El Dios que se encuentra cuando vamos al desierto es un Dios que nos libera de nuestras esclavitudes y nos protege de todos los peligros. En la consulta, he ido aprendiendo que, cuando la gente siente espíritus que los molestan, energías extrañas que mueven cosas, voces misteriosas que asustan o invitan a realizar cosas que, en muchas ocasiones atentan contra la vida y la dignidad. Esto sucede, no porque haya alguien haciéndo daño a través de la brujería u otras artes sino porque estamos reprimiendo algo auténtico de nuestro ser. Muchos terminan enojados, abrumados o frustrados cuando un adulto, por la razón que sea, los desanima, desautoriza, niega apoyo u obliga a ir por un camino diferente al que su ser invita a seguir. Muchos temen a realizar su vocación por temor a las resistencias que encuentran en el mundo de los adultos, en el sistema familiar. En el libro del principito, por ejemplo, el aviador cuenta que de niño quiso pintar. Como lo hacía mal, los adultos le aconsejaron estudiar matemáticas, geografía y otras cosas que fueran más útiles para la vida. Cuando el principito aparece, lo primero que le pide al aviador es que haga un dibujo. A veces, los adultos pecamos por falta de empatía. Un maestro de dibujo, con toda seguridad, habría hecho bien en el alma del aviador. En el desierto van apareciendo los demonios que nos han acompañado durante un largo trayecto de nuestra vida. Podemos sucumbir ante la fuerza con la que estos demonios aparecen y, en lugar de asentir a la vida, dedicarnos a reprocharnos y a juzgar a los adultos por su falta de cercanía, empatía, entrega y, quien sabe que otras cosas más. Los demonios vienen a nuestro encuentro para dialogar con nosotros, para ser vistos, para ser integrados en la vida, en el alma y, de esta forma, convertirse en fuerzas sanadoras que, al darnos su energía, hacen posible nuestra autorrealización. Para que todo esto suceda, es necesario que, haya un deseo de conexión con Dios. El acompañamiento de Dios asegura nuestra victoria sobre los demonios.
¿No puedes hacer algo con respecto a este reloj, mulá Nasrudín? ¿Qué? Bueno, nunca está bien, nunca marca la hora correcta... cualquier cosa que hicieras sería una mejora al respecto. El mulá Nasrudín tomó un martillo y lo golpeó con él. Y el reloj se detuvo. Tienes razón, ¿sabes?, dijo Nasrudín. Esto realmente constituye una mejora. Yo no quise decir literalmente cualquier cosa. ¿Cómo puede estar mejor ahora que antes? Bueno, verás, antes de que yo lo detuviera nunca estaba correcto. Ahora está correcto dos veces al día, ¿no es verdad? En el libro del Deuteronomio está escrito un bello recuerdo del pueblo de Israel. “Durante cuarenta años, dice el Señor, te acompañe, estuve contigo, sin que nunca te haya faltado nada” (Dt 2,7) Si algo está probado en toda la Escritura es la fidelidad de Dios. Bajo ninguna circunstancia, Dios nos abandona ni se aparta de nosotros; menos aún, nos deja en manos de nuestros enemigos. La resurrección es la mayor muestra de fidelidad de Dios. Incluso cuando los enemigos parecen vencer y la oscuridad canta victoria, Dios viene en nuestro auxilio, nos rescata, nos sana y restaura nuestra vida. Existe en la Iglesia católica una oración que dice: “Que nunca, nada ni nadie, me separe jamás de Ti”. La protección se encuentra en Dios, nunca fuera de Él. En el desierto, también encontramos a un Dios que educa, que da forma al corazón de su pueblo que, en el proceso de ser libre, una y otra vez se rebela contra Dios, se aparta de él, le reclama, busca refugio en otros dioses e intenta poner a prueba el amor de Dios. Hay momentos, en los que Dios tiene que actuar con fuerza y poner límites. Aunque la libertad forma parte de nuestro destino, cuesta mucho tomarla y vivir en coherencia con ella, no en vano, Erich Fromm habló del miedo a la libertad. En el interior del ser humano, se libra una lucha entre fuerzas contrarias que intentan imponerse y convertirse en el timonel de la existencia humana. La incapacidad de conciliar con estas fuerzas hace que el ser humano esté en una continua incertidumbre. Sólo en la medida, que sea capaz de llevar luz sobre la intención de dichas fuerzas, puede el ser humano alcanzar la paz y armonía interior. Pico della Mirándola en su texto Oratio de hominis dignitate escribe: “No te di, Adamo, ni un puesto determinado ni un aspecto propio ni función alguna que te fuera peculiar, con el fin de que aquel puesto, aquel aspecto, aquella función por los que te decidieras, los obtengas y conserves según tu deseo y designio. La naturaleza limitada de los otros se halla determinada por las leyes que yo he dictado. La tuya, tú mismo la determinarás sin estar limitado por barrera ninguna, por tu propia voluntad, en cuyas manos te he confiado. Te puse en el centro del mundo con el fin de que pudieras observar desde allí todo lo que existe en el mundo. No te hice ni celestial ni terrenal, ni mortal ni inmortal, con el fin de que, casi libre y soberano artífice de ti mismo, te plasmaras y te esculpieras en la forma que te hubieras elegido. Podrás degenerar hacia las cosas inferiores que son los brutos; podrás, de acuerdo con la decisión de tu voluntad, regenerarte hacia las cosas superiores que son divinas”. En el desierto, Dios nos habla de su amor, de su misericordia, de su lealtad, de su anhelo de convertirnos en la razón de ser de su existencia. “Tanto amó Dios al mundo que, no dudó en entregar a su Hijo a la muerte en la Cruz”. El Dios del desierto anima a superar la esclavitud; pero, sobre todo, a entrar en una relación de amor con Él, como la que nuestro corazón siempre anhela: fiel, estable, amorosa, sanadora y capaz de perdurar hasta el final. Para lograr asentir a la invitación de Dios, es necesario moldear nuestro corazón en el amor. Algo que sólo se alcanza si sanamos nuestras heridas, abrimos nuestro corazón y nuestra mente a la verdad que Dios nos revela, cuando nos habla de lo que Él hace por nosotros y, cómo nos libra de los peligros que acechan nuestra vida. El Dios del desierto no está exento de sentir ira cuando ve la dureza que hay en el corazón de su pueblo y la forma como se resiste a su amor, a su cuidado y a su protección. “Moisés buscó el favor del SEÑOR su Dios y le suplicó: SEÑOR, ¿por qué ha de encenderse tu ira contra este pueblo tuyo, que sacaste de Egipto con gran poder y con mano poderosa? ¿Por qué dar pie a que los egipcios digan que nos sacaste de su país con la intención de matarnos en las montañas y borrarnos de la faz de la tierra? ¡Calma el ardor de tu ira! ¡Aplácate y no traigas sobre tu pueblo esa desgracia! Acuérdate de tus siervos Abraham, Isaac e Israel. Tú mismo prometiste qué harías a sus descendientes tan numerosos como las estrellas del cielo; tú prometiste que darías a sus descendientes toda esta tierra como su herencia eterna. Entonces el SEÑOR se calmó y desistió de hacer a su pueblo el daño que había sentenciado”. El corazón nuestro, en muchas ocasiones, es lisonjero. ¡Cuántas veces, sabiendo que Dios nos cuida y protege, salimos corriendo a buscar refugio y protección en cosas que sabemos no nos pueden salvar, sanar y reconciliar!. Quien diga que Dios ha muerto que salga a la luz y vea si el mundo es o no tarea de un Dios que sigue despierto. Ya no es su sitio el desierto, ni en la montaña se esconde; decid, si os preguntan dónde, que Dios está sin mortaja en donde un hombre trabaja y un corazón le responde (José Luis Blanco Vega, sj) Francisco Javier Carmona
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