El Evangelio de Juan cuenta la historia de un hombre que lleva treinta y ocho años yendo, todos los días, a la piscina de Betesda, con el afán de ser curado. Dice el texto: “Al verlo ahí tendido y sabiendo que ya llevaba mucho tiempo en tal estado, Jesús le dijo: ¿Quieres curarte? Le respondió el enfermo: Señor, no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se agita el agua. Cuando logro llegar, ya otro ha bajado antes que yo. Jesús le dijo: Levántate, toma tu camilla y anda. Al momento, el hombre quedó curado, tomó su camilla y se puso a andar”. El Papa Francisco comentando el texto del Evangelio dice: “Nos hace pensar la actitud de este hombre. ¿Estaba enfermo? Sí, tal vez tenía alguna parálisis, pero parece que podía caminar un poco. Pero estaba enfermo en su corazón, estaba enfermo en su alma, estaba enfermo de pesimismo, estaba enfermo de tristeza, estaba enfermo de pereza. Esta es la enfermedad de este hombre: Sí, quiero vivir, pero...”, se quedaba allí. Y su respuesta no es: ¡Sí, quiero curarme!. No, su respuesta es quejarse: Los otros llegan antes, siempre los otros. La respuesta a la oferta de sanación de Jesús es una queja contra los demás. Y así, treinta y ocho años, lamentándose de los demás. Y no haciendo nada para sanar. Era un sábado: hemos oído lo que hicieron los doctores de la Ley (vv. 10-13). Pero la clave es el encuentro con Jesús después. Jesús lo encontró en el Templo y le dijo: Mira, has sido curado; no vuelvas a pecar, no sea que te acaezca algo peor (v. 14). El hombre estaba en pecado, pero no estaba allí porque había hecho uno grande, no: el pecado de sobrevivir y lamentarse de la vida de los demás; el pecado de la tristeza que es la semilla del diablo, de esa incapacidad de tomar una decisión sobre la propia vida, y mirar la vida de los demás para lamentarse. No para criticarlos: para lamentarse. Ellos llegan antes, yo soy la víctima de esta vida”: los lamentos, respiran lamentos estas personas. (…)
En un lejano reino de perfección érase un monarca justo que tenía una esposa, un hijo y una hija maravillosos y juntos vivían con gran felicidad. Un día el padre llamó a los hijos a su presencia y les dijo: Ha llegado el momento, como a todos les llega. Deben descender una distancia infinita, hasta otra tierra. Buscarán y encontrarán, y regresarán con una joya preciosa. Los viajeros fueron conducidos de incógnito a una tierra extraña, cuyos habitantes llevaban, casi todos, una vida oscura. Tal fue el efecto de aquel lugar, que los dos perdieron contacto entre sí, vagando como dormidos. De vez en cuando veían fantasmas, similitudes con el país y con la joya, pero era tal su condición, que estas cosas sólo incrementaban la profundidad de sus ensueños, a los que comenzaron a tomar como realidad. Cuando las noticias de la difícil situación de sus hijos llegaron al rey, éste envió un sirviente de su confianza - que era un hombre sabio - con este mensaje: Recordad vuestra misión, despertad del sueño y permaneced juntos. Con este mensaje se despertaron y con la ayuda del guía enviado a rescatarlos, afrontaron los peligros monstruosos que rodeaban a la joya y, con su mágica ayuda, retornaron a su reino de luz, para permanecer allí más dichosos que antes, por siempre jamás. Para responder con fidelidad al llamado de la vida es necesario emprender el camino. Lo anterior, implica la plena disposición de hacerse cargo de sí mismo. Nadie sale de peregrinación sí todavía espera que los demás resuelvan sus asuntos o aún se siente una víctima de la vida. La peregrinación exige disposición para vivir la vida desde el estado adulto del Yo. En la espiritualidad cristiana existe una imagen, a mi parecer, muy bella sobre la disposición interior del caminante y está relacionada con el andar descalzos. El peregrino que anda descalzo o con solo un par de sandalias camina alegre, puede sentir la tierra bajo sus pies y el cielo por encima de su cabeza, no va por la vida preocupado sino centrado en el objetivo del viaje. El que camina descalzo no anda pendiente del rumor sobre la vida propia o ajena. El llamado a salir de sí mismos, a dejar de esperar que otro venga y nos sane, solo es posible escucharlo cuando aceptamos, aunque no tengamos mucha fe, que algo superior a nosotros existe y puede darle a nuestra vida la dirección que necesita, sí escuchamos su voz que nos dice: ¿Cuánto tiempo más vas a estar esperando tu curación? En el momento, que aparece esta voz dentro de nosotros, Jesús o el Sí mismo, se están revelando. Aquello que nos impide movernos, ir hacia el corazón, aunque llevemos muchos años arrastrándolo, no es lo que nos define. Somos mucho más que las trampas que el Ego y la mente crean para mantenernos esclavos. Escribe Joan Garriga: “Las personas hacemos lo que podemos para manejar nuestros asuntos de la mejor manera posible, pero hay momentos en los que se necesita una entrega mayor, como si tuviéramos que aceptar la idea de que una sabiduría más grande se ocupa de las tramas de las cosas y que podemos confiarnos a ella, y que no estamos solos. Especialmente cuando todo se derrumba o reorientamos nuestra vida. Esto es algo que a veces nos alcanza en el cuerpo como un conocimiento ineludible que nos guía, aunque sea difícil de entender para nuestra mente y nuestra voluntad. En ocasiones, el cuerpo sabe, y nos encontramos con la necesidad de rendirnos a ese conocimiento, rendirnos ante lo que nos exige, ante lo que no fue posible, ante lo que se deseó mucho y no se obtuvo, ante lo que sí se obtuvo y luego se fue desprendiendo como consumido de nuestro corazón. Nos topamos al fin con la humildad, el aroma básico de la rendición y de una vida lograda aun con sus grietas (o gracias a ellas). Para bien o para mal, grandes pérdidas en un nivel son grandes ganancias en el plano del espíritu, o al revés, lo que parecen grandes ganancias en un nivel son grandes pérdidas en nuestra alma” El hombre que, todos los días iba a la piscina de Betesda, esperando que alguien lo metiera al agua antes que a los demás, no siente permiso en su cuerpo para ser feliz. La disociación se convierte en el mayor obstáculo para la autorrealización. Vivir la dicha requiere el permiso de nuestro interior. En dialécticas del viaje de la vida, Joan Garriga dice: “¿Sentimos el permiso en nuestro cuerpo para elegir la dicha?, ¿qué se opone a que yo pueda elegir la dicha para mí?, ¿a quién fallaría? Si hiciera crecer este permiso para permitirme más dicha y vivir lo que es bueno para mí, ¿a quién sería desleal? La psicología profunda nos enseña: “La experiencia religiosa autentica tiene la función de unir las partes disociadas del Ego, o las que están divididas dentro del Ego”. El encuentro con Jesús, como al hombre de la piscina, nos ayuda a unir lo que está dividido dentro de nosotros. Cuando peregrinamos estamos seguros de poder avanzar lejos no sólo exteriormente sino también interiormente. Al respecto, dice Anselm Grun: “Sólo quien camina cambia. Y sólo quien cambia sigue vivo. Nunca se puede decir: Ya sé cómo funciona la vida. La vida está llena de sorpresas. Sólo si estoy dispuesto a mantenerme en camino me mantendré vivo. De otro modo, las palabras con las que hasta el momento he respondido a los interrogantes de la vida se volverán insípidas. Me detendré y me negaré a confiarme al río de la vida”. Nada hay más agobiante para el alma y para el espíritu que el afán de permanecer siempre en el mismo estado de superficialidad y de victimismo. El alma pertenece a Dios, esa verdad no es un secreto para nadie. Cuando queremos vivir sin conexión con Dios también vivimos sin guía ni orientación. El alma que anda sin Dios entra en el vacío. No hay nada que agote más al alma que ir sin un sustento y una razón para vivir. Permanecer en casa nos puede ofrecer seguridad, pero también nos priva de la verdadera razón de nuestra existencia. No estamos en el mundo por casualidad. Andamos por la vida como los peregrinos que van hacia el templo o el monte santo buscando el rostro auténtico del amor, de Dios. En silencio, en lo escondido, se pelean las batallas más encarnizadas. Contra el espejo interior, que me reprocha sueños imposibles, afectos de piedra, proyectos sin fecha. Contra el mundo, que tantas veces me descoloca, exige de más o de menos, me provoca o seduce, me envuelve y aturde. Contra ti, Señor de lo escondido, palabra callada, promesa sin hora, presencia velada, distante cercanía que tan pronto brillas como te me ocultas. En el silencio, en lo escondido, peleamos tú y yo. A brazo partido, a puro misterio, a corazón abierto. Toda la vida es este combate (José María Rodríguez Olaizola, sj)Francisco Carmona
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