En el libro “razones desde la otra orilla”, José Luis Martín Descalzo escribe: “Yo estoy seguro de que los hombres no servimos para nada, para casi nada. Cuanto más avanza mi vida, más descubro qué pobres somos y cómo todas las cosas verdaderamente importantes se nos escapan. En realidad es Dios quien lo hace todo, quien puede hacerlo todo. Tal vez nosotros ya haríamos bastante con no enturbiar demasiado el mundo. Por eso, cada vez me propongo metas menores. Ya no sueño con cambiar el mundo, y a veces me parece bastante con cambiar un tiesto de sitio. Y, sin embargo, otras veces pienso que, pequeñas y todo, esas cosillas que logramos hacer podrían llegar a ser hasta bastante importantes”. Es el mismo autor, quien en otro texto, compara nuestra vida con el recorrido que hace el sol. Así, como el sol, en el atardecer, se prepara para morir, el ser humano, después de la mitad de la vida tiene delante de sí la tarea de reconciliarse consigo mismo, con todo lo que ha vivido, realizado y dejado de realizar y aceptar que, un día morirá. Mientras más nos resistimos a la idea de que, un día vamos a morir, más dificultades tenemos para disfrutar la vida. Los que viven de prisa, los que desean experimentar todo, los que creen que el éxito es el que define sus vidas, los que ponen su atención en aquellas cosas que el mundo les ofrece, terminan viviendo sin disfrutar su existencia. Suca Baldor, hablando del proceso de duelo, dice: “El aceptar que la muerte va a llegar algún día, nos permite disfrutar de la vida, no perder el tiempo en momentos que no lo merecen y sobre todo aprovechar cada segundo que pasamos con los nuestros. Celebra la vida y espera con tranquilidad la muerte”. Muchos dejan de seguir su propia vida, porque abrazan proyectos ajenos, con la convicción de que, al hacerlo, vivirán más y serán más felices porque los demás los habrán reconocido.
Una vez un miembro de la tribu se presentó furioso ante su jefe para informarle que estaba decidido a tomar venganza de un enemigo que lo había ofendido gravemente. ¡Quería ir inmediatamente y matarlo sin piedad! El jefe lo escuchó atentamente y luego le propuso que fuera a hacer lo que tenía pensado, pero antes de hacerlo llenara su pipa de tabaco y la fumara con calma al pie del árbol sagrado del pueblo. El hombre cargó su pipa y fue a sentarse bajo la copa del gran árbol. Tardó una hora en terminar la pipa. Luego sacudió las cenizas y decidió volver a hablar con el jefe para decirle que lo había pensado mejor, que era excesivo matar a su enemigo pero que si le daría una paliza memorable para que nunca se olvidara de la ofensa. Nuevamente el anciano lo escuchó y aprobó su decisión, pero le ordenó que ya que había cambiado de parecer, llenara otra vez la pipa y fuera a fumarla al mismo lugar. También esta vez el hombre cumplió su encargo y gastó media hora meditando. Después regresó a donde estaba el cacique y le dijo que consideraba excesivo castigar físicamente a su enemigo, pero que iría a echarle en cara su mala acción y le haría pasar vergüenza delante de todos. Como siempre, fue escuchado con bondad pero el anciano volvió a ordenarle que repitiera su meditación como lo había hecho las veces anteriores. El hombre medio molesto, pero ya mucho más sereno, se dirigió al árbol centenario y allí sentado fue convirtiendo en humo, su tabaco y su bronca. Cuando terminó, volvió al jefe y le dijo: Pensándolo mejor veo que la cosa no es para tanto. Iré donde me espera mi agresor para darle un abrazo. Así recuperaré un amigo que seguramente se arrepentirá de lo que ha hecho. El jefe le regaló dos cargas de tabaco para que fueran a fumar juntos al pie del árbol, diciéndole: Eso es precisamente lo que tenía que pedirte, pero no podía decírtelo yo; era necesario darte tiempo para que lo descubrieras tú mismo. La fe en Cristo es uno de las mayores tesoros que la vida nos ofrece a cada uno de nosotros. Pasarán, sin duda, muchos años, hasta que, descubramos el valor que tiene la fe. Al suceder algo así, es posible que, salgamos a vender nuestras posesiones más valiosas para comprarnos el tesoro donde se encuentra, se vive, se alimenta y se celebra la fe. Al descubrir el valor de la fe, de seguro, que el deseo de ser alguien en la vida, el afán de sentirnos reconocidos, amados y valorados por los demás, el querer estar por encima de los demás, entre otros, perderán todo su valor. A Constelaciones vino una mujer diciendo: “La sola idea, de que mi hermana se quede con toda la herencia, me quitó el sueño y lleno mi vida de ansiedad”. En ese instante, recordé las siguientes palabras del evangelio de Lucas. “Uno de la gente le dijo: Maestro, dile a mi hermano que reparta la herencia conmigo. Él le respondió: ¡Hombre! ¿quién me ha constituido juez o repartidor entre vosotros? Y les dijo: Mirad y guardaos de toda codicia, porque, aun en la abundancia, la vida de uno no está asegurada por sus bienes”. La fe, cuando ha alcanzado la madurez, es el camino que nos conduce al amor. Berney Ulate, carmelita, escribe: “Para San Juan de la Cruz, el amor es el inicio del itinerario espiritual”. El deseo de un amor verdadero y profundo nos lleva a la fe. En el alma de todo ser humano está presente el anhelo de ser amado. Sabemos que, sin amor la vida no vale la pena ser vivida. Difícilmente, una persona que sienta el amor en su corazón, pensará en terminar con su vida. El amor llena de sentido nuestra vida y, cuando amamos, descubrimos que lo hacemos por la fe. Quien le abre las puertas de su corazón a Cristo termina sirviendo al amor como el principal propósito de su existencia. Donde hay amor, las personas terminan sintiéndose realmente bendecidas por Dios. Sabemos que, Dios es amor. Quien se refiera en otros términos a Dios: castigo, abandono, condena, exclusión, etc., tiene en su corazón una imagen del amor herido, pero no tiene la imagen del verdadero amor, ese amor que, en la Cruz perdono a los que lo maltrataban e injuriaban y acogía a quien, habiéndose equivocado en la vida, en sus relaciones, en su proyecto existencial, aún deseaba entrar en el Reino de Dios. Dios es, ante todo, amor que se hace compasión y misericordia frente al ser humano que, herido está agonizando en el camino. La disociación y la escisión del alma son obra del pecado y la integración psíquica son obra del amor. Mientras que el dolor intenta hundirnos y arrastrarnos hacia el mal, el amor nos rescata y devuelve a la vida. De nuevo, escribe Berney: “El amor de Dios es un amor que se desborda hasta el punto de salir de sí mismo de la forma más creativa posible, un amor que se abre camino en el vientre de María para hacerse uno con la humanidad, así como ya es uno con la Trinidad”. Para San Juan de la Cruz el amor brota de Dios, del corazón, no viene de afuera. Solo quien ha hecho el esfuerzo por reconciliarse consigo mismo, con su historia, con su origen, ve como el amor crece en el jardín de su alma. De Dios sólo brota el amor porque Dios es amor. Todo lo que es contrario al amor tiene su fuente, su origen, en algo distinto a Dios. Ser hombres y mujeres de fe significa reconocerse como seres permeados por el amor. Quien siente que, su vocación es el amor, está lleno de Cristo. San Juan de la Cruz lo expresa en las siguientes palabras: “En los amores perfectos esta Ley se requería: que se haga semejante el amante a quien quería; que la mayor semejanza más deleite contenía”. Para revelarnos que su amor es perfecto, Dios tomo nuestra carne en el seno de María. El que ama asiente a la realidad del amado y quien se siente amado, se transforma para acoger a su amante. Dios tomó nuestra carne, para que nosotros tomáramos su divinidad. De esta forma, el amor es un ciclo completo La santidad, la perfección de la vida, consiste en descubrir que la meta de nuestra existencia no es otra que el amor. Para amar nacimos y será amando, como muchos deseamos, encontrar la muerte. Berney escribe: “Nuestro fin es el amor. De este modo, se comprende el vacío que brota en tantos corazones solos de nuestra sociedad individualista. Una persona que no ama o, al menos, que no tiene la esperanza de encontrar el amor, es una persona enferma, vacía, sin una meta. El amor nos da un rumbo, orienta nuestra vida y da sentido a cada una de nuestras decisiones. Será entonces el amor, la única Ley en la que cada uno de nosotros podrá ser examinado al final de nuestra vida. A la hora de la tarde, cuando el sol ya está declinando, antes de ocultarse para dar paso a la noche, seremos examinados en el amor. Amar a Dios como queremos ser amados, amar a Dios como Él quiere ser amado es un ejercicio constante de nuestra vida. Quien ama a Dios, si lo hace de corazón, terminara amando su obra. Nadie puede decir que ama a Dios, si desprecia, calumnia o maltrata a su hermano. Si el amor no se fortalece, se debilita. La fe es la fuerza que mantiene sana nuestra disposición de amar. El que tiene fe mantiene sus puertas abiertas a Cristo. Quien pierde la fe, quien se desanima ante la realidad que vive, quien se encierra en sí mismo, deja de ver a Cristo y, en consecuencia, deja de ver en el amor la meta última de su vida. Sin Cristo, muchas obras en favor del otro, pueden terminar convertidas en obras que ensalzan el ego y alimentan el egoísmo. La meditación profunda en la vida de Jesús, el maestro en el camino del amor, y la escucha atenta del Espíritu Santo, logramos que el amor tome carne en el corazón. La vida es, pues, un ejercicio de amor. Sólo Dios puede dar la fe, pero tú puedes dar tu testimonio. Sólo Dios es el autor de toda esperanza, pero tú puedes ayudar a tu amigo a encontrarla. Sólo Dios es el camino, pero tú eres el dedo que señala cómo se va a él. Sólo Dios puede dar el amor, pero tú puedes enseñar a otros como se ama. Dios es el único que tiene fuerza, la crea, la da; pero nosotros podemos animar al desanimado. Sólo Dios puede hacer que se conserve o se prolongue una vida, pero tú puedes hacer que esté llena o vacía. Sólo Dios puede hacer lo imposible; sólo tú puedes hacer lo posible. Sólo Dios puede hacer un sol que caliente a todos los hombres; sólo tú puedes hacer una silla en la que se siente un viejo cansado. Sólo Dios es capaz de fabricar el milagro de la carne de un niño, pero tú puedes hacerle sonreír. Sólo Dios hace que bajo el sol crezcan los trigales, pero tú puedes triturar ese grano y, repartir ese pan. Sólo Dios puede impedir las guerras, pero tú pues no reñir con tu mujer o tu hermano. Sólo a Dios se le ocurrió el invento del fuego, pero tú puedes prestar una caja de cerillas. Sólo Dios da la completa y verdadera libertad, pero nosotros podríamos, al menos, pintar de azul las rejas y poner unas flores frescas en la ventana de la prisión. Sólo Dios podría devolverle la vida del esposo a la joven viuda; tú puedes sentarte en silencio a su lado para que se sienta menos sola. Sólo Dios puede inventar una pureza como la de la Virgen; pero tú puedes conseguir que alguien, que ya las había olvidado, vuelva a rezar las tres avemarías. Sólo Dios puede salvar al mundo porque sólo Él salva, pero tú puedes hacer un poco más pequeñita la injusticia de la que tiene que salvarnos. Sólo Dios puede hacer que le toque la lotería a ese pobre mendigo que tanto la necesita; pero tú puedes irle conservando esa esperanza con una pequeña sonrisa y un “mañana será”. Sólo Dios puede conseguir que reciba esa carta la vecina del quinto, porque Dios sabe que aquel antiguo novio hace muchos años que la olvidó; pero tú podrías suplir hoy un poco esa carta con un piropo y una palabra cariñosa. En realidad, ya ves que Dios se basta a sí mismo, pero parece que prefiere seguir contando contigo, con tus nadas, con tus casi -nadas (José Luis Martín Descalzo)Francisco Carmona
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