Para los metales alcanzar el oro es su vocación. Para los seres humanos alcanzar a Cristo es la meta de su existencia y el sentido último de su vida. Para lograr este objetivo, el ser humano está llamado a cuidar su alma; de lo contrario, puede fracasar y, terminar experimentando no sólo el vacío sino también la angustia que se despierta en el corazón, cada vez que sentimos que estamos desperdiciando la vida, viviendo por vivir, sin sentido. El camino para alcanzar a Jesús, para realizar nuestra vocación e identidad profunda comienza en Nazareth, en aquel rincón de Galilea, donde una mujer joven y de vida sencilla, le dice Sí a Dios, asumiendo todas las consecuencias. El Sí generoso de María cambia la historia humana, lo que antes permanecía invisible, inaccesible; ahora, gracias a la generosidad de esta joven, es visible, cercano y podemos entrar en contacto con Él y dejarnos transformar por su amor, compasión y misericordia. Escribe Thomas Merton: “El verdadero encuentro con Cristo libera algo en nosotros, un poder que no sabíamos que teníamos, una esperanza, una capacidad de vida, una fortaleza, una capacidad de recuperarnos cuando pensábamos que estábamos completamente derrotados, una capacidad de crecer y cambiar, un poder de transformación creativa”. Algunos plantean que, la cultura se orienta hacia una vida sin Cristo. ¿Es posible? En la medida que, crece el prejuicio religioso, la cultura cae en la neurosis de sentido y, también de identidad porque, si el amor deja de ser la fuente de neustra identidad, ¿con qué puede llegar a sustituirse? ¿Qué otro fundamento, que no sea el amor, puede hacer valiosa nuestra existencia? La psicología profunda señala que, para seguir a Cristo, identificarse con Él, tomarlo como fundamento de la existencia, no es necesario hacer parte de una institución religiosa. Para nadie es un secreto que hoy, las instituciones atraviesan por una profunda crisis. Pero esa no es razón para abandonar la esperanza, la fe y, menos aún, la vocación que nos conduce a una vida auténtica.
Entré a casa de mi maestro Abulabás el Oryani, en una ocasión en que, mi alma se sentía hondamente turbada ante el espectáculo de las gentes, a quienes veía rebeldes y empeñadas en contradecir la ley de Dios. Mi maestro me dijo: Querido mío, ¡preocúpate de Dios! Salí de su casa y entré a la de mi otro maestro, Abuimrán de Mértola, el cual, al conocer mi estado de ánimo, me dijo: ¡Preocúpate de ti mismo! Entonces exclamé: ¡Oh, señor mío! Perplejo me quedo entre vosotros dos: Abulabás me dice: ¡Preocúpate de Dios!, y tú me dices: Preocúpate de ti mismo, siendo así que ambos sois dos maestros que me dirigís por el camino de la verdad… Se puso a llorar Abuimrán, y me dijo: ¡Ah, querido mío! Lo que te indica Abulabás es la verdad y a ello hay que volver. Lo que sucede es que cada uno de nosotros te indica lo que su propio estado místico le exige. Yo espero. Sin embargo, que Dios querrá hacerme alcanzar el grado de perfección a que Abulabás ha aludido. Escucha, pues, su consejo, que es el más conveniente para mí y para ti. ¡Ah, y qué hermosa es la ecuanimidad de los sufíes! Volví entonces a casa de Abulabás y le referí lo que me había dicho Abuimrán. Abulabás me dijo: Ha dicho bien Abuimrán, porque él te indicó cuál es el camino de la perfección, mientras que yo te indiqué cuál es el compañero de viaje. Obra, pues, conforme a lo que él te dijo y conforme a lo que yo te dije; es decir, junta en una ambas preocupaciones: la del camino y la del compañero; porque todo el que no va por el camino de la perfección acompañado de Dios, que es la Verdad , no puede tener certeza de su salvación. Hay un momento en la vida de cada ser humano donde la pregunta: ¿Quién soy yo, realmente? surge desde lo más profundo de su consciencia. En ese momento, la inmensa mayoría de las personas se dan cuenta que, han vivido según las expectativas de los demás y que abandonaron su propio ser para poder vivir y ser, según lo que otros les habían señalado que debían hacer. La aparición de la pregunta obedece a la fuerza de individuación propia del alma humana. En el libro recuerdos, sueños y pensamientos, Carl Gustav Jung escribe: “Me di cuenta más de una vez que en tales pacientes, los que estaban recluidos en las clínicas psiquiátricas, se oculta en el trasfondo una persona que debe definirse como normal y que en cierta medida es testigo. (...) En los enfermos mentales sólo es visible exteriormente la trágica destrucción y sólo excepcionalmente la vida de aquel aspecto del alma que se nos oculta”. En el alma de cada uno está la imagen o el mito de aquello que deseamos alcanzar en la vida. Esa imagen no corresponde con la imagen de éxito que nos ofrece la sociedad y que esperan que alcancemos nuestros padres y el sistema familiar en general. Cuando entramos en contacto con esa imagen, casi de inmediato, aparece la crisis de individuación que, para muchos es una depresión y la tratan medicamente como tal. Casi nadie se da cuenta que, detrás del caos que se ve, está actuando la imagen que la psique alberga y que es el núcleo o centro de nuestro destino. Cuando el alma invita a la individuación es necesario abrir las puertas del inconsciente para que el símbolo, la imagen, el mito personal puedan ascender desde las profundidades a la consciencia y manifestar la vocación real a la que hemos sido llamados desde el principio de nuestra existencia. Cuando la crisis de individuación toca con fuerza las puertas de nuestra alma, se hace necesario empezar a vivir más desde la fe que, desde el conocimiento. La cura del alma, un tema que atrae mi atención desde hace muchos años, revela que la fe y sus símbolos tienen la fuerza necesaria para ser vehículos de individuación, integración psíquica y desarrollo personal. En su obra, Jung sugiere que el rechazo de la dimensión religiosa puede privar a la psique de un elemento esencial para su equilibrio. Cuando prescindimos de la fe, de la experiencia religiosa porque pesan más los prejuicios y las experiencias dolorosas con algunos representantes de la institución religiosa, dejamos a la psique abandonada y sin conexión con lo trascendente que, es el lugar adecuado para tomar la fuerza que necesita el alma para resolver las cuestiones definitivas y últimas de la existencia humana. Una de las manifestaciones del llamado a la individuación se encuentra en la crisis vocacional que algunos experimentan o en el deseo de independizarse, bien sea, de los padres o del trabajo. En el libro psicología y alquimia, Carl Gustan Jung señala el peligro que representa convertir a Cristo en un objeto de culto, en algo que está fuera de sí, en lugar de servir como medio para el desarrollo del hombre interior, como llama san Agustín, a Aquel que se reencuentra consigo mismo y descubre la verdad y el sentido profundo de su existencia, a Aquel que sabe que la meta final de su vida es la trascendencia, la vida en plenitud del corazón que ama en compañía de su Amado. El hombre interior es, aquel que abandono las expectativas del mundo exterior, los patrones destructivos de conducta y reorientó su vida hacia el amor que, tiene en el corazón reconciliado su fuente más autentica. El encuentro verdadero del ser humano consigo mismo ocurre en Nazareth, en el lugar donde María pronuncia su Sí generoso que transforma la vida humana revelándole que, vivir la encarnación del Hijo de Dios es el misterio más auténtico que acompaña al ser humano. Allí, donde las preguntas sobre la presencia de Dios en el mundo, en nuestra propia vida, donde la oscuridad hace irrastreable la imagen de nuestra alma que contiene nuestro destino, donde el crecimiento parece estancarse y ser devorado por la sombra, la oscuridad o la cizaña, es el punto de partida para ir a Nazareth donde la meditación, la contemplación y el anhelo de habitar en Dios hacen posible asentir a la vida como es, con todo lo que trae de milagro y de transformación para el ser humano. La mujer valiente que aceptó el riesgo, confió sin pruebas, cantó el Magníficat. La mujer fuerte que se echó al camino, alumbró en tinieblas, protegió la Vida. La mujer sabia, que llevó a Dios en su vientre, que guardó la palabra, que acogió el misterio. La mujer buena que eligió el bien, que amó sin medida, aun rompiéndose por ello, que esperó más allá de la muerte. Tu audacia aquieta hoy nuestras tormentas. Tu fuerza nos alienta en la fatiga. Tu sabiduría nos enseña hacia dónde mirar y tu bondad envuelve nuestra inquietud. Madre tan humana, tan nuestra, tan plena… ruega por nosotros (José María R. Olaizola, sj)Francisco Carmona
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