En el camino, los peregrinos suelen encontrar lugares en los que pueden descansar antes de continuar el camino. En el caso de Jesús, la tumba fue su último albergue. Después, se levantará convertido en el Señor de la vida, de la historia, en el hombre que venció, de una vez por todas, el poder de la muerte. El albergue, la mayoría de las veces, es el lugar donde el peregrino pasa la noche. La oscuridad obnubiló la vida de Jesús. Aquel que fue rodeado por la multitud muere abandonado y humillado por todos. En la tumba, como si fuera un vientre, Jesús descansa, todo entra en el silencio que acompaña el momento final de la creación. Todo está consumado y, aun falta algo para estar totalmente terminado. Una vez Nasrudín le dijo a su hijo: Pídeme lo que quieras y te lo daré. El niño muy emocionado, pues conocía la pobreza de su padre, le contestó: Te lo agradezco de todo corazón. ¿Puedes darme tiempo hasta mañana? Tengo que pensar. Muy bien - dijo Nasrudín - Hasta mañana. Al día siguiente, el hijo fue a ver a su padre y le pidió un burrito. Ah no - le contestó Nasrudín - no tendrás el burrito ¡Pero me habías prometido darme lo que quisiese! ¿Y no he mantenido mi palabra? ¡Me pediste tiempo y te lo he dado!
Después de la cena con sus amigos. Sabiendo Jesús que debía dejar este mundo para ir hacia el Padre. El amor se oscurece y el mal toma el protagonismo. Judas, uno de los doce, traiciona a Jesús. Nadie reacciona, todos huyen. De esta forma, Jesús queda solo frente a su destino. El amor entra en silencio. Sólo se escucha vociferar al mal. En la Cruz, todos se sienten capaces de humillar, maltratar y hacer daño al que pasó por la vida haciendo el bien. Es la hora del Ego. Dice Pablo D’Ors: “Una de las últimas cosas que Jesús hace en este mundo es perdonar: Perdónales porque no saben lo que hacen, dice en la cruz. Perdonar no es tan fácil, pues requiere haber trascendido el ego o yo superficial y vivir desde el alma o yo profundo. No es posible perdonar de verdad sin comprender que las personas no hacemos el mal porque seamos malos, sino porque somos ignorantes. El camino espiritual es, precisamente, para pasar de la ignorancia a la sabiduría”. “Al día siguiente, el siguiente al día de la preparación, los principales sacerdotes y los fariseos se reunieron ante Pilato y le dijeron: Señor, recordamos que este impostor, mientras aún vivía, dijo: Después de tres días seré resucitado. Manda, pues, que se asegure el sepulcro hasta el tercer día, no sea que vengan sus discípulos y lo roben, y digan al pueblo: Ha resucitado de entre los muertos. Esta última impostura sería peor que la primera. Pilato les dijo: La guardia es vuestra; vayan a asegurarlo lo mejor que puedan. Fueron, pues, y aseguraron el sepulcro poniendo un sello en la piedra y poniendo la guardia” (Mt 27, 62-66) En Belén, Jesús fue recostado en el pesebre porque no había otro lugar para Él. Ahora, en el momento de la muerte, tampoco hay un lugar para Él y Nicodemo ofrece un sepulcro nuevo, donde seguramente estaba proyectada su sepultura y la de su familia. Ni al momento de nacer, ni al momento de morir, Jesús tuvo donde reclinar su cabeza. Jesús aprendió que estaba de paso, que su morada definitiva estaba en Dios, no en esta tierra. El sepulcro es el último albergue que acoge a Jesús, allí es curado de las heridas que causó su pasión y, también la oscuridad a través de la cual sus adversarios tomaron su vida. El albergue quedo vacío porque no fue capaz de contener al autor de la vida. Para San Juan, Jesús es el Verbo de Dios que se hizo carne y puso su tienda entre nosotros. Para Juan, Jesús es un peregrino que no construyo un hogar, ni se comprometió con una familia porque su principal tarea era la reconciliación, unir lo que estaba separado, reunir lo que estaba disperso, crear comunión entre los hombres y Dios. La tienda es un campamento de paso, Jesús esta de viaje. Él sabe que tiene que retornar al Padre porque allí es donde pertenece. Cuando se permanece demasiado tiempo en un albergue puede perderse de vista el objetivo final de la peregrinación. Anselm Grün nos recuerda lo siguiente: “El rey envía a su hijo para que le traiga el agua de la vida. Pero el primer hijo y el segundo se quedan en el albergue. Comen y beben y olvidan la misión que el padre les ha encomendado. Sólo el tercer hijo escapa al peligro de quedarse atrapado en el albergue. Emprende de nuevo el camino. Así, el albergue es hogar tan sólo por un breve período de tiempo. Luego, el peregrino debe partir de nuevo para seguir adelante”. Jesús está en el sepulcro, en el último albergue por tres días. La fuerza de la vida que habita en Él, lo invita a continuar. Jesús sale al encuentro de los discípulos y les recuerda que la morada definitiva está con el Padre. Junto al Padre encontramos nuestro lugar seguro. Sólo donde habita el Misterio el ser humano está a salvo de la fragmentación, de la división interna. En la morada donde Dios habita está nuestro verdadero hogar. Entrar en el misterio implica liberarse del señorío del Ego y de las concepciones que construimos acerca de la vida. Para habitar junto al Padre y permanecer en comunión con Él, necesitamos abandonar el Ego y confiarnos en las manos del Padre que son las únicas que pueden curar las heridas que el camino hacia Él dejó en nuestro corazón. Hay manos que apartan losas para que entre la luz, que doblan sudarios para liberar vidas, que levantan a quien llora doblado por ausencias. Manos que señalan amaneceres, que encienden hogueras, y en la brasa preparan un banquete para todos. Manos que bendicen cuando bailan, cuando juegan, cuando escriben e interpretan música que trae el eco de Dios. Manos que en los muros abren puertas y en los desiertos riegan esperanzas. Manos que, en un gesto, hablan de amor. Hay manos que no pueden estar más llenas de tanto vaciarse (José María R. Olaizola, SJ)Francisco Carmona
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