La espiritualidad cristiana, desde el inicio del año, insiste, cada domingo, en lo necesario que es para el alma descubrir a qué ha sido llamada cuando se le regalo está existencia. El libro del éxodo nos revela la verdadera y auténtica imagen de Dios. Dios es aquel que ve el sufrimiento de su pueblo y decide liberarlo. Dios no desconoce la realidad más profunda de sus creaturas: “están bajo la fuerza de la opresión; es decir, el sufrimiento, la insatisfacción, el abandono se convirtieron en cadenas muy pesadas, hasta el punto, de llegar a desfigurar la verdadera condición del ser humano. El profeta Isaías, nos dice que, todo aquél que entiende el sufrimiento del otro, lo acompaña y le ayuda a dotarlo de sentido, actúa como siervo de Dios. Junto al dolor que crece, está el que acompaña, el que consuela, el que ayuda a transformar lo que desfigura la obra divina. Llega un momento, en la vida de todo ser humano, donde la pregunta: ¿Quién soy yo? se vuelve inevitable. La respuesta a esta pregunta revela la percepción que tenemos de nosotros mismos y, por la misma razón, define nuestra identidad que, no es otra cosa, que nuestra vocación. Resolvemos la pregunta sobre nuestra identidad, descubriendo nuestra vocación y, comprometiéndonos a realizarla. La insatisfacción que hay en el alma es la expresión de que aún no se ha encontrado la vocación propia, no se ha resuelto la identidad. De ahí, el afán de llenarse de cosas, de ocupar el tiempo, de ir de un lado para otro, llenándose de múltiples tareas y, con la sensación de que el tiempo, no alcanza para nada. Mientras más evitamos la soledad y el silencio, más distanciados nos sentimos de nosotros mismos, más vacío experimentamos en el interior y más necesidad de huir, de consumir, de fantasear una vida que, por más que trabajemos por alcanzarla, más esquiva nos resulta.
Había una vez un hermoso jardín, en algún lugar que podría ser cualquier lugar, y en algún tiempo que podría ser cualquier tiempo, en el que se cultivaban manzanos, naranjos, perales y bellísimos rosales, todos ellos satisfechos y felices. Todo era alegría en el jardín, excepto, por un solo árbol, profundamente triste. El pobre tenía un problema: no sabía quiera era. ¡No sé quién soy!, se lamentaba. Lo que te falta es concentración, le decía el manzano, Si realmente lo intentas, podrás tener deliciosas manzanas. ¿Ves que fácil es?, Mírame a mí como las produzco. No lo escuches, exigía el rosal. Es más sencillo tener rosas y ¿ves que bellas son? Y el árbol desesperado, intentaba todo lo que le sugerían y como no lograba ser como los demás, se sentía cada vez más frustrado. Un día llegó hasta el jardín el búho, la más sabia de las aves, y al ver la desesperación del árbol, exclamó: ¡No te preocupes, tu problema no es tan grave, es el mismo de muchísimos seres sobre la tierra ! Es tu enfoque lo que te hace sufrir. No dediques tu vida a ser como los demás quieren que seas. Sé tú mismo. Conócete a ti mismo y para lograrlo, escucha tu voz interior. Dicho esto, el búho desapareció. ¿Mi voz interior…? ¿Ser yo mismo…? ¿Conocerme…? ¡Si yo supiera quién soy …! Se preguntaba el árbol desesperado, cuando de pronto comprendió…Cerró los ojos y dejó de oír los sonidos de alrededor y sus propios pensamientos y, por fin, pudo escuchar: Tú nunca en la vida darás manzanas porque no eres un manzano. Tampoco florecerás cada primavera porque no eres un rosal. ¡Tú eres un roble! Dios te construyó para que crezcas grande y majestuoso. Tu destino es crecer grande y majestuoso, dar nido a las aves, sombra a los viajeros, y belleza al paisaje. Esta es la misión que Él te dio. Para eso estás en este mundo. Cúmplelo… Y el árbol se sintió fuerte y seguro de sí mismo, se dispuso a ser todo aquello, para lo que había sido creado. Así, comenzó a reconocer quién estaba siendo en este mundo: una oferta valiosa. Siendo quien era, lo admiraron y respetaron todos. Y sólo entonces el roble comenzó a conocer la posibilidad de convivir en bienestar. El jardín fue completamente feliz. Cada cual celebrándose a sí mismo. Cuando resolvemos la pregunta: ¿Quién soy yo? no sólo definimos nuestra identidad sino también la relación con Dios, con la Trascendencia. Jung entiende que, su labor estaba al servicio de la naturaleza religiosa del ser humano. Cada vez que nos preguntamos: ¿qué sentido tiene nuestra vida? Sin querer, estamos conectando con lo más profundo que hay en nuestro ser, la divinidad. Autores como Jung, Tillich, Edinger, entre otros, afirman que, “la realidad de la religión impregna el tejido del alma humana y encuentra su expresión inevitable en la consciencia que surge de esta profundidad. Por tanto, la religión no puede ser erradicada de la condición humana”. Cuando se intenta separar el alma de la religión, nos señala la psicología profunda, aparecen los fundamentalismos, los radicalismos, los dogmatismos y, lógicamente, los diferentes tipos de mesianismo que la historia ha conocido y, aún tendrá que conocer. El alma siempre está poblada de imágenes y símbolos que, de una forma u otra, terminan conectándolo con la Presencia, la fuerza o la imagen de algo superior. Moisés, por más que se ocultó en el desierto, terminó encontrándose con la imagen de una zarza que ardía sin consumirse. Jonás, por más que intentó pasar desapercibido cuando abordó el barco camino a Damasco, terminó arrojado en el mar, devorado por una ballena y vomitado en las playas de Nínive. Amós, por más excusas que saco: campesino, ignorante, sin tradición profética en su familia, terminó profetizando. Nadie puede oponerse a su destino, a su vocación o identidad. Intentar hacerlo, es exponerse a la fatalidad; a un sufrimiento mayor, donde al alma no le queda otro camino que, enloquecer. No hay mayor sufrimiento que luchar contra uno mismo, oponer resistencia a lo que somos. Acercarse a la imagen que el alma está llamada a realizar, despierta todo tipo de temores en el alma. Hacerlo, implica reconocer el carácter religioso de la vida y, exponerse a la ambigüedad que hay en ella. La experiencia religiosa bien puede sanar o enfermar el alma, puede matar o dar vida plena. Estos temores nacen de la incapacidad, que habita en todo ser humano, de rendirse ante lo inevitable, ante el destino. Como dice Simón el teólogo: “la mayor fuente de sufrimiento en el alma del ser humano está en su temor a decirle Sí a su vida, a su destino. Por esa razón, nos distraemos juzgando las decisiones que toman los que están a nuestro alrededor”. Pareciera que, sufrimos por las decisiones que toman los demás; en realidad, sufrimos por las decisiones que nos cuesta trabajo tomar a nosotros mismos con respecto a nuestra vida, a nuestras relaciones, a Dios. Decirle Sí al destino, a la vocación, a nuestra auténtica vida causa sufrimiento. La cosa no es tan fácil. Cada vez que nos rendimos ante nuestro destino o identidad sufrimos porque ese Sí, nos arrebata algo que, de una manera u otra, ha sustentado y alimentado nuestra existencia, haciéndola confortable. Renunciar a los viejos patrones de conducta y a los viejos estilos de vida, suscita en lo más profundo del alma la pregunta: ¿decirle Sí a la vida, como se está revelando ante nuestros ojos, nos construirá o destruirá? Lo anterior, es como si nos preguntáramos: ¿Puede Dios salvarnos, darle sentido a la vida, o, por el contrario, Él puede destruirnos y arrebatarnos el poder creativo que hay en nosotros? Si la experiencia de Dios, del llamado, es auténtica la respuesta es, sólo Dios nos protege y conecta con todas las fuerzas de la vida que hay en nosotros. En cambio, si es inauténtica, el camino de la destrucción está casi que garantizado. Cuando nos relacionamos, inadecuadamente, con la trascendencia, nos enseña la psicología profunda, enfermamos. Escribe John Paul Dourley: “¿Podemos protegernos de los dioses? Tenemos que tratar con los dioses, primero se les tiene que reconocer lo que son; poderes mayores que nuestros recursos conscientes, poderes que demandan dialogar con la consciencia del Yo. Estos poderes buscan equilibrar y trascender el Ego, una invitación divina que el Ego rechaza, porque representa para él un gran peligro. Porque los dioses, fuerzas interiores, que el hombre encuentra dentro de sí son tan exigentes como el Dios de los retratos más tradicionales, cuya ira desciende desde el cielo, aunque, en última instancia, son igualmente benignos. La diferencia, cuando se ve desde dentro, es que la exigencia y el consuelo de Dios se convierten en parte de la experiencia inmediata y no en una revelación que ha ocurrido en la vida de otra persona”. La conexión con Dios es una experiencia no sólo individual sino también de individuación. Dios se dirige al corazón de cada uno y a cada uno le entrega la misión que ha de cumplir en la vida: así que, la vocación, en última instancia, es algo que ocurre en la intimidad del sujeto, que abre su corazón a Dios. Líbranos, Señor, de la tristeza. Mana desde heridas viejas y desde nuevos golpes repentinos no bastante llorados en lo que tienen de despojo, ni bastante acogidos en lo que tienen de nueva libertad. Se infiltra astuta en la mirada y apaga el brillo de las realidades cotidianas. Va depositando en la coyuntura de los huesos su rigidez y su torpeza. Un aire inasible empapa de desazón indescifrable los recuerdos luminosos. Las certezas cálidas de ayer parecen arqueología ajena, esculturas sin nombre en plazas olvidadas. Como nube empujada por el viento con formas grotescas y cambiantes nos oculta el horizonte con su amenaza fantasmal. La tristeza se esconde bajo el deber cumplido y la respuesta esperada por la gente. Maquilla su rostro con arrugas de ayuno. Se disfraza de sensatez que todo lo calcula bien. Va doblando las espaldas con el ancho escapulario de los "cofrades resignados", que han visto y saben todo, y ya no esperan nada nuevo que valga la pena celebrar. Al pasar las siluetas juveniles con sus risas de colores, va quedando un poso de nostalgia, de oportunidades nunca atrapadas en el puño ya sin fuerza. La tristeza nos deja en el alma un residio de vida usada, de Dios de catecismo con las preguntas y respuestas ya sabidas de memoria, repetidas hasta el tedio. ¡Líbranos de la tristeza, Señor de la alegría! (Benjamín G. Buelta, sj) Francisco Javier Carmona
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