“Erase una vez una ostra y un pez. La ostra habitaba las aguas tranquilas de un fondo marino y era tal su belleza, colorido y la armonía del movimiento de sus valvas que llamaba la atención de cuantos animales por allí pasaban. Un día acertó a pasar por el lugar un pez que quedó prendado al instante. Se sintió sumamente atraído por la ostra y deseó conocerla al instante. Sintió un fuerte impulso de entrar en los más recónditos lugares de aquel animal misterioso; y así partió bruscamente veloz hacia el corazón de la ostra, pero esta cerró, también bruscamente, sus valvas. El pez, por más y más intentos que hacía para abrirlas con sus aletas y con su boca, aquellas más y más fuertemente se cerraban. Pensó entonces en alejarse, esperar a cuando la ostra estuviera abierta y, en un descuido de ésta, entrar veloz sin darle tiempo a que cerrara sus valvas. Así lo hizo, pero de nuevo la ostra se cerró con brusquedad. La ostra era un animal extremadamente sensible y percibía cuantos mínimos cambios ocurrían en el agua y así cuando el pez iniciaba el movimiento de acercarse, ésta se percataba de ello y al instante cerraba sus valvas. El pez, triste, se preguntaba ¿por qué la ostra le temía?, ¿cómo decirle que lo único que deseaba era contemplar aquella belleza y compartir las sensaciones que le causaban? El pez se quedó pensativo y estuvo durante mucho rato preguntándose qué podría hacer. De pronto, se le ocurrió una gran idea: Pediré ayuda, se dijo. Sabía que existían por aquellas profundidades otros peces muy conocidos por su habilidad para abrir ostras y hacia ellos pensó dirigirse. Pero sabía que eran peces muy ocupados y no deseaba importunarlos. Deseaba que le escucharan y que le prestaran su ayuda. Comenzó a dudar si aquella idea era tan buena. Pensó: Seguro que estarán tan ocupados que no podrán ayudarme. ¿Qué puedo hacer? Tras pensar algún rato llegó a la conclusión que lo mejor era informarse por otros peces que les conocían cuál era el mejor momento para abordarlos y cómo tendría que presentarse. Después de informarse muy bien, eligió el momento más oportuno y se dirigió hacia ellos. ¡Hola! -dijo el pez -¡Necesito vuestra ayuda! Siento grandes deseos de conocer una ostra gigante pero no puedo hacerlo porque cuando me acerco cierra sus valvas. Sé que vosotros sois muy hábiles en abrir ostras y por eso vengo a pediros ayuda. El pez continuó explicándoles las dificultades que tenía y los intentos por resolverlas. Llegó a decirles la sensación de impotencia que le entraba y los deseos de abandonar tras tantos intentos fallidos. Los peces le escucharon con suma atención. Le hicieron notar que entendían su desánimo pues ellos se habían encontrado en circunstancias similares. Le felicitaron por el interés que mostraba en aprender y por la inteligencia que demostraba tener al pedir ayuda y querer aprender de otros. El pez se sintió mucho más tranquilo y esperanzado, les contó los temores que tenía al pedirles ayuda y fue abriéndose cada vez más a toda la información que aquellos avezados peces le contaban. Escuchó con atención cómo ellos también habían aprendido de otros peces y cómo, incluso, hacían cursos de entrenamiento en abrir ostras. Escuchó cómo a pesar de sus habilidades había ostras que les resultaban difíciles de abrir, pero ello, más que ser un motivo de desánimo, les estimulaba a seguir investigando y reunirse para intercambiar conocimiento y mejorar sus prácticas en abrir ostras. Los peces continuaron en animada conversación. Mira, algo muy importante que has de lograr es suscitar en la ostra el deseo y las ganas de comunicarse contigo. Y; ¿cómo podré lograrlo? De la misma manera que tú has logrado comunicarte con nosotros y abrir nuestras valvas de pez. ¿Cómo? Tú deseabas que nosotros te escucháramos y te prestáramos ayuda. Nos has dicho que dudabas de si podrías lograrlo, ¿no es verdad? Si, así es. Podías haberte quedado con la duda pero en lugar de eso diseñaste un plan de acción. Buscaste información acerca de nosotros, te informaste de cuál era el mejor momento de abordarnos y qué decirnos. Tú sabías que nosotros éramos muy sensibles a la expresión honesta y sincera de necesito vuestra ayuda. También sabías que nos agrada, el reconocimiento de nuestra competencia y veteranía en abrir ostras. Te confesamos que todo ello nos agradó mucho. También nos gustó tú mirada franca y serena y tus firmes y honestas palabras. Sí, en efecto eso es lo que hice. Ahora que lo decís, mis valvas de pez se sintieron también abiertas al notar que me escuchabais con atención. Me agradó mucho el que os hicierais cargo de mi impotencia y ¿por qué no decirlo?, me agradó también que me felicitarais por pediros ayuda. .. Claro, todo esto suele ser recíproco -contestaron los peces. Muy bien, pero ¿cómo podré hacerlo con la ostra? No conozco su lenguaje, sus costumbres, sus miedos, no conozco tampoco qué es lo que le agrada... Bien, también has diseñado un plan de acción para abrir la ostra, El primer paso ha sido el de visitarnos para que te informemos de sus costumbres, de sus miedos, de todo aquello que le agrada... Te podemos decir todo aquello que suele suscitar temor en las ostras. Les asusta el movimiento brusco de las aguas; de hecho habrás observado que cuando hay tempestades y se produce mucho oleaje las ostras están fuertemente cerradas. Es por eso que si te acercas a ellas cuando hay muchas turbulencias tendrás grandes dificultades para lograr que se abran. Les asusta que algún animal se acerque de modo imprevisto. Les agradan, en cambio, los movimientos suaves, los besos y las caricias y que no se entre en sus interioridades sin antes conocerse durante algún tiempo. También les agrada mucho que se les hable en su lenguaje. Habrás observado que lanzan a través de sus valvas pequeñas pompas de aire. Si las observas con suma atención podrás aprender los códigos que utilizan. De este modo, los peces continuaron asesorándolo. Le invitaron a pasar largos ratos observando el comportamiento de la ostra. Tras varias semanas de observación, aprendizaje y entrenamiento, el pez pudo por fin disfrutar con aquella bellísima ostra. Pudo, ¡al fin!, lograr entrar en las interioridades de la ostra y compartir las sensaciones que le causaba. Pudo también abrir otras ostras, incluso ostras extremadamente sensibles y que se cerraban con suma facilidad” (Manual para el Educador Social: Afrontando situaciones Costa Cabanillas, Miguel y López Méndez, Ernesto Ministerio de Asuntos Sociales. 1991)
Uno de los mayores retos que existe, cuando se trata de hablar al corazón de alguien, de entrar en su santuario interior, es el de la comunicación asertiva. Muchos, guardan en el corazón, el recuerdo doloroso de experiencias que, han dejado una huella profunda, difícil de borrar. Cuando alguien intenta conocer nuestro interior y actúa de manera inoportuna, lo único que logra es hacer que levantemos nuestras defensas y, en lugar de abrirnos a la comunicación honesta, se prefiera cerrarse y ponerse a la defensiva. Para acercarnos a otros, a su vida, al dolor que llevan, es necesario, quitarnos las sandalias, despojarnos de nuestros prejuicios, renunciar a nuestro afán de ayuda y entrar con respeto como se hace ante el sagrario. Nada acerca más al dolor del otro que el silencio de la mente y de nuestra propia sombra. Sentir respeto por la historia del otro, mostrarle que lo aceptamos como es y que no deseamos cambiarle, resulta fundamental para que, juntos podamos abrir nuestras valvas y compartir, serena y amorosamente, aquello que nos distancia de nosotros mismos, de los otros y de Dios. Allí, donde hay un ser humano a la defensiva, que se ofende por todo, que asume como personal todo lo que ocurre, hay un gran dolor represado que, necesita ser escuchado, acogido, respetado y sanado. Nos dice Xavier Quinzá: “La intimidad es todo un mundo, un lugar complejo, un castillo interior que tiene muchas estancias, no todas de fácil acceso, porque no se abren para todos, sino solamente para los amigos. Entrar en el ámbito de intimidad de una persona exige hacerlo con mucho cuidado, sin prisas, con el máximo respeto posible, sin avasallar. Porque de otra forma nos cerramos, subimos las defensas, nos protegemos ante el que pretende colarse por la fuerza en lo más recóndito del corazón”. Cuando empecé a considerar el tema de las reflexiones para este mes; empezaron a llegar a consulta, personas desconectadas de sí mismas, abrumadas por el peso emocional que, experiencias vividas habían dejado en su alma y en su corazón. La sensación que dejaban estas personas, después de escucharlas, es que estaban viviendo fuera de sí, como si hubiesen sido exiladas de su propia vida, de su historia, de su fe. Estas personas, parecían estar a la intemperie de sí mismas, de las relaciones más cercanas y de los deseos de su corazón. La sensación más profunda que encontré en todas ellas fue la sensación de destrucción, de desmoronamiento, de desesperanza. Lejos de nosotros mismos, sintiéndonos extraños para nuestra alma, se hace necesaria la palabra que nos permita retornar, volver a reencontrarnos, a ser nosotros mismos. Hoy, se habla mucho de la necesidad de cultivar el estado de Presencia; precisamente, porque el estado de ausencia, disociación, ha ganado muchísimo espacio en la vida de una gran mayoría de personas. Cada vez más, se reciben noticias de personas que, después de una contrariedad, se quitan la vida. Muchos suicidios son resultados más de la impulsividad que, de un vacío existencial. Las personas que intentan ignorar el dolor se exponen a la inestabilidad emocional, a la desconexión y, lógicamente, a la descompensación. Bajo los efectos de esta última, podemos tomar decisiones irracionales o precipitarnos hacia el abismo de la adicción, la compulsión o la muerte. Integrar el dolor, antes que huir de él, es la gran tarea espiritual de estos tiempos. Recuerdo las palabras de Carl Gustav Jung, que tanto han marcado mis búsquedas, caminos personales y profesionales: “Se puede decir, con toda seguridad que, muchas personas, cuando se han acercado a la mitad de la vida, han comenzado a enfermar porque perdieron aquello que las religiones vivas, de todos los tiempos, le ofrecen a sus seguidores”. Ninguno de ellos se curó sino después de volver a la conexión con lo Sagrado, con lo esencial. Hay ciertas crisis en la vida que, como dice Jesús: “Sólo se resuelven a través de la oración, del ayuno y de la penitencia”. Es decir, de la conexión con Dios, de la capacidad de centrar la atención en lo que da sentido a nuestra vida y, del esfuerzo constante por mantener limpio el corazón, la boca y las manos; en otras palabras, por mantenernos fieles a nosotros mismos. La espiritualidad, la fe en Dios y la actitud de reverencia ante la vida como algo sagrado, es un camino sumamente válido para superar la disociación, fragmentación, el dolor que nos desfigura y, en ocasiones, vuelve atroz nuestra alma. La afirmación anterior, es una certeza que acompaña mi caminar desde años; de ahí que, desde hace mucho tiempo, consideré que, la espiritualidad como camino de autoconocimiento, de consciencia, no sólo nos lleva a transformar el corazón, sino a acoger a Dios en nuestra vida, como realmente es: Aquel que le da fundamento y sentido a nuestra vida y único camino que nos conduce a la realización plena de nuestro ser, de nuestro verdadera y auténtica vocación, de nuestro destino. Cuando te llama el amor, síguele, aunque sus caminos sean ásperos y empinados. Y cuando sus alas te envuelvan, entrégate, aunque te pueda herir la espada oculta entre sus plumas. Y, cuando te hable, créele, aunque su voz perturbe tus sueños como arrasan el jardín las ráfagas del viento norte. Pues, a la vez, el amor te corona y te crucifica. A la vez, él te hace crecer y te poda. Y mientras te eleva a las alturas y acaricia tus más tiernas ramas que tiemblan al sol, baja, también, a tus raíces y las sacude para que no se agarren a la tierra. Te desgrana para sí como a granos de maíz, te trilla hasta dejarte desnudo, te avienta para limpiarte del salvado, te muele hasta la blancura, te amasa hasta dejarte dúctil. Y luego te manda su fuego sagrado, para que te conviertas en pan sagrado para el sagrado festín de Dios (Kahlil Gibran) Francisco Javier Carmona
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