La cultura actual está bajo la presión del rendimiento. Para poder rendir, al máximo, es necesario alimentar el positivismo; es decir, convencerse de que se puede hacer, alcanzar y disfrutar. Sin darse cuenta, las personas van pasando de la disciplina al poder. Cuando no se han dado ciertas cosas en la vida de las personas, la explicación que se encuentra está en la necesidad de activar el poder al máximo. De esta forma, se refuerza la idea de que para alcanzar las metas propuestas, es necesario ser más rápido y productivo. Ahora, hay un nuevo imperativo que gobierna la vida: ¡obtén el máximo rendimiento! Si no hay productividad y eficiencia se está destinado al fracaso. Todo lo anterior, hace que los individuos vayan de afán, sin detenerse a pensar y, sobretodo, sin darse el tiempo para contemplar, para entrar dentro de sí mismos. En China, una helada noche de invierno, un rico mandarín andaba con su gente, ataviado con un cálido abrigo. Vio a un mendigo tiritando y le preguntó a un sirviente del séquito: ¿Por qué tiembla aquel hombre? Porque tiene frio ¿Ah sí? ¿Y temblar le impide tener frio?
La depresión es signo del cansancio que experimenta el ser humano. Un cansancio que obedece al imperativo de ir detrás de metas y sueños activando al máximo el poder y la energía. Según Alan Ehrenberg el éxito de la depresión comienza cuando el ser humano se abandona a sí mismo, se desconecta de su alma y se entrega a vivir la norma de vivir según los dictados de la iniciativa personal. La obligación de ser él mismo emprendiendo, destacándose entre todos por su capacidad productiva, viviendo detrás de la realización de sus sueños, termina llevando al cansancio y, la mejor forma de protegerse de todas las demandas del entorno es, refugiándose en sí mismo. En ocasiones, la depresión permite el encuentro consigo mismo que la sociedad nos niega. Una de las claves de la espiritualidad ignaciana es el discernimiento, que no es otra cosa que intentar distinguir y ponerles nombre a todos aquellos movimientos (mociones en terminología ignaciana) que nos pasan por el corazón. Cuando el ser humano se queda en la añoranza, que produce la satisfacción de sus necesidades simbióticas se disocia, viviendo a partir del mundo de los deseos. Quien siente que su ser no es valioso se queda atrapado en la añoranza del reconocimiento. Va por la vida sintiendo que no pertenece a ningún lugar porque lo que es resulta inadecuado para el entorno donde vive y crece. El sentimiento de insuficiencia los atrapa y los convierte en seres fácilmente manipulables por aquellos que, tampoco se sienten satisfechos con lo que reciben. La sociedad del cansancio, donde emprender y esforzarse al máximo para mostrar el poder que tenemos, pareciera exacerbar el trauma nuclear que hay en el alma de cada ser humano. El deprimido cree que no está a la altura de lo que la sociedad le demanda. En la depresión sale a flote el cansancio que produce el esfuerzo no por ser nosotros mismos sino por ser como los otros esperan que seamos: felizmente productivos y convencidos al máximo de nuestro poder. La espiritualidad ignaciana invita permanentemente al examen de los deseos que albergamos en el corazón. Muchas veces, los deseos son la expresión de nuestro desorden afectivo y, en otras ocasiones, son voces que provienen de Dios invitándonos a realizar la vida desde una vocación o una misión particular. Escribe Rafael Cabarrús: “El discernimiento bien entendido es un diálogo de deseos: los que tú tienes con los deseos de Dios. Eso sí, tus deseos profundos, aquellos que dicen quién eres tú en lo más profundo. Ese diálogo de deseos, esa danza de deseos, es para producir algo nuevo, algo que brota del corazón de Dios y de mi propio corazón y tendrá que ver siempre con el gran sueño de Dios: ¡que venga su Reino”. Escribe Anselm Grün: “Las personas depresivas suelen tener los ojos nublados. Van por el mundo distraídos sin ver su belleza. Ven el exterior de personas y cosas, pero no ven el corazón. No les interesa lo que ven porque van detrás de sus sueños, de ser felices, de producir al máximo. Cuando hablan con alguien, se tiene la impresión de que no escuchan. Su mirada está velada. Es como si se ocultasen detrás de una cortina que han corrido sobre sus ojos. Cuando se las mira, no se consigue llegar a ellas. Y, en cierto sentido, es como si las personas depresivas llevarán gafas oscuras. Ven el mundo, su vida y todo aquello con lo que se topan, a través de estas gafas. Así que sólo reconocen lo negativo, amenazante, angustioso. Se podría calificar este estado como ceguera”. La sociedad del cansancio con su propuesta de una vida positiva va creando un vacío interior que lleva a las personas a la depresión. A través de la depresión, muchos logran un contacto con su mundo interior que, de otro modo, no sería factible porque las preocupaciones por alcanzar el éxito terminan bloqueando cualquier intento de búsqueda interior y conexión consigo mismo. Resulta sumamente curioso como una propuesta que se presenta como un camino de bienestar termina convirtiéndose en el camino de nuestra esclavitud y, si no le prestamos la debida atención, de nuestra destrucción. Donde hay vacío, curiosamente, también aparece la envidia. Es difícil ver el mundo y sentir que no hacemos parte de él. Donde hay incapacidad para ver las cosas como son, para aceptarlas y seguir caminando está presente y actuando la depresión. Donde las personas se privan del disfrute sano y, por esa razón, tienen que recurrir a sucedáneos de la felicidad, la depresión está haciendo camino. Donde el contacto interior se ve con recelo y prejuicio, el terreno para la depresión está abonado. Las personas depresivas pierden la fuerza para hacer contacto con la vida y también para buscar dentro de sí las respuestas que los sanen; de ahí, la enorme necesidad de ser compasivos y pacientes con su sufrimiento. Muchos viven la depresión en silencio, les cuesta pedir ayuda o hablar de lo que les sucede por temor a ser juzgados o sentirse incomprendidos. Ante el depresivo, hay que actuar como Jesús que, siempre toma la iniciativa. Jesús es quien sale al encuentro del que sufre y le hace compañía hasta que, el otro se dispone a comprender lo que le sucede y se sana. Desde que Tú te fuiste no hemos pescado nada. Llevamos veinte siglos echando inútilmente las redes de la vida, y entre sus mallas sólo pescamos el vacío. Vamos quemando horas y el alma sigue seca. Nos hemos vuelto estériles, lo mismo que una tierra cubierta de cemento ¿Estaremos ya muertos? ¿Desde hace cuántos años no nos hemos reído? ¿Quién recuerda la última vez que amamos? Y una tarde Tú vuelves y nos dices: Echa la red a tu derecha, atrévete de nuevo a confiar, abre tu alma, saca del viejo cofre las nuevas ilusiones, dale cuerda al corazón, levántate y camina. Y lo hacemos sólo por darte gusto. Y, de repente, nuestras redes rebosan alegría, nos resucita el gozo y es tanto el peso de amor que recogemos que la red se nos rompe cargada de ciento cincuenta esperanzas. ¡Ah, Tú, fecundador de almas: llégate a nuestra orilla, camina sobre el agua de nuestra indiferencia, devuélvenos, Señor, a tu alegría (José Luis Martín Descalzo)Francisco Carmona
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