Todo cambio que se desea realizar en la vida implica algo de conflicto interno. Ante el cambio, pueden surgir muchas actitudes. Una de ellas tiene que ver con la disociación. Según la asociación internacional para el estudio del trauma, la disociación “hace referencia a la desconexión entre elementos que habitualmente están asociados entre sí. La disociación puede afectar a la conciencia, a la memoria, a la identidad o a la percepción, que habitualmente suelen estar integradas”. Mientras más intensa es la disociación, mayor es el conflicto que una persona vive en su interior. Thomas Merton, cuando habla de conflicto, dice: “La experiencia básica de todo conflicto está en reconocer, en lo profundo del corazón, la llamada de Dios y el deseo nuestro de responder, entregándole a la vida lo que espera de nosotros”.
Muchas veces, para encontrar a Dios, es necesario que, nos atrevamos a abandonar las ideas de culpa que nos mantiene anclados e impide nuestra salvación. Nada de esto se logra, dice Thomas Merton, se logra sino se entra en el silencio. Así, como el rumiar, una y otra vez, ideas y pensamientos que, en lugar de paz, nos quitan la alegría, la armonía, nos inquietan y no nos dejan dormir, nos alejan de nuestro ser profundo y mantienen la desconexión al interior de la psique, el silencio reúne las partes disociadas y nos sana permitiéndonos estar presentes no sólo ante nosotros mismos, sino ante los demás y ante Dios. El silencio es camino hacia la identidad y en algunos lugares, como los monasterios, es la identidad misma. Se dice, que hace tiempo, en un pequeño y lejano pueblo, había una casa abandonada. Cierto día, un perrito buscando refugio del sol, logró meterse por un agujero de una de las puertas de dicha casa. El perrito subió lentamente las viejas escaleras de madera y se topó con una puerta semiabierta. Lentamente se adentró en el cuarto. Para su sorpresa, se dio cuenta que dentro de ese cuarto había 1000 perritos más observándolo, tan fijamente, como él les observaba a ellos. El perrito comenzó a mover la cola y a levantar sus orejas poco a poco. Los 1000 perritos hicieron lo mismo. Posteriormente sonrió y le ladró alegremente a uno de ellos. El perrito se quedó sorprendido al ver que los 1000 perritos también le sonreían y ladraban alegremente con él. Cuando el perrito salió del cuarto se quedó pensando para sí mismo: ¡Qué lugar tan agradable! Voy a venir más seguido a visitarlo. Tiempo después, otro perrito callejero, entró en el mismo edificio y llegó a la misma habitación. A diferencia del primero, este perrito al ver a los otros 1000 perritos, se sintió amenazado, ya que lo estaban mirando de una manera agresiva. Posteriormente empezó a gruñir; obviamente los otros 1000 perritos gruñeron igual que él. Comenzó a ladrarles ferozmente y los 1000 perritos le ladraron ferozmente. Cuando este perrito salió del cuarto pensó: ¡Qué lugar tan horrible es éste! ¡Qué perros más desagradables y agresivos! Nunca más volveré a entrar allí. En la pared de dicha casa, se podría ver un viejo letrero que decía: La casa de los 1000 espejos. Y es que todos los rostros del mundo son nuestros espejos. Mientras que, la disociación es un estado de ausencia del alma que no se atreve a resolver lo que le duele, la enajena y le impide tomar las riendas sobre su propio destino. El silencio, por su parte, es ausencia de las preocupaciones por agradar a otros, por estar a la altura de sus expectativas, para centrarse en lo único fundamental. El conflicto interno, necesariamente, nos lleva a vivir la contradicción entre lo que nos sentimos llamados a vivir y nuestra estructura psíquica que, para ser fiel a Dios tiene que transformarse; de lo contrario, la respuesta a Dios y la fidelidad a él se verán, constantemente, sometidas a la prueba de la incertidumbre y la tentación. En el silencio aprendemos a prescindir de aquellos elementos del mundo externo, de la cultura, que no son necesarios para construir una vida agradable según el corazón de Dios. La disociación puede también conducirnos al silencio, a ese estado en el que no queremos hablar de lo que nos sucede y donde terminamos alimentando una percepción distorsionada de nosotros mismos y de la realidad que nos rodea. Este estado de ausencia daña el alma, la vuelve, sin que seamos conscientes, reactiva. El silencio del conflicto, de la herida que causa el daño recibido, nos lleva a la ausencia ante nosotros mismos, ante los demás y, a veces, ante el mismo Dios, a quien rechazamos porque culpamos de todo lo que nos ha sucedido. En cambio, la contemplación nos conduce al silencio que nos abre a Dios, a esa experiencia donde, nos alejamos de lo que nos condena, destruye, enjuicia, para entrar en el espacio de la aceptación incondicional, de la comprensión real, del amor que acoge misericordiosamente para reconciliarnos y sanarnos. El silencio al que nos lleva la contemplación antes que, ausencia que excluye a los demás, es presencia amorosa ante una fuerza mayor, donde todos, sin excepción, somos abrazados. La contemplación nos conduce a la meditación. Cuando meditamos entregamos lo que somos. Meditando echamos las cosas a andar en la dirección que les corresponde. Cuando contemplamos, dejamos que las cosas sean, las miramos sin prejuicios y, lo que es tomado, no por nuestro pensamiento o nuestra lengua, sino por nuestro corazón se convierte en la fuente de nuestro gozo y alegría profunda. Las cosas dejan de ser cuestionadas. Por la contemplación, aquello a lo que llevamos tiempo resistiéndonos, podemos experienciarlo y verlo como realmente es. En la contemplación meditativa podemos dirigirnos al lugar, dice Heidegger, desde el que, por primera vez, se abre el espacio que mide todo nuestro hacer y dejar de hacer, para permitirnos ser. La contemplación cura la disociación porque aquello de lo que intentamos huir es tomado por Dios, llevado a su corazón y, transformado. Muchas veces, allí donde fuimos heridos, encontramos el punto de partida para una vida diferente. La contemplación es la capacidad de no actuar. En este ejercicio, aprendemos a tener acceso, como dice Heidegger, al espacio donde el ser humano siempre está: el presentimiento. Según el filósofo, el presentimiento es el escalón previo en la escalera del saber. Todo lo que se puede saber tiene su sede y, esta está junto al que es Primordial para que toda existencia sea posible y todo sentido, realizable. En el presentimiento, nuestro corazón late junto al corazón de Aquel que, con su sabiduría gobierna y ordena todas las cosas. El contemplativo siempre está en el ámbito de la espera. Escribe Byung: “La espera es una capacidad que sobrepasa todo dinamismo. Quien se conforma con poder esperar supera todo rendimiento y los éxitos que de él resultan. Sólo en la espera sin propósito alguno, en la pausa de la espera, el ser humano advierte aquel espacio en el que se encuentra desde siempre” En la espera el ser humano puede cuidar de aquello que le pertenece, su alma. El contemplativo es alguien que, tomando consciencia de la alienación que representa para el alma el afán de resultados y la embriaguez por el éxito, toma la decisión de cuidar su alma porque sabe que, una vez que ésta se pierda, no se puede dar nada para recuperarla. Dios que te escondes, en el silencio, para hacer ruido en mi interior. Dios que te haces carne, en el corazón de una niña, para empezar una revolución. Dios que decides hacerte eco, en una aldea perdida, para mostrar tu grandeza. Dios que estás presente, en un trozo de pan, para confundir a los sabios. Dios que te escondes, pero que deseas ser encontrado. Oh Dios de lo escondido, ¿dónde vives? (Jacobo Espinos) Francisco Javier Carmona
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