Un Samurái, conocido por todos por su nobleza y honestidad, fue a visitar a un monje zen en busca de consejos. Cuando entró en el templo donde el maestro rezaba, se sintió inferior y pensó que a pesar de haber pasado toda su vida luchando por la justicia y la paz, no se había acercado al estado de gracia del hombre que tenía frente a él ¿Por qué me estoy sintiendo tan inferior? – preguntó al monje - Me enfrenté muchas veces con la muerte y defendí a los más débiles, no tengo nada de qué avergonzarme. Sin embargo, al verlo meditando, he sentido que mi vida no tenía la menor importancia. Espera. En cuanto haya atendido a todos los que me han buscado hoy, te daré la respuesta- dijo el monje. Durante todo el día el Samurái se quedó sentado en el jardín del templo. Las personas entraban y salían en busca de consejos y el monje atendía a todos con la misma paciencia y la misma sonrisa luminosa en su rostro. El estado de ánimo del Samurái iba de mal en peor, pues había nacido para actuar, no para esperar. Por la noche, cuando ya todos habían partido, insistió: ¿Ahora podrá usted enseñarme? El maestro lo invitó a entrar y lo llevó hasta su habitación. La luna llena brillaba en el cielo y todo el ambiente respiraba una profunda tranquilidad. ¿Ves esta luna, qué bonita es?, cruzará todo el firmamento y mañana el sol volverá a brillar. Solo que la luz del sol es mucho más fuerte y consigue mostrar los detalles del paisaje que tenemos por delante: nubes, árboles, montañas. He contemplado a los dos durante años, y nunca escuché a la luna decir "¿Por qué no tengo el mismo brillo que el sol? ¿es que quizás soy inferior a él? Claro que no - respondió el Samurái - la luna y el sol son dos cosas diferentes, cada uno tiene su propia belleza. No se pueden comparar. Entonces, ya sabes la respuesta. Somos dos personas diferentes, cada cual luchando a su manera por aquello que cree, y haciendo lo posible para tornar a este mundo mejor; el resto son solo apariencias.
Durante muchos años, he formado parte del grupo de personas que, al referirse a la muerte de Jesús ha dicho: “Murió solo, abandonado, rechazado y humillado”. Estas es una verdad a medias. El Evangelio de Juan nos dice: “Junto a la Cruz de Jesús estaban María, la madre de Jesús, la hermana de su madre y esposa de Cleofás, María Magdalena y Juan, el discípulo que Jesús amaba”. Hemos insistido tanto en el abandono que, pasamos por alto la compañía amorosa, compasiva y fiel de aquellos que, venciendo el miedo, decidieron permanecer fieles, al pie de la Cruz, hasta el final. De madrugada, cuando todavía estaba oscuro, María Magdalena va al sepulcro. Escribe José Antonio Pagola: “María Magdalena no huye, no traiciona ni miente sobre su compromiso, ella es fiel y, también testigo. Contamos una y otra vez las negaciones de Pedro a Jesús, mientras que el testigo constante e inquebrantable de María Magdalena ni siquiera se nombra. Antes que, enfatizar en el rechazo, ¿qué pasaría, si insistiéramos en la presencia que acompaña hasta el final, que nunca se fue, que siempre estuvo ahí y, por eso, fue testigo de que la vida que se sepulta y al otro día germina, florece y da fruto, como si fuera la más fértil de todas las semillas?” María Magdalena, la gran testigo de la resurrección del Señor, es la mujer del corazón roto. Su dolor le impide reconocer a Jesús. “Le dice Jesús: Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas? Ella, pensando que era el encargado del huerto, le dice: Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo me lo llevaré”. María sabe lo que es estar roto por dentro y, por eso, como nadie, puede sentirse cercana al corazón traspasado de Jesús. María, esta vez, está rota de amor por Jesús. Con Él, ella vivió el perdón, la dignidad profunda, el amor que restablece y, por fin, se sintió parte de un grupo y de un camino. Los evangelios de Pascua hablan mucho de María Magdalena. Ella es el arquetipo, la imagen del alma sanada por el Amor. María aprendió a amarse a sí misma cuando permitió que Jesús se acercara a ella y la liberara. El alma sufre porque no encuentra el amor que le dé sentido a su existencia. En Magdalena se resume todo lo que el alma puede hacer por Jesús y, en su nombre, por todos los que tienen el alma herida. María encarna a las almas que lloran a los pies de Jesús, a las enjugan con sus lágrimas sus pies y los secan con sus cabellos; también a las almas que, limpian el rostro ensangrentado y desfigurado de Jesús. Ella es la que siempre está dispuesta a cuidar, a acompañar, a sentir junto al otro su dolor y su soledad. María Magdalena es la mujer fiel que, permanece amando aun en medio del dolor y de la oscuridad. María Magdalena es la mujer que al pie de la Cruz sintió cada golpe, cada insulto, cada burla que Jesús recibió. María Magdalena es la que ve morir a Jesús confiando en el Padre y, siente que, algo de ella muere también con el ser que transformó su vida y la lleno de sentido. María Magdalena es la mujer que, en el momento más oscuro de la noche, en lugar de esconderse, sale a buscar a su amado, a su razón y, también su esperanza. Ella está dispuesta a dar la vida por lo que siente que es verdadero porque ve los resultados en su corazón. María Magdalena es la primera que ve al resucitado porque es también la que permaneció fiel hasta el final en lo fundamental: el amor que se entrega hasta el extremo En el otro lado de la escena hay otro personaje: Judas. La decepción resulta ser una carga muy pesada para el alma. El alma enceguece cuando sentimos que las cosas no son como las soñamos. A veces, en lugar de ir detrás del amor, vamos detrás de las quimeras de nuestros deseos; de ahí, la insatisfacción permanente y la búsqueda que nunca termina. Judas, en lugar del amor, busca restablecer las cosas desde otro lugar diferente, a la compasión y a la misericordia. Judas es la víctima de sus propias expectativas. El alma sufre enormemente cuando los besos son utilizados para traicionar y no para expresar gratitud, amor, alegría y acogida. La decepción arrastra a Judas y lo incapacita para ver el nuevo rostro de Dios encarnado en Jesús. El final trágico de Judas sólo tiene una explicación. La muerte sobreviene porque la razón inunda el alma y la incapacita para amar. Lisímaco Henao escribe: “Muchos suicidios se deben al exceso de lógica, algo completamente contrario, a lo que la gente suele asociar con la locura, aunque puede serlo. La lógica racional sólo puede contener un monto limitado de emocionalidad, ayuda por períodos limitados de tiempo. Al parecer la pura razón, contrario a lo que se nos prometió hace relativamente poco, no logra regular el todo que somos. Nos ha regalado avances científicos y técnicos y es una manera de operar, sobre todo en el mundo exterior, que debemos promover y enseñar a nuestros hijos, pero finalmente, si se transforma en el sueño único de la humanidad puede limitarnos seriamente. El sueño de la razón produce monstruos, como escribió Goya en su pintura. El vivir implica (además de una dosis justa de racionalidad), una relación profunda con el simbolismo, relación que nos permite tolerar, y aceptar, el impacto tremendo de lo más subterráneo en nosotros. Esa relación crece con las espiritualidades (no fanáticas), el arte, el vínculo con la comunidad, la atención a los sueños, a lo inconsciente en general y a todos los demás fenómenos de la naturaleza”. Que en el momento más oscuro de la vida podamos tener la valentía de resistir a la tentación de dejarnos arrastrar por la decepción y, terminar renunciando a la vida en las múltiples formas que existen de hacerlo. Que podamos contar con la mirada compasiva de Jesús que nos recuerda: “es más grande mi amor por ti, que tus faltas y fracasos”. Que sepamos abandonar la confianza ciega en nuestras creencias, instituciones y dogmas para abrir el corazón al amor que no hace cálculos para entregarse. Que sepamos abrazar nuestra oscuridad y confiarnos al corazón traspasado del que sabemos que siempre nos ama. Que sepamos pedir siempre: “Señor, si quieres devuélveme la vista y también la pureza del corazón”. En lugar de encerrarnos en las criticas, que sepamos aceptar que Jesús es el Pan que nos da la vida y, así, resolver los conflictos desde la fuerza del amor y no desde la decepción. Que, en el momento de mayor oscuridad, sepamos decir: “Devuélvenos, Señor, la Alegría” Tal vez el mundo sea bello, cuando el sol claro lo ilumina, pero yo sé que hay hombres tristes como la lluvia gris y fría. Yo sé que hay hombres sobre cuyas almas pasó de Dios quizá la sombra un día. Pasó, y hoy queda sólo ausencia en donde la tristeza brilla. Hombres tristes en todos los caminos con la tristeza pensativa. Tal vez la aurora sea pura, el aire delicado, claro el día. Mas muchos hombres hay como la lluvia oscura e infinita. Escúchame, Señor. Mi voz hoy sólo tiene palabras de melancolía. Sobre la tarde inmensa cae la lluvia monótona, fría. Señor ven y devuélveme con tu Luz, la alegría (Carlos Bousoño)Francisco Carmona
0 Comentarios
Dejar una respuesta. |
Una producción de Francisco Carmona para acompañar a quienes están en busca de su destino.
Visita los canales de podcast en la plataforma de spotify y reproduce todos los episodios.
Haz parte de nuestro grupo de suscriptores y recibe en tu WhatsApp la reflexión diaria.
Escanea o haz clic en el siguiente enlace
Filtrar Contenido
Todos
|