Una de las imágenes de la biblia que más cautivan mi atención es la zarza ardiente. En ese símbolo hay muchas cosas por descubrir. Una de ellas, es la que responde a la pregunta: ¿cómo puedo acercarme a Dios? Las respuestas son las siguientes: en primer lugar, permitiéndonos ver lo que siempre arde en nuestro corazón. Conectar con nuestros deseos y anhelos más profundos de compartir la vida con Dios, no sólo a través de nuestro actuar, sino también de nuestra forma de ser, de relacionarnos y de amar. En segundo lugar, quitándonos las sandalias que cubren nuestros pies, es decir, dejando atrás las ideas o creencias con las cuales hemos intentado proteger nuestro corazón de las heridas que el camino ha dejado en el alma. Lo vivido es sagrado. Aceptarlo, sentir que nos pertenece y, sobretodo, que Dios ha caminado junto a nosotros, siempre que se lo hemos permitido, durante años, es de vital importancia. En tercer lugar, acercándonos al fuego. Es decir, permitiéndonos acallar la mente y el corazón para contemplar el misterio que se revela ante nuestros ojos, cuando en medio del desierto, nos hacemos la pregunta más importante de la existencia: ¿Qué quiero hacer con mi vida?
Escribe Byung: “El fuego, liberado de los quehaceres prácticos, excita la fantasía. Se transforma en medio de la inactividad. El fuego encerrado en el calor del hogar fue sin duda para el hombre el primer tema de ensoñación, el símbolo del reposo, la invitación al descanso[…] renunciar a la ensoñación ante el fuego es renunciar al uso verdaderamente humano y primero del fuego[…] No se recibe el bienestar del fuego sino se colocan los codos sobre las rodillas y la cabeza entre las manos. Esta postura viene de lejos. El niño, cerca del fuego, la toma espontáneamente. No es por casualidad la actitud del pensador”. Moisés ante la zarza que arde, no puede hacer otra cosa que, contemplar el paso de Dios por su historia y, dejar que despierten los deseos dormidos en su corazón. Ante el fuego, el ser humano se siente invitado a contemplar. Nuestros deseos más profundos, los más auténticos, los que trazan nuestro destino, están, dice Xavier Quinzá, “debajo de mucho lodo y arena”. En la contemplación, la compuerta que contiene, lo que duerme en el corazón o yace sepultado por el temor, comienza a abrirse lentamente y, vamos conectando, con la fuente de la que nacen las fuerzas, que nos conectan con la vida. El libro de los proverbios invita: “Por encima de todo otro cuidado, guarda, hijo mío, tu corazón, porque de él brotan las fuentes de la vida” (4,23). La contemplación aviva el fuego interior, aquel que nos transforma, porque nos une a él, nos hace uno con él. El fuego envuelve el tronco, después, tronco y fuego son uno solo, ya no se sabe quien rodea a quien, quien posee a quien. Así, es como Moisés llega a sentir que, su corazón y el corazón de Dios son una sola y única cosa. El único interés que une a Dios y a Moisés es el deseo de ver liberado al pueblo de la esclavitud. De todo aquello que deshumaniza. Se dice que un río, después de haber recorrido un trayecto de montes y campos, llegó a las arenas de un desierto y, de la misma forma que había intentado cruzar otros obstáculos que había hallado en el camino, empezó a atravesarlo. Pero sucedió que se dio cuenta de que sus aguas desaparecían en la arena tan pronto entrara en ella. Aun así, estaba convencido de que su destino era cruzar el desierto, pero no hallaba la forma de hacerlo. Entonces oyó una voz que decía: El viento cruza el desierto y también lo puede hacer el río. Pero el viento puede volar y yo no. Soy absorbido por las arenas. Si te lanzas con violencia como has hecho hasta ahora -continuó la voz- no conseguirás cruzarlo. Desaparecerás o te convertirás en pantano. Debes dejar que el viento te lleve a tu destino. Pero ¿cómo es posible esto? Debes consentir ser absorbido por el viento. Esta idea no era aceptable para el río. Él nunca antes había sido absorbido y no quería perder su individualidad. ¿Cómo puedo saber con certeza si una vez perdida mi forma, la podré volver a recuperar? El viento cumple su función. Eleva el agua, la transporta a su destino y la deja caer en forma de lluvia. El agua vuelve nuevamente al río. Pero ¿no puedo seguir siendo siempre el mismo río que soy ahora? Tú no puedes, en ningún caso, permanecer siempre así -continuó la voz Tu esencia es transportada y forma un nuevo río. El río no lo veía claro, pero tampoco quería ser pantano o desaparecer. Así es que, en un acto de confianza, elevó sus vapores en los acogedores brazos del viento, quien, gentil y fácilmente, lo elevó hacia arriba y lejos, volviendo a dejarlo caer en la cima de una montaña, muchos kilómetros más allá. El río sorprendido, al fin entendió: Mi esencia es el agua, sea en el estado que sea. La transformación me ha permitido continuar siendo el mismo. Si no me hubiera transformado, me hubiera perdido. Escribe Xavier Quinzá: “Necesitamos reconciliarnos con nuestros mejores deseos porque son ellos los que nos pueden poner en la pista para saber de verdad quiénes somos. Somos lo que deseamos, lo que nos hace vivir y soñar, los anhelos más profundos del corazón. Lo que sucede es que no somos buenos espeleólogos de nuestras simas interiores, no sabemos bien cómo bucear en nuestras profundidades. Somos seres de deseo, no solamente seres que tienen necesidades. Vivimos como personas cuando abrimos espacios para el deseo en nuestras vidas. La fuente del deseo es el lugar interior de la persona, el corazón: ahí, es donde podemos descubrir los deseos más vitales sobre lo que somos y sobre lo que esperamos del mundo y de la vida. Lo que somos por dentro está configurado por nuestros deseos”. La contemplación es la experiencia que nos recuerda, una y otra vez, que vivir consiste en estar conectado con la fuente de nuestros deseos y anhelos más profundos, con Dios. La obligación de mantenernos productivos ahoga el alma. Cuando la actividad nos desborda, perdemos la conexión, no sólo con la fuente de la vida, sino también, de los deseos más profundos. El alma se escinde. Al respecto, escribe Xavier Quinzá: “Somos seres de deseo, no solamente seres que tienen necesidades. Vivimos como personas cuando abrimos espacios para el deseo en nuestras vidas. La fuente del deseo es el lugar interior de la persona, el corazón: ahí es donde podemos descubrir los deseos más vitales sobre lo que somos y sobre lo que esperamos del mundo y de la vida. Lo que somos por dentro está configurado por nuestros deseos. Y por eso es el hecho de desear y ser deseados lo que despierta en nosotros la experiencia de riqueza propia, de ser valioso para los otros, lo que nos mueve[…] La felicidad consiste, en gran medida, en sentir la intensidad de la otra persona cuando se despierta a la más alta forma de deseo: la de compartir lo mejor de sí con Dios y con otro ser humano”. La contemplación le da al alma el respiro que necesita para sentirse en comunión con todo lo que la rodea. El activismo es ciego a la verdad. Mientras estamos sumergidos en la actividad y no vemos nada más que las cosas que hacemos, perdemos el contacto con las cosas, con su función en nuestra vida y, de manera especial, con su razón de ser. Las cosas revelan su verdad cuando, apartados de todo juicio, las contemplamos como son y les damos el lugar que les corresponde en nuestro diario acontecer como seres que, andan buscando algo más grande con lo cual entrar en comunión. La actividad toca la verdad superficialmente; en cambio, la contemplación permite que, aquello que andamos buscando como dador de sentido, llegue a nuestras manos que, al estar abiertas, también están dispuestas para recibir y entregar. En la contemplación, podemos sentir el torrente de deseos que nos habitan, que llenan nuestra alma, que dan vitalidad a la existencia. Seguramente, Moisés desempeñándose como pastor sentía que su vida, a pesar de hacer algo importante para el sustento de la familia, carecía de valor y sentido. Nos dice Xavier Quinzá: “El deseo es una fuerza interior que nos saca de nosotros mismos. Vivir es desear. Lo que sucede es que los deseos nos confunden y desorientan. Nos encontramos como en un laberinto sin plano y sin guía. Además, repetimos con las personas el mismo esquema que con las cosas. Porque cuando deseamos cosas, partimos de que nos faltan, y por eso las deseamos: para tenerlas. Pero con las personas no es igual. Cuando deseamos a alguien, no es para que llene un vacío, sino para compartir lo que somos y tenemos. Sino, lo convertimos en un objeto más. En realidad, lo mejor es sabernos nosotros mismos deseables, y desde ahí, ponernos en contacto con lo mejor que somos. Descubrir a Dios como el ser que despierta nuestra deseabilidad personal es la alegría de sabernos sus amigos más queridos”. Que mi oído esté atento a tus susurros. Que el ruido cotidiano no tape tu voz. Que te encuentre, y te reconozca y te siga. Que en mi vida brille tu luz. Que mis manos estén abiertas para dar y proteger. Que mi corazón tiemble con cada hombre y mujer que padecen. Que acierte para encontrar un lugar en tu mundo. Que mi vida no sea estéril. Que deje un recuerdo cálido en la gente que encuentre. Que sepa hablar de paz, imaginar la paz, construir la paz. Que ame, aunque a veces duela. Que distinga en el horizonte las señales de tu obra. Todo esto deseo, todo esto te pido, todo esto te ofrezco, Padre (José María Rodríguez Olaizola, sj) Francisco Javier Carmona
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