Hay ciertos comportamientos en la vida que contradicen lo que somos y lo que anhelamos vivir. Para ocultarlos, las personas crean una máscara. Esta es una forma de disociación. De esta forma, nos sentimos a salvo del peso que produce vivir incoherentemente. Otra manera de ocultar lo que nos pesa, es la proyección. La manera más tosca, por decirlo de alguna manera, es la intromisión en la vida de los demás, no para ayudar y acompañar, sino para juzgar y condenar. La disociación no sólo nos protege del dolor que causa el trauma sino también del dolor que siente el alma cuando reconoce que la intentamos engañar haciéndole creer que somos una cosa, cuando en realidad, nuestro corazón y nuestros actos, dicen lo contrario. Las personas disociadas temen el silencio, la meditación, la contemplación y los tiempos de retiro. Willigis Jaeger, monje, escribe: “Una vez que se sientan en el cojín, los traumas afloran obstinadamente a la superficie: miedos y emociones que parecían superados hace tiempo aparecen de repente con una fuerza tremenda. Puede que se activen fenómenos físicos y determinados comportamientos parapsíquicos, tales como las visiones, la precognición y la telepatía”. Estas cosas, la mayoría de las veces, surgen como la excusa para abandonar el camino espiritual y el proceso de reconciliación interior. Lo que no se hace parte de la vida, el alma lo pone afuera para ser visto, reconocido, acogido e integrado.
La psique se reorganiza para poder seguir adelante y no ser detenida o +congelada por el sufrimiento. El problema está en la nueva organización termina arrastrándonos hacia la neurosis. La irritación, molestia e incomodidad con la que reaccionamos muchas veces es la expresión de la incomodidad que siente el alma cuando se ve obligada a transitar por caminos que no son los que ella desea. Si el alma se reorganiza a partir del engaño, la máscara o el dolor que no se quiere asumir termina enfermando o buscando en la adicción la fuerza que necesita para mantener el autoengaño. Algunos comportamientos compulsivos u obsesivos dan cuenta del entrampamiento en el que el alma se encuentra. Juan Sinpiernas era un hombre que trabajaba como leñador. Un día, Juan compró una sierra eléctrica pensando que esto aligeraría mucho su trabajo. La idea hubiera sido muy feliz si él hubiera tenido la precaución de aprender a manejar primero la sierra, pero no lo hizo. Una mañana mientras trabajaba en el bosque, el aullido de un lobo hizo que el leñador se descuidara... La sierra eléctrica se deslizó entre sus manos, y Juan se accidentó, hiriéndose de gravedad en las dos piernas. Nada pudieron hacer los médicos para salvarlas, así que Juan Sinpiernas, como si fuera víctima de la profética determinación de su nombre, quedó definitivamente postrado en un sillón por el resto de su vida. Juan estuvo deprimido durante meses por el accidente y, después de un año, pareció que poco a poco empezaba a mejorar. No obstante, algo conspiró contra su recuperación psíquica e imprevistamente, Juan volvió a caer en una profunda e increíble depresión. Los médicos lo derivaron a psiquiatría. Juan Sinpiernas, después de una pequeña resistencia, hizo la consulta. El psiquiatra era amable y contenedor. Juan se sintió en confianza rápidamente y le contó sucintamente los hechos que derivaron en su estado de ánimo. El psiquiatra le dijo que comprendía ue depresión. La pérdida de las piernas -dijo- era realmente un motivo muy genuino para su angustia. "Es que no es eso, doctor", dijo Juan, "mi depresión no tiene que ver con la pérdida de las piernas. No es la discapacidad lo que más me molesta. Lo que más me duele es el cambio que ha tenido la relación con mis amigos." El psiquiatra abrió los ojos y se quedó mirándolo, esperando que Juan Sinpiernas completara su idea. "Antes del accidente mis amigos que me venían a buscar todos los viernes para ir a bailar. Una o dos veces a la semana nos reuníamos a chapotear en el río y hacer carreras a nado. Hasta días antes de mi operación algunos de los amigos salíamos los domingos de mañana a correr por la avenida costanera. Sin embargo, parece que por el sólo hecho de haber sufrido el accidente, no sólo he perdido las piernas, sino que he perdido además las ganas de mis amigos de compartir cosas conmigo. Ninguno de ellos me ha vuelto a invitar desde entonces." El psiquiatra lo miró y se sonrió...Le costaba creer que Juan Sinpiernas no estuviera entendiendo lo absurdo de su planteo...No obstante, el psiquiatra decidió explicarle claramente lo que pasaba. Él sabía mejor que nadie que la mente tiene resortes tan especiales que pueden hacer que uno se vuelva incapaz de entender lo que es evidente y obvio. El psiquiatra le explicó a Juan Sinpiernas que sus amigos no lo estaban evitando por desamor o rechazo. Aunque fuera doloroso, el accidente había modificado la realidad. Le gustara o no, él ya no era el compañero de elección para hacer esas mismas cosas que antes compartían..."Pero doctor", interrumpió Juan Sinpiernas, "yo sé que puedo nadar, correr y hasta bailar. Por suerte, pude aprender a mejorar mi silla de ruedas y sé que nada de eso me está vedado..." El doctor lo serenó y siguió su razonamiento: por supuesto que no había nada en contra de que él siguiera haciendo las mismas cosas, es más, era importantísimo que siguiera haciéndolas. Simplemente, era difícil seguir pretendiendo compartirlas con sus relaciones de entonces. El psiquiatra le explicó a Juan que en realidad él podía nadar, pero tenía que competir con quienes tenían su misma dificultad... que podía ir a bailar, pero en clubes y con otros a quienes también les faltara las piernas... podía salir a entrenarse por la costanera, pero debía aprender a hacerlo con otros discapacitados. Juan debía entender que sus amigos no estarían con él ahora como antes, porque ahora las condiciones entre él y ellos eran diferentes....Ya no eran sus pares. Para poder hacer estas cosas que él deseaba hacer y otras más, era mejor acostumbrarse a hacerlo con sus iguales. Tenía, entonces, que dedicar su energía a fabricar nuevas relaciones con pares. Juan sintió que un velo se descorría dentro de su mente y esa sensación lo serenó. "Es difícil explicarle cuanto le agradezco su ayuda, doctor", dijo Juan. "Vine casi forzado por sus colegas pero ahora comprendo que tenían razón... He entendido su mensaje y le aseguro que seguiré sus consejos, doctor. Muchas gracias ha sido realmente útil venir a la consulta." "Nuevas relaciones con pares", se repitió Juan para no olvidarlo. Y entonces Juan Sinpiernas salió del consultorio del psiquiatra, y volvió a su casa... Y puso en condiciones su sierra eléctrica...Planeaba cortarles las piernas a algunos de sus amigos, y "fabricar" así.... algunos pares (Jorge Bucay) Aquello que nos esforzamos en rechazar porque nos parece incómodo para la imagen o percepción que tenemos de nosotros mismos, por la fuerza misma de la represión que ejercemos, termina convirtiéndose no solo en algo excluido de nuestra psique sino también en una subpersonalidad, en una parte de nuestro yo, que cada vez que desee sale a la superficie y crea desorden en nuestras +emociones y las relaciones con los demás. En la medida que estas subpersonalidades cobran mayor fuerza, la sensación de miedo e inseguridad se van apoderando de nuestro mundo interior. De esta forma, nos movemos entre lo que deseamos evitar y las reacciones desproporcionadas con las que intentamos defendernos y, alejar la angustia que sentimos en el alma y el corazón. Mientras más nos esforcemos por mantener oculta la incoherencia de nuestra vida, más oscilará nuestra vida entre la evitación y el malestar interno que se traduce en estar irritables por cosas que no tienen importancia. Convertir la incoherencia en parte de la estructura de nuestro Yo, no sólo hace que la disociación se fortalezca sino que se convierta en una forma de interpretar y comprender a la vida, a nosotros mismos y la relación con Dios. Si algo está desfigurado en nosotros también lo estará en la forma de relacionarnos y hablar de Dios. Muchos autores advierten que, el rechazo a Dios no se debe por cuestiones teológicas sino por asuntos psicológicos que no se resuelven. La cura del alma está relacionada con el conocimiento interno. Aquello que le impide al alma ser, también le impide realizar su anhelo de vivir en comunión con Dios y ser Uno con Él. Lo que nos aleja de nosotros mismos es igual a aquello que nos separa de Dios. Donde el Yo se disminuye porque la resistencia a aceptarnos como somos, a reconocer nuestra vulnerabilidad, el Ego se fortalece y distorsiona la realidad. La espiritualidad nos permite ver la verdad que somos y, que por mantener la disociación, intentamos ocultar o negar. El resucitado es el hombre que ha integrado su humanidad en Dios. El resucitado nos revela que lo humano cuando es asumido por Dios está lleno de vida. Cuando la verdad de nosotros mismos es tocada por el Dios que nos revelo Jesús, nuestra realidad psíquica entra en un proceso de transformación que se va realizando desde el interior y no por apelaciones morales externas. Al respecto escribe Willigis Jaeger: “Se va adquiriendo una nueva cosmovisión y un nuevo orden de valores; la persona influenciada por la mística comienza a ser más tolerante y en su alma comienza a florecer el sentimiento de benevolencia hacia la vida”. A medida que vamos dejando a Dios ser Dios en nuestra vida, nuestro mundo interior encuentra un orden diferente al que creó la disociación y se encuentra el camino hacia Dios. Si puedo hacer, hoy, alguna cosa, si puedo realizar algún servicio, si puedo decir algo bien dicho, dime cómo hacerlo, Señor. Si puedo arreglar un fallo humano, si puedo dar fuerzas a mi prójimo, si puedo alegrarlo con mi canto, dime cómo hacerlo, Señor. Si puedo ayudar a un desgraciado, si puedo aliviar alguna carga, si puedo irradiar más alegría, dime cómo hacerlo, Señor (Grevnille Kleiser) Francisco Javier Carmona
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