Hoy, leí un texto que dice: “Cada día estamos invitados a elevar nuestra alma hacia Cristo”. La razón de ser de este ejercicio, no es otra que, mientras nuestro corazón esté orientado hacia Cristo, nosotros seremos capaces de permanecer en el Amor y, de esta forma, dar no sólo frutos abundantes sino también los que corresponden a la razón de ser de nuestra vida. Si nos mantenemos con la meta puesta en Cristo, la vida que llevamos, poco a poco, se va transformando porque Cristo, como buen samaritano, tiene la capacidad de sanar en nosotros lo que está enfermo y ayudarnos a recuperar lo que parece que está muriendo o perdiéndose definitivamente. En la medida que, Cristo crece en nuestro corazón y, pierde fuerza el afán de ser reconocidos, vistos, aceptados, aprobados, etc., los puntos de luz que hacen parte de nuestra vida comienzan a convertirse en una gran luz. La felicidad y plenitud que el alma anhela se expresa en el clamor: “¡Ven, Señor, no tardes!” Sólo Cristo puede traer a nuestra existencia la plenitud que anhelamos. Recordemos que, la Palabra Cristo significa “ungido”. A su vez, la palabra ungido significa consagrado, apartado, seleccionado, llamado. Cristo es Aquel que, se sintió llamado por Dios para llevar a cabo la salvación que, desde siempre, Dios tenía reservada para el ser humano. Ser salvado no es otra cosa que, experimentar la vida como algo que tiene un sentido, un propósito o una misión. Al respecto, el 25 de marzo de 2020, el Papa Benedicto XVI escribe: “Nuestra vida no existe por casualidad, no es una casualidad. Dios ha querido mi vida desde la eternidad. Soy amado, soy necesario. Dios tiene un proyecto para mí en la totalidad de la historia; tiene un proyecto precisamente para mí. Mi vida es importante y también necesaria. El amor eterno me ha creado en profundidad y me espera."
Un monje solicitó un día a su maestro: Señor, muéstrame a Dios, después de ser tu discípulo durante 10 años tengo necesidad de ver a Dios. De acuerdo, contestó el maestro y tomando un garrote asestó un fuerte golpe al monje. ¿Por qué me haces esto? preguntó el discípulo. Me golpeaste y ahora siento un terrible dolor. Bien, dijo el maestro, muéstrame ese dolor y yo te mostraré a Dios Si el amor eterno nos ha creado, como dice el Papa Benedicto XVI, entonces somos hijos del amor y, realizamos nuestra verdadera identidad cuando logramos descubrir la forma adecuada para expresar ese amor a los demás. Cuando tenemos puesta la meta de nuestra vida en Cristo, estamos manifestando que, nuestra última y verdadera vocación es el Amor, que sólo el amor da sentido a la vida y satisface realmente nuestras necesidades más profundas, aquellas que nos embarcan en búsquedas infructuosas porque el amor, como el silencio, no es algo que venga de fuera sino de adentro. Estar dispuesto para amar, es para aquella persona que, dejando a un lado su propio interés y querer, lo que le da orden a su mundo interior, a través de ese orden, Dios se manifiesta como el sentido, la plenitud que, de una manera u otra, todos andamos buscando. En el corazón de todo ser humano está inscrito el anhelo de un amor pleno, que revele quienes somos realmente y, también que sirva de faro o guía en los momentos más difíciles y oscuros de nuestra existencia. El amor crece, madura y da fruto cuando renuncia al afán de poseer. El amor, cuando intenta dominar, controlar, retener, es desordenado y, en lugar de manifestar a Dios, termina ocultándolo. El desorden afectivo revela el afán de construir la vida sin necesidad de la presencia de Dios en ella. De ahí que, donde hay desorden, el amor no logra fluir, se estanca y termina hiriendo, destruyendo, haciendo un daño enorme. La Palabra termina alimentando el amor porque nos revela la forma como Cristo ama y, como ese amor se convierte en la fuerza que libera el corazón y al ser humano porque les revela en que consiste realmente amar. El que ama se entrega, es y deja ser. El anhelo de que el Señor llegue a nuestra vida, la toque y la transforme, revela la realidad última del alma, el secreto que esconde nuestro ser en lo más profundo, como si se tratara de un tesoro que anhela ser desenterrado. Somos creados para conocer, amar y servir a Dios. Nuestra alma encuentra la plenitud que anhela cuando sabe de esta noticia y, entonces vende todo el afán de prestigio, la comodidad, el deseo de ser visto y reconocido para entregarse de lleno a su principal y fundamental tarea. Cuando negamos el deseo que el alma tiene de Dios, ella no tiene más remedio que recurrir a la neurosis, a la enfermedad, para ser escuchada. Filosófica, teológica y racionalmente podemos negar la existencia de Dios, pero psicológicamente no podemos ser ateos porque la raíz de la vida psíquica está en lo religioso y en lo espiritual. Existe una tradición antigua en la Iglesia católica que, consiste en celebrar, durante el tiempo de adviento, la eucaristía, antes de que, el sol de cada día nazca. Durante esta celebración el templo está a oscuras y, es iluminado sólo por las velas de la iglesia y por las que llevan los fieles que participan. El objetivo de esta celebración es pedir que, desde lo alto, llueva el rocío que trae fertilidad a la tierra y, en consecuencia, a la vida humana. Esta es una bella forma de recordar que, la vida verdadera nos viene desde lo alto y nos alumbra el camino que nos conduce hacia la plenitud. El final de la misa debe coincidir con la salida del sol; de esta forma, todos pueden contemplar el nacimiento de un nuevo día, de una nueva vida, de un nuevo ser que es engendrado en la oscuridad e invitado a ver la luz y realizar la vida siempre en ella. En su libro “circulo cumplido” Bert Hellinger escribe: “Es grande el que ama dentro del gran Alma en la que es amado y acogido. Es grande sólo aquel que se siente igual a los otros, ya que lo más grande que tenemos es aquello que compartimos con todos los seres humanos, el Amor en el que somos engendrados y destinados a vivir. Aquel que siente eso grande en sí mismo y lo reconoce, se sabe grande y al mismo tiempo conectado con todos los demás seres humanos (...) Ama a los otros en su grandeza y es amado por los otros a causa de su grandeza. Así, esa grandeza une a todos los seres humanos con humildad y amor”. En la medida que, nos adentramos en el Misterio de Cristo también nos adentramos en el Misterio que se esconde en nuestra vida: Somos amados y destinados a amar en autenticidad y libertad” Hambre de Ti nos quema, Muerto vivo, Cordero degollado en pie de Pascua. Sin alas y sin áloes testigos, somos llamados a palpar tus llagas. En todos los recodos del camino nos sobrarán Tus pies para lavarlos, enjugarlos y besarlos. Tantos sepulcros por doquier, vacíos de compasión, sellados de amenazas. Callados, a su entrada, los amigos, con miedo del poder o de la nada. Pero nos quema aun tu hambre, Cristo, y en Ti podremos encender el alba (Pedro Casaldáliga)Francisco Carmona
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