la eternidad, cuando se muere físicamente. El alimento representa nuestras necesidades más profundas; una de ellas, el amor. Cuando falta el amor, las personas sienten un vacío en el estómago e intentan llenarlo, la mayoría de las veces, con comida. Así, muchos llegan a la obesidad por este camino. El alimento nos mantiene de pie ante la adversidad. El mundo es hostil y, sin el alimento adecuado, sucumbimos ante dicha hostilidad. El pan representa aquellas ideas o creencias con las cuales alimentamos nuestro corazón y nuestra mente. Un sistema erróneo de creencias nos lleva, necesariamente, a posturas equivocadas en la vida y a modos y estilos de vida que, en lugar de humanizarnos, nos desfiguran, alejan de nuestro ser interior e identidad profunda. El pan simboliza el conocimiento. Dios sabe que, un comportamiento irracional tiene su origen en el desorden emocional y, también, en la confusión mental. La claridad mental está relacionada con el tipo de conocimiento que busco. Muchas ideas, en lugar de conducir hacia la sabiduría, llevan hacia la insensatez y hacia la locura. Encontrar la verdad de las ideas en las que creemos, del conocimiento o certezas sobre el cual intentamos construir o edificar nuestra existencia, nuestra casa, es responsabilidad nuestra. Sabemos mucho del amor y, muy poco, sobre la forma ordenada de amar. La claridad mental está relacionada con los principios, valores y patrones de comportamiento que observamos a diario en las relaciones con los demás. San Marcos, por ejemplo, hace todo lo posible por mostrarle al mundo griego que, la sabiduría, el verdadero conocimiento, la fe autentica, se encuentra en Jesús de Nazareth. Quien conoce a Jesús, dice Marcos, alcanza no sólo el conocimiento verdadero y auténtico, sino también la sabiduría. Nos hacemos sabios en la medida que, sabemos quiénes somos, que ideas nos gobiernan, de dónde surgen nuestras decisiones y cuáles son las motivaciones más profundas que hay en nuestro corazón. No hay mayor prisión que, una falsa percepción de la realidad, de Dios y, de nosotros mismos. Sin claridad en nuestros pensamientos, nuestros pasos por la vida son torpes y, muchas veces, equivocados. La sed representa el anhelo del alma por encontrar el sentido profundo de la vida. La sed representa el anhelo del corazón de encontrar aquel tesoro por que el valga la pena vender todo lo que se posee, todo lo que se ha apropiado del corazón haciéndonos sentir amados. La sed representa nuestro mundo emocional. Allí, donde hay infidelidad no se ha encontrado el amor verdadero. Donde hay un seductor, hay un corazón que tiene miedo a entregar el amor y, busca como excusa el deseo de vivir y permanecer en soledad. Donde hay miedo a la intimidad, se recurre a la sexualidad sin compromiso o bajo la modalidad de pago. Un alma y un corazón sin amor, van por la vida embriagados por el poder, el éxito económico o la adicción. El agua que brota de la roca, no es otra cosa que la imagen de lo que Dios puede hacer en un corazón endurecido, cerrado a los demás y prisionero de sí mismo, de su narcicismo. Jesús es presentado por el evangelista san Juan como el Amor verdadero, el amor que sabe entregarse, sanar las heridas de los que ama y, confiar plenamente en Dios. No en vano, Jesús presenta a Jesús como la Fuente de la que brota el agua verdadera. Sin Jesús, nos dice el Evangelio, la vida no sólo carece de sentido, también anda en oscuridad con respecto al amor. El amor es la fuerza que nos hace sentir disponibles para socorrer la indigencia del otro, para curar el dolor que marca el ritmo de vida del mundo y para proteger a quien estando herido se encuentra a merced de la inseguridad, la desprotección y el miedo. La sed es la pasión, el deseo, con la que el alma, que anda enamorada, va detrás de las huellas de su Amado, como lo describe el Cantar de los cantares y San Juan de la Cruz. El salmo 42 nos recuerda: “Como el Ciervo brama por las corrientes de agua, Así clama mi alma por Ti, oh Dios. Mi alma tiene sed del Dios vivo; ¿Cuándo llegaré a ver el rostro de Dios? La confianza en Dios es el rasgo principal del amor. Dios no defrauda, Él permanece fiel, siempre está ahí, cura nuestras heridas y ofrece consuelo a nuestra alma. El amor contempla porque su único interés es ser y dejar ser. Sin contemplación, sin adentrase en el propio interior, el amor puede volverse lisonjero, manipulador y un reclamo permanente porque la insatisfacción, las heridas sin sanar y los pecados sin reconocer no dan descanso. Eres mi futuro y mi presente, Jesucristo; mi horizonte sobre llanuras anheladas. Desde ayer eres mi amigo: desde siempre. En la noche extiendo mi mano adolescente, toco tus ojos, adivino tu mirada. […] Yo quiero ser tu amigo, Jesucristo, yo quiero ser tu amigo: que nunca jamás me doblegue la bajeza; que no me venza la mentira y la tristeza. Quiero ser chispa de tu fuego y gota de tu fuente y sal, y levadura, y simiente sembrada por tu mano: pensando poco en mí, mucho en mi hermano. Que sea contigo justicia de pobres, respeto de débiles, y vaya contigo, sin doblar la cabeza a los amos del dinero y de la fuerza. Yo quiero ser tu amigo, Jesucristo, yo quiero ser tu amigo. Encontrar tu yugo suave y tu carga ligera y llevar por todas partes, en mi cuerpo y en mi alma, tu vida en primavera (Esteban Gumucio, ss.cc) Francisco Javier Carmona
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