El Desierto puede simbolizar la sensación interna de no saber qué hacer con la propia vida. El profeta Elías va al desierto cuando recibe la noticia de que la reina Jezabel desea acabar con su vida. Uno de los sentimiento más profundos que lo acompañan está relacionado con el deseo de encontrar la muerte, de poner fin a su vida porque siente que Dios le abandono. Hace poco, una persona se confesaba diciendo: “Desee terminar con mi vida, un día que sentí que Dios me había dejado sola en medio de la dificultad y la crisis”. Un sacerdote muy cercano decía: “En el momento mayor de dificultad que tuve, sentí tanta impotencia, que pensé, no sólo en dejar el sacerdocio, la fe, sino también esta vida, ¡me sentía profundamente miserable!” Con frecuencia, encuentro en retiros y en consulta personas que se dicen a sí mismas: “¡Tiene que haber algo malo en mí, la vida no fluye!” Estas reacciones son propias de todo aquel que siente, en lo más profundo de su ser que, perdió la confianza en la vida y, por esa razón, no se siente seguro. Al respecto, escribe Samuel García: “Hay etapas en las que sentimos a Dios tan cerca, que nuestro corazón rebosa de alegría y gratitud. Pero también hay momentos cuando Dios parece tan distante y nos sentimos tan solos, que el alma no parece dar frutos. La vida en la fe se describe, en general, como un peregrinaje en el desierto hacia la ciudad celestial; sin embargo, durante la misma también enfrentamos otros desiertos. Hay momentos oscuros en nuestra vida que podemos catalogar como desiertos espirituales”.
El desierto es un lugar donde la soledad reina. Muchas personas se mueren de miedo cuando piensan que tienen que enfrentar la soledad. En el Desierto, se pasa hambre, se tienen tentaciones, se sufren crisis muy profundas, hay momentos de nebulosidad muy intensos. Estos movimientos, a veces turbulentos, generan mucha incertidumbre en el alma, confusión en el corazón y parálisis en el espíritu. En el Desierto el ser humano se desprende de las imágenes que tiene de sí mismo y de Dios, descubre la falsedad que hay en ellas y la necesidad de purificarlas, desprendiéndose de aquellas características que están más en sintonía con sus propios complejos que, con la esencia misma de Dios. La soledad del Desierto es la oportunidad para encontrar la verdad que habita en el corazón y que puede ser ignorada por el deseo de seguir la propia voluntad antes que, la divina. Cierto día, dos hombres que se encontraron en la ruta caminaban junto hacia Salamis, la Ciudad de las Columnas. Al mediodía llegaron hasta un ancho río sin puente para cruzarlo. Debían nadar o buscar alguna otra ruta que desconocían. Y se dijeron: Nademos. Después de todo el río no es tan ancho. Y se zambulleron y nadaron. Y uno de los hombres, el que siempre supo de ríos y rutas de ríos, de pronto, en el medio de la corriente, comenzó a perderse y a ser arrastrado por las impetuosas aguas; mientras, el otro, que nunca antes había nadado, cruzó el río en línea recta y se detuvo sobre un banco. Entonces, viendo a su compañero luchando aún con la corriente, se arrojó otra vez al agua y lo trajo a salvo hasta la orilla. Y el hombre que había sido arrastrado por la corriente dijo: ¿No habías dicho que no podías nadar? ¿Cómo es que cruzaste el río con tanta seguridad? Amigo -explicó el segundo hombre-, ¿ves este cinturón que me ciñe? Está lleno de monedas de oro que gané para mi esposa y mis hijos, todo un año de trabajo. Es el peso de este cinturón el que me condujo a través del río, hacia mi esposa y mis hijos. Y mi esposa y mis hijos estaban sobre mis hombros mientras yo nadaba. Y los dos hombres continuaron su camino juntos hacia Salamis. En el Desierto muere una imagen de Dios y, al mismo tiempo, nace una nueva, diferente a la anterior. Recordemos que, por imagen se entiende la forma como organizamos interiormente una experiencia vivida. Al respecto, escribe Gisbert Greshake: “Dios mismo dirige el alma a un páramo dentro de ella misma y habla él mismo en su corazón”. Lo que Dios quiere, cuando nos conduce al Desierto, no es que huyamos del contacto con el mundo, sino que nos convirtamos nosotros mismos en Desierto; es decir que, aprendamos a renunciar a todo aquello, que impide que nuestro ser auténtico y verdadero se manifieste porque está atrapado en el apego a cosas que, en lugar de acercarnos a la verdad, nos llenan de dudas y arrastra hacia la incertidumbre. El Desierto define la soledad en la que el alma se encuentra cuando entra en la noche oscura que, la infidelidad a sí mismo, a la vocación o a la misión provocan. El alma solitaria experimenta el vacío, la pobreza y la condición indigente que el pecado crea en ella. El Maestro Eckhart enseña que le Desierto es Dios mismo. Cuando entramos en relación con Dios desde el lugar de la autenticidad, nos damos cuenta que, Dios es vacío, soledad, silencio, encuentro, comunicación, acogida, verdad, fidelidad, amor y sentido. Entrando en relación con Dios, que es Desierto, aprendemos a hacernos también desierto como Él. El desierto es pues, el misterio mismo de la unidad y la consciencia sobre la que construimos la verdad o identidad sobre nosotros mismos. Cuando el Maestro Eckhart caracteriza a Dios como desierto nos está diciendo que, antes de la Creación Dios todavía no es Dios. Mientras existe la nada, Dios no logra manifestarse como Dios. Una vez, que la Creación se realiza entonces, Dios se convierte en su fundamento, en su razón de ser; en ese momento, Dios puede manifestarse como lo que es. Cuando Dios puede diferenciarse de todo lo que existe, cuando tiene un lugar en la Creación, se convierte en desierto; es decir que, la realidad existencial de Dios, según la comprende el alma, no es otra que, ser el fundamento de todo lo que existe. Por su condición de criatura, la creación entera tiene a Dios como destino. Dios es Desierto porque de Él provienen todas las criaturas y a Él están destinadas a retornar. Para que el ser humano, una vez que ha logrado la conexión con Dios pueda convertirse en Desierto, es necesario que supere tres cosas. La primera, la corporeidad. El cuerpo es el templo del Espíritu. Cuando el ser humano se queda encerrado en su corporeidad, se limita a sí mismo y, termina empobreciéndose. El cuerpo sirve al Espíritu y éste al cuerpo, de la relación armoniosa entre ambos, hace posible que se dé el crecimiento y la madurez. La segunda, la pluralidad. El alma está invitada a la comunión y a la comunidad. Estar aislada, en lugar de ser algo saludable para el alma, termina enfermándola y distorsionando su realidad profunda. La tercera es la temporalidad. Sin Dios, el ser humano se queda sin ver la función que la trascendencia cumple en su vida y cómo al dotarnos de sentido permite que comprendamos, sin temor, la finitud de nuestra existencia. Tan pronto, como el alma sigue a Dios hasta el desierto, encuentra el objeto real de su búsqueda, de su amor y de sus propias fatigas. Nadie está solo, aunque a veces lo parece, y te sientes herido, o se te rompe la entraña. Si se te pierde la risa, y se te callan los versos. Aunque te duela la historia y te amenace el presente, se te atraviesen los miedos o se oscurezca el futuro… Es verdad que sí, que hay días grises, en que el silencio atormenta, y oprime. Hay momentos en que la distancia es nostalgia y ausencia. Hay abrazos extraviados esperando un encuentro. Hay miedos que anuncian naufragios y derrotas que parecen finales. Pero nadie está solo, aunque a veces lo parezca. Tu Palabra no se marcha y Tu espíritu nos une, fluye, infatigable, entre nosotros. Despertando el Amor dormido, vistiéndose de servicio, llamándonos prójimos, y trenzando, en nuestros días, inesperados afectos que se convierten en hogar. Aunque hoy nos llueva dentro (José María Rodríguez Olaizola sj) Francisco Javier Carmona
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