Thomas Merton escribe: “Para mí, ser santo significa ser Yo mismo. Por tanto, el problema de la santidad y la salvación es de hecho el problema de averiguar quién soy y de descubrir mi verdadero ser”. Muchos, se aventuran al camino espiritual sin tomarse en serio la tarea de conocerse a sí mismo y sanar su corazón. En estas condiciones, el camino espiritual se convierte en un refugio antes que, en una experiencia de encuentro con la divinidad en el interior de nosotros mismos. Vernos liberados de aquello que nos esclaviza, que nos impide ser, exige mucho trabajo interior, no es algo que se dé repentinamente. No basta con salir de Egipto, de la esclavitud, también es necesario atravesar el Desierto, dejar morir los viejos patrones de conducta que nos anclan a la esclavitud. La santidad, como la define Merton, es un trabajo de cada día. La voz se propagó a través de la campiña, sobre el sabio hombre santo que vivía en una casa pequeña encima de la montaña. Un hombre de la aldea decidió hacer el largo y difícil viaje para visitarlo. Cuando llegó a la casa, vio a un viejo criado al interior, que lo saludó en la puerta. Quisiera ver al sabio hombre santo, le dijo al criado. El sirviente sonrió y lo condujo adentro. Mientras caminaban a través de la casa, el hombre de la aldea miró con impaciencia por todos lados en la casa, anticipando su encuentro con el hombre santo. Antes de saberlo, había sido conducido a la puerta trasera y escoltado afuera. Se detuvo y giró hacia el criado: ¡Pero quiero ver al hombre santo! Usted ya lo ha visto, dijo el viejo. A todos a los que usted pueda conocer en la vida, aunque parezcan simples e insignificantes… véalos a cada uno como un sabio hombre santo. Si hace esto, entonces cualquier problema que usted haya traído hoy aquí, estará resuelto.
El hambre y la sed de Dios, aunque nos cueste creerlo, terminan definiendo nuestra vida. No se estructuran de la misma forma la vida de un buscador de Dios y la de un ser a quien lo trascendente le resulta indiferente. En varios talleres de constelaciones, han aparecido personas que, dicen no temer a la muerte. En algunos casos, he podido ver que, de una manera u otra, han estado envueltos en la espiral de la violencia que nos azota y su sensibilidad y respeto por la vida, se han deteriorado notablemente. También he visto en estos talleres que, cuando aparece la espiritualidad, como recurso para el alma, las realidades dolorosas se transforman y un camino diferente aparece ante nuestros ojos. Además, el corazón recupera la alegría que la desconexión le ha arrebatado. El corazón sana cuando es capaz de contemplar las imágenes que nos remiten a la verdad más profunda que puede habitar en lo más íntimo, el corazón, de un ser humano. Al respecto, Marta García Fernández escribe: “Por eso, quisiera que, al mirar y adorar hoy la cruz, no contemplásemos simplemente el lugar donde el Hijo de Dios muere, sino el lugar donde la muerte muere definitivamente, la victoria del amor sobre la muerte. O lo que afirma el Cantar de los cantares: un amor más fuerte que la muerte, que ningún torrente podrá sofocar (cf. Cant. 8, 6s). Se trata de que hoy experimentemos con serenidad la victoria del amor y esto haga que el corazón se sienta agradecido. En el patíbulo del Gólgota tiene lugar el duelo definitivo ente la muerte y el amor. Y este último es el que vence”. El amor es una fuerza mucho más grande y fuerte que el dolor, el menosprecio y la humillación. La espiritualidad es un camino a través del cual tomamos consciencia del amor que, recibido gratuitamente de Dios, habita eternamente en nuestro corazón, donde arde como un fuego inextinguible. Cuando entramos en contacto con ese fuego que, siempre arde, especialmente, cuando es de noche, podemos ver cómo la vida se ilumina y, alrededor nuestro las cosas se transforman, se hacen diferentes y, lo que antes era amenazante, se vuelve el punto de partida para experiencias llenas de amor, llenas de Dios. La transformación es un proceso de toda la vida porque siempre, una y otra vez, estamos regresando al corazón. Sin contacto con el corazón, con nuestro centro y núcleo divino, la vida auténtica y, la santidad, se vuelven un objetivo inalcanzable. El amor permite que, al vernos en un mundo roto, la indolencia no sea nuestra respuesta. El crecimiento espiritual no es algo mensurable. Se va dando en la medida que, nos hacemos responsables del dolor que hay en nosotros. Eso quiere decir que, trabajamos para ser los últimos en experimentar lo que en su momento nos arrastró hacia la disociación, hacia patrones de conducta propios de la sobrevivencia antes que, de la autenticidad del alma y del corazón. Señala un autor: “Toda experiencia de vida es, en cierto modo, espiritual y potencialmente transformadora”. Todo lo que ha sucedido en nuestra vida puede ser transformado en una experiencia de liberación que nos hace crecer a nosotros y a quienes nos acompañan en el camino hacia el destino. De nuevo, este autor señala: “Hasta el recuerdo o acontecimiento más sencillo o aparentemente inocuo puede ser esencial para la transformación espiritual de cada uno”. Entonces, Jesús tomó la Palabra y dijo: “El reino de los cielos es semejante al grano de mostaza, que un hombre tomó y sembró en su campo; el cual a la verdad es la más pequeña de todas las semillas; pero cuando ha crecido, es la mayor de las hortalizas, y se hace árbol, de tal manera que vienen las aves del cielo y hacen nidos en sus ramas”. La palabra hambre es la que mejor define el deseo que anima a una persona a caminar y vivir espiritualmente. La palabra hambre, de inmediato, nos refiere a anhelo, al deseo de calmar el vacío que se experimenta tanto en el vientre como en el corazón. Es curioso que, cuando el corazón no se siente amado, el vientre se activa y, la comida compulsiva es, en muchos casos, la expresión de la falta, del vacío, de afecto que el corazón experimenta. El hambre que no se sacia nos condena a la repetición. Así es, como la insatisfacción, se convierte en una constante en la vida de muchos. Curiosamente, sólo donde Dios está presente realmente, el vacío y la insatisfacción desaparecen. No en vano, Jesús se presenta a la humanidad como el pan de vida. Aquello que ansiosamente buscamos, lo encontramos cuando entramos en una relación de comunión con Jesús, con nuestra historia personal, con nuestra identidad profunda. Cuando Elías está bajo el domino de la depresión y su único anhelo es dejar de ser profeta aparece el ángel del Señor que le dice: “Levántate y come”. Después del encuentro real con Dios, Elías deja su legado a Eliseo y desaparece. Alcanzamos la santidad de la vida, la consonancia con lo que realmente somos, cuando experimentamos a Dios de manera diferente a la que nos venía guiando antes de sentir que, todo lo que hacemos es insuficiente o carece de verdadero y auténtico valor. El hambre se expresa de diferentes formas a lo largo de la vida: soledad, temor, confusión, abandono, enfado, rabia, fracaso, rechazo, etc. En cambio, lo que calma el anhelo del alma, siempre se presenta de una única forma: el amor de Dios. Definitivamente, en el Amor de Dios somos, nos movemos y existimos porque Él es el Pan que nos permite ser nosotros mismos. Ayúdame, Dios mío, por tu bondad. Perdóname por lo que he hecho mal, tú sabes cómo soy. Yo sé que no miras lo que está mal, sino lo bueno que es posible. Te gusta un corazón sincero, y en mi interior me das sabiduría. Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme; no me dejes vagar lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu. Enséñame a vivir la alegría profunda de tu salvación. Hazme vibrar con espíritu generoso: entonces mi vida anunciará tu grandeza, enseñaré tus caminos a quienes están lejos, los pecadores volverán a ti. Hazme crecer, Dios, Dios, Salvador mío, y mi lengua cantará tu justicia. Señor, me abrirás los labios, y mi boca proclamará tu alabanza. Los sacrificios no te satisfacen: si te ofreciera ritos sólo por cumplir, no los querrías. Lo que te ofrezco es un espíritu frágil; un corazón quebrantado y pequeño, tú no lo desprecias. Señor, por tu bondad, favorece a tus hijos, haznos fuertes en tu presencia. Entonces te ofreceremos lo que somos, tenemos, vivimos y soñamos, y estarás contento (Adaptación del salmo 50)Francisco Javier Carmona
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