El ser humano logra superar la disociación, la fragmentación y la incertidumbre, que dejan en el alma los eventos abrumadores, cuando encuentra un acompañante que, además de buena disposición, conoce los dinamismos del trauma y, sobretodo, está abierto a la trascendencia, a la cual no sólo reconoce que existe, sino que también, le atribuye la capacidad de tomar a muchos a su servicio con tal de que su amor, su capacidad de restaurar lo que está quebrado, de sanar lo que está roto y de reconciliar lo que está dividido, de que el corazón de quien se encuentro solo, abatido, desesperanzado, sumido en la tristeza y rodeado de las sombras de la muerte. El resucitado es el eterno acompañante de todos aquellos a los que el mal destruyó arrojándolos al infierno de sus propios temores, angustias y demonios. Entonces Jesús les dijo: “Vayan por el mundo entero y proclamen el Evangelio a toda la creación. El que crea y sea bautizado se salvará; el que no crea será condenado. A los que crean, les acompañarán estos signos: echarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, agarrarán serpientes en sus manos y, si beben un veneno mortal, no les hará daño. Impondrán las manos a los enfermos, y quedarán sanos”. El resucitado regala su espíritu a los discípulos. Les encomienda una tarea: “perdonar los pecados” es decir, acompañar a quienes destruidos por el peso del dolor han permitido que su vida tome rumbos contrarios a su esencia, a su identidad profunda. El espíritu del resucitado no es otra cosa que la fuerza para acompañar a quienes en medio del sufrimiento, del dolor, del trauma han tocado los límites de su existencia y no logran encontrar la salida de tanta oscuridad y conectar con la fuerza divina que habita en ellos, la que nos vuelve a conectar con la vida restaurándonos e invitándonos a vivir plenamente como hijos de Dios. El espíritu del resucitado invita a quienes lo reciben a dejar que su corazón destrozado y herido vuelva a latir al ritmo del amor que se entrega, que se hace pan, que se vuelve comunión.
Emaús, la celebración eucarística, es el lugar donde podemos volver cada vez que nuestra alma siente el peso de la incertidumbre, de la duda y la vacilación para regresar a Jerusalén, símbolo de lo que somos realmente nosotros: morada permanente de Dios, sanados, restaurados, conectados con la alegría que se convierte en anuncio y vinculados con ese Algo Mayor que siempre está presente en medio de nosotros. A la Eucaristía llevamos nuestras heridas, angustias y desalientos; allí, el resucitado nos explica las Escrituras, nos ayuda a comprender lo que nos sucede, nos regala, una vez más, el sacramento de su cuerpo y nos recuerda que Él vive y su morada está en el interior de todo aquél que lo acoge con la disposición de dejarse transformar por el fuego de su amor. La comunión anuncia que, donde está Dios el corazón está lleno de gozo porque la última palabra sobre nuestro destino la tiene la vida. Emaús nos recuerda que una homilía, una palabra oportuna y esclarecedora, cambia las decisiones que el corazón abrumado está tomando; entre todas, la más radical, alejarse de su propio centro, refugiarse en aquello de lo que un día se distanció. Una vez llegaron cinco viajeros a las puertas del Cielo. ¿Quiénes sois? preguntó el guardián. Yo soy la Religión, dijo el primero. Yo, la Juventud, dijo el segundo. Yo soy la Comprensión, dijo el tercero. Yo soy la Inteligencia, dijo el cuarto. El último dijo: Yo soy la Sabiduría. Entonces, el guardián del Cielo pidió a los viajeros que se identificaran. La Religión se arrodilló y rezó. La Juventud rió y cantó. La Comprensión se sentó y escuchó. La Inteligencia analizó y opinó. Por último, la Sabiduría contó un cuento. Lola Arrieta en su libro acompañar la incertidumbre nos dice: “¿Qué pasa cuando las circunstancias se ponen difíciles, cuándo falla la fortaleza y la confianza? La incertidumbre nos asoma al abismo del miedo, de la ansiedad y de la angustia. Puede transformarse en un tsunami que nos barre las seguridades, las raíces, el suelo y nos nubla para siempre el horizonte”. A pesar de la buena memoria que solemos tener para mirar el pasado doloroso podemos anclarnos en el presente y, desde ahí, mirar con calma lo que está delante de nosotros y los llamados que la vida nos hace a salir de la perplejidad, la vacilación, los recelos y la incertidumbre. A pesar de las miles de preguntas que pueden suscitarse cada día en un corazón intranquilo y en un alma perturbada siempre +hay una única certeza: Dios camino con nosotros desde siempre. Cuando hay sol, nos cubre como si fuera una nube y, cuando hay oscuridad, como si fuera una antorcha encendida. El resucitado atraviesa siempre las puertas del miedo. El que acompaña, como lo hace el resucitado, siempre parte de la situación actual. “Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo. Él les dijo: ¿Qué conversación es esa que traéis mientras vais de camino? Ellos se detuvieron con aire entristecido, Y uno de ellos, que se llamaba Cleofás, le respondió: Eres tú el único forastero en Jerusalén que no sabes lo que ha pasado allí estos días? Él les dijo: ¿Qué? Ellos le contestaron: lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras, ante Dios y ante todo el pueblo; cómo lo entregaron los sumos sacerdotes y nuestros jefes para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron”. Era tanto el dolor de su alma y de su corazón que no fueron capaces de reconocerlo. Cuando el dolor nos abruma, reconocer a Dios caminando a nuestro lado, es una cuestión bastante difícil. Escribe un autor anónimo: “¿Dónde reconocerle? En el camino, sigiloso, en sus palabras y sus silencios, en sus acciones y sus gestos. Está con nosotros. Y el corazón a veces arde. Está con nosotros, y entonces todo parece más fácil. Nuestra vida tiene mucho de este Emaús de encuentro y descubrimiento, de comprensión y alegría, de vuelta a Jerusalén para anunciar lo que nos colma de dicha…(rezandovoy) El paso siguiente consiste en ayudar al otro a comprender el sentido de lo que está pasando, de lo que vive, de lo que su alma siente y, sobretodo, de las renuncias que está haciendo al desconectarse de sí mismo. “¿No era necesario que el Mesías padeciera esto y entrara así en su gloria? Y, comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que se refería a él en todas las Escrituras”. Lo que no se comprende, difícilmente, puede ser integrado, honrado, acogido y transformado en una experiencia que llena de regocijo el alma, hace saltar de alegría el corazón y vuelve presuroso al espíritu hacia lo fundamental, hacia lo que llena de sentido la vida. La incertidumbre, el abrumamiento tiende a volvernos extraños para nosotros mismos porque nos desconecta emocionalmente de todo lo que nos rodea, comenzando por nuestro propio cuerpo. Para poder seguir viviendo, la psique se desconecta de las emociones y del cuerpo. Si no lo hace, la intensidad del dolor, podría acabar con ella. Por último, es necesario celebrar lo que se ha logrado comprender. En la celebración se festeja que la situación agobiante es superada y transformada por la fuerza que proviene no sólo del acompañamiento sino también del resignificar los acontecimientos. Lo que antes era abrumador, ahora, por la gracia de la acogida y la comprensión, se convierte en el punto de partida, en el inicio de una nueva vida. La celebración permite que la incertidumbre, el intento de querer vivir normalmente, los esfuerzos por creer que nada malo sucedió o que todo ya pasó, dan paso al florecimiento de nuevas actitudes, al revestimiento de nuevos sentimientos y a la capacidad de mirar, con esperanza, el horizonte. De Emaús siempre se regresa con buenas noticias: Dios reconcilia lo que esta separado y sana lo que está roto. ¿Cómo dejarTe ser sólo Tú mismo, sin reducirte, sin manipularte? ¿Cómo, creyendo en Ti, no proclamarte igual, mayor, mejor que el Cristianismo? Cosechador de riesgos y de dudas, revelador de todos los poderes, Tu carne y Tu verdad en cruz, desnudas, contradicción y paz, ¡eres quién eres! Jesús de Nazaret, hijo y hermano, viviente en Dios y pan en nuestra mano, camino y compañero de jornada, Libertador total de nuestras vidas que vienes, junto al mar, con la alborada, las brasas y las llagas encendidas (P. Casaldáliga) Francisco Javier Carmona
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