La totalidad de la vida, dice Santo Tomás, esta ordenada para que, en algún momento, dejemos la actividad y alcancemos la contemplación. El desasosiego, andar de un lado para otro, vivir angustiados y prisioneros de la ansiedad, no es nuestro destino. Donde el activismo nos consume, el ser está ausente. Solo cuando somos conscientes de nosotros mismos, podemos reconocernos como realmente somos: un don. El ser, dice Thomas Merton, no cuesta nada, no viene etiquetado, tampoco tiene precio; se da simplemente. En la inactividad, a la que nos conduce la contemplación, aprendemos que dependemos de Dios y que Dios es nuestra vida. Así, es como llegamos a sentirnos amados por Dios. El afán con el que hemos podido vivir durante años termina disponiéndonos, a través de las diferentes circunstancias por las que atravesamos, para entregarnos a la contemplación, para descubrir la verdad que somos: un don de Dios. En la contemplación, podemos alcanzar el Sí absoluto que requiere descubrir que, todo lo que somos proviene de Algo, sin duda, mucho más grande que nosotros. Recibir la vida, dice Thomas Merton, consiste en vivir desde la consciencia de reconocer que, lo que somos viene desde adentro. Para la semilla es importante saber que dentro de ella habita el ciprés y para el ciprés que todo lo que es y está alcanzando a ser, estuvo antes, contenido en la semilla. En este sentido, nada es merecido, todo es dado y entregado desde el amor.
Chang Chuang, el maestro de Lao Tsé estaba enfermo. Lao Tsé fue a visitarle y dijo a Chang Chuang: ¡Estás muy enfermo, maestro! ¿No tienes nada que decir a tu discípulo? ¿Mi lengua aún está ahí? ¡Está!, respondió Lao Tsé ¿Mis dientes están ahí?, preguntó el anciano. ¡No!, replicó Lao Tsé. ¿Y sabes por qué?, preguntó Chang Chuang. ¿No será que la lengua dura más tiempo por ser más blanda? ¿Y que los dientes, por ser duros, por ser rígidos, se caen antes?, contestó Lao Tsé. ¡Sin duda!, dijo Chang Chuang – acabas de resumir todos los principios relativos al mundo ¡No necesitas más mis enseñanzas! El afán de alcanzar la perfección, no es otra cosa que, la expresión de la ignorancia profunda en la que habitamos. El ser humano está lleno de contradicciones y contrariedades. Las personas miedosas siempre están con la mirada puesta en el error, por eso, hacen todo lo que está a su alcancé por evitarlo. La rigidez con la que vive el temeroso habla del sentimiento que lo habita: el cambio es una amenaza. Bellamente, enseña la tradición Marianista: “Para conocer a Dios, es necesario, bajar a lo más profundo de nosotros mismos y, dejarnos envolver, habitar, por el Misterio que allí se esconde”. El Misterio es el único que tiene la capacidad y la fuerza para transformar realmente nuestra psique. La relación con Dios, que habita en nuestro corazón, es la fuerza que nos hace criaturas nuevas. De ahí que, el hombre que nunca muere es aquel que vive de la fe que nace del corazón. Frente al ser perfecto, sin faltas, dice Byung, “sólo son posibles la contemplación y la alabanza”. El que anda por la vida reclamando lo que merece, no ha sabido vivir desde la gratuidad del amor que lo engendró y, cada día, lo alimenta y lo sostiene. En el reino de Dios, ¿qué haremos? Cinco cosas: descansaremos eternamente, celebraremos, contemplaremos, amaremos y alabaremos. Añade san Agustín: “La contemplación y el amor se vuelven una sola y única cosa. Sólo donde está el amor los ojos se abren”. Quienes saben descansar, celebrar, agradecer, contemplar, amar y alabar reconocen que, el Reino de Dios está en ellos y a su alrededor. Recordemos que, el afán de producción nos aleja del ser y, en el no-ser experimentamos que Dios nos abandonó y las puertas de su reino están cerradas para nosotros. Sentarnos y contemplar, resulta muchas veces, más seguro que el Dios detrás del cual vamos cuando nos perdemos en la actividad, el afán y la vanidad. La espiritualidad cristiana, desde san Agustín, enseña que, quien es capaz de alabar, de agradecer y de festejar también es capaz de ser. En la medida que, nos vamos quedando atrapados en el activismo, en las preocupaciones de la vida diaria, no sólo nos vamos estresando sino que también vamos perdiendo la capacidad festiva. Dice Byung: “canta y celebra la plenitud del ser. En la alabanza, el poeta alcanza su tranquilidad festiva y contemplativa”. Con respecto a lo anterior, el poeta Rilke escribe: “uno cuya misión es celebrar, surgió igual que el bronce del silencio, de la roca. Su corazón, es un lugar, donde nada perece porque de allí brota el vino que eleva al infinito a los humanos. Jamás le faltará junto al polvo la voz, si el ejemplo divino le acomete. Todo se vuelve viña, todo uva, maduro en su sensible melodía”. El que contempla, celebra En la espiritualidad existen tiempos para celebrar. En la liturgia, las celebraciones especiales se llaman solemnidad. El sentimiento de fiesta y solemnidad son la forma de mostrar lo que es capaz de vivir el ser que, descendiendo a lo profundo de sí mismo, se deja envolver por el Misterio que habita en él y se constituye en su centro. La fiesta ilumina el mundo, le da sentido y proporción. En las solemnidades, la liturgia invita, ante todo, a contemplar; de ahí, que todo se viva en silencio, recogimiento y fiesta. Dice Byung: “La fiesta indica el sentido de la existencia cotidiana, la esencia de las cosas que rodean al ser humano y de las fuerzas que actúan en su vida”. La fiesta indica que, la humanidad reconciliada, es capaz de contemplar cómo la vida se manifiesta. Mientras que, el estrés del trabajo desconecta y agota a las personas, les impide sentirse a gusto, las arrastra a la ausencia del ser, la contemplación, la fiesta, la inactividad hacen que el ser se manifieste. Cuando el ser humano reposa, no solo contempla, sino que, se hace capaz de trascender. Después de la contemplación en el Monte Tabor, Pedro dice: ¡Qué bueno sería, permanecer aquí, todo el tiempo de vida que nos queda! La fiesta, la celebración y la contemplación conectan al ser humano con lo esencial, con su interior; por eso, Jesús, después del reencuentro consigo mismo, dice a los discípulos: ¡vamos, Jerusalén, nos espera, todavía queda camino, antes de la pascua definitiva! En la contemplación, en la fiesta, en la alabanza sólo queda un sentimiento: estamos en comunidad de sentimientos con nosotros mismos, como señala Byung. Que no te vea, Señor, solo en lo pobre, que no te vea, Señor, solo en la sabiduría. Que te vea, en todo y en todos, sin hacer excepción. Que te deje entrar en mi sencilla habitación, muchas veces desordenada, sucia y vacía. Transfórmame por dentro, conduce mi corazón por el camino de la vida, una vida que se presenta apasionante, llena de Ti y de otros. Necesito de la alegría de saberte nacido, de saberte conmigo, para poder ser esperanza en medio de un mundo tan vacío de ella. Conviérteme, Señor a tu pobreza, sencillez y misericordia. Yo, te espero con mi humilde pesebre, y te lo ofrezco para que nazcas en él. Solo te pido que no dejes de mirarme. Solo quiero ver tu sonrisa de niño. Solamente, Señor, no me dejes solo (Pablo Sánchez) Francisco Javier Carmona
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