Escribe el Maestro Eckhart: “Todo lo que piensas y dices sobre tu Dios, eso lo eres Tú mismo más que Él; blasfemas contra Él, porque lo que es en realidad, ninguno de los maestros tan sabios de París es capaz de decirlo. Aunque tuviera a un Dios al que pudiera comprender, jamás le reconocería como a mi Dios. Por ello, cállate y no vociferes de Él, no le cuelgues trajes de atributos y cualidades, sino tómalo sin cualidad, puesto que es un Ser por encima de todo ser y una Nada por encima de todo”. El místico Kabir, sufí, dice: “¡Oh Servidor! ¿Dónde me buscas?¿No ves que estoy a tu lado? No estoy en el templo ni en la mezquita, ni en la Kaaba, ni en el Kailash. No estoy en los ritos ni en las ceremonias, ni en el yoga ni en la renuncia. Si eres un verdadero buscador, me verás enseguida; en un instante me encontrarás. Kabir dice: ¡Oh Sadhu! ¡Dios es el aliento de todos los alientos!” La letra de la canción creatura habitada de Ain Karem lo expresa de la siguiente manera: “Tú me sondeas y me conoces, Soy creatura de tus manos, Tú me sondeas y me conoces porque habitas en mí. Sabes si me siento o me pongo en pie, desde lejos conoces mi pensamiento, adviertes si camino o si descanso, todas mis sendas las trazaste tú. Antes de que hable mi boca, tú acoges mi palabra, me envuelves por detrás y por delante, tu abrazo me sostiene. Tú me sondeas y me conoces... Si subo hasta los cielos, allí estás tú, si me acuesto en el abismo, allí te encuentro, aunque volara hasta el confín del mar al final, te encontraría a ti. Si me escondo en la tiniebla tus ojos me divisan en mi noche, ¿a dónde podré ir sin tu presencia? ¿por qué escapar de tu mirada? Tú me sondeas y me conoces...” Aquello que afirmamos de Dios tiene más que ver con nosotros que, con Dios. Sin una experiencia de encuentro consigo mismo en la verdad y la libertad, difícilmente, acertaremos a hablar de Dios justamente. A veces uno quiere volver a ser como un niño, acunado por unos brazos que den seguridad, desvalido y, sin embargo, seguro. Sin responsabilidades, sin horarios, sin exigencias, sin comeduras de tarro. Dispuesto a hacer muchas preguntas porque sabes que la respuesta está fuera. A veces quieres reposar, aparcando por un rato proyectos, estudios, tareas, retos… y dejarte cuidar por un rato. Que a veces es demasiada la insistencia en lo propio: Autoestima, autorrealización, autosuficiencia, autoayuda… Y mira, que no, que por más que uno se empeñe, hay una independencia que termina convirtiéndonos en islas. Es que hay que ser autónomo, independiente… dirán algunas voces… ¿Para qué? ¿Para no necesitar a nadie? ¿Para qué no te hieran? ¿Para valerte por ti mismo? ¿Para estar siempre en control? Pero, ¿no es esa la puerta más directa a la soledad? Necesitamos confiar, apoyarnos en otros, pedir, mostrarnos vulnerables, compartir las cargas y aprender el amor. Necesitamos abrir el corazón a Dios porque en Él, no sólo podemos refugiarnos. Necesitamos abrir el corazón a Dios porque sin Él, que difícil se vuelve, amarnos a nosotros mismos (Rezandovoy)
Una mañana llegó a las puertas de la ciudad un mercader árabe y allí se encontró con un pordiosero medio muerto de hambre. Sintió pena por él y le socorrió dándole dos monedas de cobre. Horas más tarde, los dos hombres volvieron a coincidir cerca del mercado: ¿Qué has hecho con las monedas que te he dado?, preguntó el mercader. Con una de ellas me he comprado pan, para tener de qué vivir; con la otra me he comprado una rosa, para tener por qué vivir… Dios es el danzante, la vida es la danza y nosotros, somos cada uno de sus pasos que van y vienen. Así, dibuja Willigis Jäger, la relación que existe entre nosotros, la vida y Dios. La unidad es nuestra realidad principal. La separación, en cambio, es la realidad que inaugura la división interior. Sólo en la medida, que logramos traspasar las barreas que el Ego pone, para impedir nuestra relación con Dios, logramos descubrir nuestra verdadera y auténtica identidad. Lo que somos, se va revelando lentamente, en la medida en que, vamos abriéndonos a la experiencia de estar en la Presencia de Dios, en lugar de estarlo para nuestras heridas, fracasos y proyecciones. El amor de Dios es la fuerza que, como Moisés en Egipto, puede liberarnos de nuestras esclavitudes y percepciones distorsionadas. En la Sagrada Escritura, conocemos como vocación a aquella experiencia que, cuando se tiene, es capaz de transformar la psique y hacer que, los estilos y patrones de conducta vieja desaparezcan. La vocación es como un fuego que consume toda la vanidad, el narcisismo y el egoísmo sobre el que nos hemos intentado construir como personas para realizar la ilusión que nos dice: “Para ser, no necesitas de Dios”. Una consciencia distorsionada puede hacer que, la conexión con la esencia divina desaparezca o que nunca logramos conocerla. Aquello que decimos de Dios revela lo que llevamos guardado en el corazón como expresión de lo que percibimos acerca de nosotros mismos y de la realidad que somos realmente. La realidad divina nunca logra captarse totalmente desde el raciocino o la investigación intelectual. Aunque estas sean necesarias, no son suficientes porque la realidad misma de Dios trasciende el intelecto pero no, al corazón. Mientras no entremos en la experiencia del corazón, difícilmente, podemos tener una experiencia real y auténtica de Dios. Dios es, primero que todo, experiencia. A Dios basta experimentarlo porque es el camino más seguro de conocimiento. Eso sí, el corazón que experimenta a Dios necesita estar sano y reconciliado; de lo contrario, la percepción estará distorsionada. Hasta que la experiencia no sea real, el contacto con Dios, la conexión profunda con nuestra identidad real, va a ser difícil e inauténtica. En estas condiciones, la consciencia de separación continuará siendo la realidad que defina nuestra existencia. Dice Willigis Jäger: “La Realidad Originaria es materia, consciencia, visible e invisible, Ser y Vacío al mismo tiempo, no dos”. Cuando el ser humano se resiste o niega a la trascendencia, generalmente, lo hace a partir de la creencia de que él es el centro de la existencia. Hay una verdad que nadie puede eludir: morimos y, la vida sigue manifestándose. La vida siempre toma formas nuevas. Nunca vuelve a ser la misma. En su momento, Heráclito advirtió que la vida es un continuo devenir. Nada vuelve a suceder dos veces; si esto pasa, es porque estamos atrapados en la ilusión que nos dice: “puedes reparar lo que no estuvo bien para ti en esta o aquella experiencia”. El orgullo desmesurado, como enseña la mística, es la causa de los entrampamientos en los que, la mente nos sumerge y mantiene como su fuéramos sus eternos esclavos. Cuando nos mantenemos en la Presencia, lo que un día fue doloroso, se desvanece y da lugar a experiencias y relaciones nuevas. Cuando nos quedamos congelados en el pasado, nos convertimos en víctimas del Ego. Toda vida tiende hacia la experiencia de Unidad. En otras palabras, siempre andamos buscando la forma de trascender la individualidad; es decir, a nivel individual, buscamos experimentar el significado de nuestra existencia. Tanto la espiritualidad como la religión están llamadas a prestar su servicio en esta dirección. Dice la plegaria Eucarística: “Que tu Iglesia, Señor, sea un recinto de verdad y de amor, de libertad, de justicia y de paz, para que todos encuentren en ella un motivo para seguir esperando. Cuando la religión deja de aportar esperanza, los que buscan motivos para construir una existencia sólida y bien fundamentada, se ven obligados a marchar hacia lo que se conoce como philosophía perennis, hacia aquello que encarne el conjunto de verdades y valores comunes a todas las culturas y pueblos, hacia algo que de acceso a la Realidad Originaria Universal. El ser humano siempre está buscando aquello que, colme su anhelo más profundo de comunión, de Unidad con el Todo. ¿Por qué te adoro? Porque nos amas, tú el pobre. Porque nos sanas, tú herido de amor. Porque nos iluminas, aun oculto, cuando la misericordia enciende el mundo. Porque nos guías, siempre delante, siempre esperando, te adoro. Porque nos miras desde la congoja y nos sonríes desde la inocencia. Porque nos ruegas desde la angustia de tus hijos golpeados, nos abrazas en el abrazo que damos y en la vida que compartimos, te adoro. Porque me perdonas más que yo mismo, porque me llamas, con grito y susurro y me envías, nunca solo. Porque confías en mí, tú que conoces mi debilidad, te adoro. Porque me colmas y me inquietas. Porque me abres los ojos y en mi horizonte pones tu evangelio. Porque cuando entras en ella, mi vida es plena, te adoro (José María Rodríguez Olaizola sj) Francisco Javier Carmona
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