Escribe el Papa Francisco: “De la esterilidad el Señor es capaz de comenzar una nueva descendencia, una nueva vida. Cuando la humanidad está extenuada, ya no puede seguir adelante, llega la gracia y llega el Hijo, y llega la salvación. Y, así, esa creación extenuada deja lugar a la nueva creación, podríamos decir a una recreación”. Estas palabras del Papa me llevan a pensar en todas esas esterilidades que soporta nuestra alma. Hay experiencias que nos ha tocado vivir, se vuelven pesadas y, en lugar de vida, traen mucha esterilidad. Entonces, el Señor viene y transforma todo lo estéril y, de ahí, saca nuevas fertilidades. Dios es siempre el Dios de los comienzos. Nada termina, siempre hay algo que está naciendo, trayendo vida. No es Dios, es nuestro distanciamiento de Él la fuerza que vuelve estériles algunas experiencias y esfuerzos nuestros por alcanzar una vida plena. En la India dos hombres caminaban por el campo. El más anciano dijo: Estoy cansado. Por favor, ve a buscar un poco de agua de los pozos que se ven al otro lado del arrozal. Te espero a la sombra de estos árboles. El hombre cruzó el campo y en el pozo se encontró con una muchacha que estaba sacando agua. Se sintió atraído por ella y le propuso llevarle el agua hasta su casa. Ella aceptó. Ya en la aldea fue invitado a comer en casa de la muchacha, conoció a la familia y acabó pidiendo la mano de la chica, que le fue concedida. Tras la boda, trabajó como campesino, tuvo hijos y los educó. Uno murió de enfermedad. Sus suegros también murieron y él se convirtió en cabeza de familia. Su hijo mayor se casó y poco después su mujer, con el pelo cano, murió. El la lloró, porque la había amado mucho. Días más tarde una inundación devastó el valle, fue arrastrado con sus vecinos por un torbellino de agua fangosa. Luchó para sujetar a su hijo menor, que se ahogaba ante sus ojos. De repente, sin saber por qué, se acordó de su amigo, el anciano que le pidió agua. Al instante se encontró en tierra seca, cruzando el campo con una jarra de agua fresca. Regresó junto al anciano que estaba adormecido bajo un árbol. Algo en el aire, que se había vuelto puro y ligero, parecía indicarle al joven que se hallaba en el mismísimo umbral del gran misterio. El anciano se despertó y le dijo: El sol ya está bajo. Tardaste mucho. Estaba a punto de ir a buscarte.
En el libro del profeta Isaías hay una bella imagen: “El poder creador del Señor convierte el Desierto en tierra de cultivo” (32,15). La esterilidad que agobia al alma nos lleva al Desierto. Cuando no podemos más, nuestros esfuerzos se hacen inútiles, el cansancio nos hace perder el sentido de la vida, el Desierto es nuestro lugar seguro, es un buen refugio. Una vez que, nos adentramos en el Desierto, las raíces que están secas se sanan, la profundidad alcanzada nos lleva al manantial del cual brotan aguas limpias que traen nueva vida y todo lo que aparentaba ser destinado a la esterilidad, se vuelve fértil, lleno de vida. La superficialidad, la vanidad y la banalidad con la que podemos estar asumiendo la existencia terminan haciendo estéril nuestra vida; en cambio, el silencio, la acogida de Dios, el vivir desde el sentido hacen que nuestra historia sane, comencemos a florecer y a prepararnos para dar fruto, no solo de buen sabor sino también abundante. La vida se vuelve estéril cuando perdemos el fundamento, la estructura, cuando abandonamos todo aquello que nos ayuda a crecer, a vivir la vida en relación profunda y honesta con Dios y con nosotros mismos. Cuando la tierra deja de ser abonada, cuando le negamos el respiro y descanso necesario, la estamos destinando a la esterilidad que no es otra cosa que agobio, desesperanza, temor y oscuridad. En estas condiciones, solo vemos polvo, polvo y más polvo. Algo que entristece el alma y la agota. En el Desierto no hay provisiones, ni agua, nada que sacie realmente nuestras necesidades. En estas condiciones, aparece la voz que nos dice: “Prepárense que el Señor viene y hará fértiles todas nuestras esterilidades porque nuestro Dios supera nuestra angustias, calma nuestra hambre y nuestra sed, cura nuestras heridas y nos hace hombres y mujeres nuevos”. Dios se aprovecha de la esterilidad para dar comienzo a una nueva vida. Uno de los campos de nuestra vida, donde más podemos llegar a experimentar la esterilidad, está relacionado con el conocimiento de nosotros mismos. Uno de los mayores logros espirituales que podemos alcanzar está relacionado con la capacidad de vivir desde nuestro centro, desde el corazón. Para la psicología profunda, ser nosotros mismos significa haber integrado lo consciente y lo inconsciente, ser auténticos, vivir desde nuestras propias convicciones y abandonar el afán de olvidarnos de nosotros mismos, de la verdad que nos habita para salir a cumplir las expectativas de los demás, del mundo. Ser nosotros mismos es aprender a vivir desde el interior, en sintonía con un corazón reconciliado, dispuesto a amar y servir a Dios. Constantemente, nuestros esfuerzos por ser auténticos se vienen abajo porque la convivencia del Yo con el Ego entra en conflicto. Hay momentos, en los que, las malas relaciones con los demás, con el trabajo, con el dinero, con el cuerpo parecen tomarnos la delantera y, sin darnos cuenta, estamos descentrados. El esfuerzo realizado por vencer al ego terminan haciendo que, adoptemos disfraces o conductas que, si bien nos alivian un poco, terminan distanciándonos de nuestro centro, del corazón. No hay que olvidar que el Ego hace parte de nosotros, nació en un momento en el que necesitábamos fuerza para seguir fluyendo y conquistando metas que nos han ayudado a tener un lugar en el mundo. Pero también hay que recordar que nuestra valía no depende del ego, de lo que hayamos logrado o de lo que tengamos como posesión valiosa. Nuestro verdadero ser es mucho más grande que el Ego. Por eso, cuando nos aferramos al Ego, dejamos que sea él quien nos defina, podemos ser brillantes y exitosos para el mundo, pero llenos de esterilidad frente a nosotros mismos. Escribe Julia Merodio: “El desierto y el yermo se regocijarán, se alegrarán el páramo y la estepa, florecerá como flor de narciso, se alegrará con gozo y alegría. Ellos verán la gloria del Señor, la belleza de nuestro Dios” (Isaías 35, 1-6) Cuando el hombre es capaz de caminar, sin detenerse, por el desierto de la vida, se siente feliz, como nunca se ha sentido. También en el desierto puedes ver las dunas de día y las estrellas de noche; también en el desierto se puede saborear la paz y gustar la calma; también en el desierto se puede cambiar esa mirada raquítica y desoladora, que teníamos del mundo y al volver a recordarlo parecernos encantador... pero, sobre todo, en el desierto se pueden reconocer los pasos de Dios. ¡Cuántas veces sale el desierto en la Biblia! Observemos que en términos bíblicos el desierto siempre es lugar de paso, no un sitio donde instalar tu morada. Lo vemos con claridad en el relato de Elías: “Y levantándose, comió y bebió; y con la fuerza de aquel manjar caminó durante cuarenta días y cuarenta noches hasta el monte de Dios, el Horeb” (1 Re. 19, 8) Dios no se rinde ante la esterilidad de nuestra vida y de nuestro proceso; al contrario, Dios toma nuestro cansancio, nuestro agobio, nuestra desesperanza, despierta nuevas fuerzas y hace que broten nuevos frutos. Dice el profeta Isaías: “Mirad a vuestro Dios que trae el desquite; viene en persona, resarcirá y os salvará. Cuando llegue, se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo, la lengua del mudo cantará y volverán los rescatados del Señor” (35, 6 -10) Cuando nos detenemos en la Presencia del Señor a mirar nuestra vida podemos contemplar como el Señor nunca nos ha dejado a merced total del Ego. En la medida que, aceptamos el llamado a ser nosotros mismos también nos comprometemos, como dice Anselm Grün, “ a cavar en el campo de nuestras almas, en lo corporal de nuestro yo, para encontrar aquel tesoro escondido que, al ser encontrado, nos llena de tanta alegría que somos capaces de desprendernos de toda la gloria que nos brindó el Ego porque encontramos la fuente verdadera de nuestra fertilidad. Esta es la oración que te dirijo, Señor: Sacude, sacude las paupérrimas raíces de mi corazón. Dame fuerza para llevar con garbo mis alegrías y mis tristezas. Dame fuerza para que mis amores fructifiquen en servicio. Dame fuerza para no abandonar al pobre y para no doblar mi rodilla ante ningún poder insolente. Dame fuerza para elevar mi mente por encima de las trivialidades de cada día. Y dame fuerza para rendir mi fuerza a tu voluntad, con amor (Anónimo)Francisco Carmona
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