Salir de sí mismo y dirigirse hacia el encuentro del Señor es un auténtico acto de fidelidad hacia la vida, hacia sí mismo y, también hacia aquellos que, al engendrarnos, nos dieron como un regalo la vida. La llamada para ir hacia el santuario del Señor viene después de una crisis en la vida, una de esas experiencias que ponen en tela de juicio lo que somos, lo que hemos anhelado y el recorrido que hemos hecho. Peregrinar, en esas condiciones, no tiene otro objetivo que, encontrar la paz y restablecer el equilibrio interior. Cuando en lugar de ir donde podemos curarnos, decidimos quedarnos en el dolor, en la pregunta o en el reproche, no es nada extraño que terminemos enfermando. De una u otra forma, el alma anhela curarse. Uno de los padres contó que en una de las celdas vivía un monje vestido de saco y que trabajaba sin descanso. Un día, el anciano se acercó al abad Amonas, que al verlo vestido de penitente le dijo: ¿qué te sucede? Y el anciano le hablo: me atormentan tres pensamientos. El primero, me pide ir al desierto y dedicarme a la oración y a la penitencia. El segundo, me dice que vaya a un lugar lejano donde nadie me conozca. El tercero, me invita a quedarme encerrado en mí celda sin ver a nadie y comiendo un pan cada tres días. El abad Amona respondió: No te conviene hacer ninguna de estas tres cosas. Continua en tu celda, cumple con tus obligaciones diarias, mantén en tu corazón las palabras del publicano en el templo. De esta forma, permanecerás fiel a ti mismo, al Dios que te llamo a la vida y, seguramente, te podrás salvar.
A medida que avanzamos hacia nuestro santuario interior, donde Dios habita y toma forma en nuestra vida, vamos recuperando no solo la paz interior sino también la consciencia sobre quienes somos realmente. Quien se conoce a sí mismo conoce a Jesús y quien conoce a Jesús termina conociéndose a sí mismo. Este es el misterio que encarna la contemplación y la meditación constante en la Palabra que Dios, a través de su Hijo, nos habla. La transformación interior no corresponde a un cambio de pensamiento, de ideología, sino a una conexión profunda con el corazón. Muchos cambian de pensamiento, pero no logran cambiar el corazón ni darle orden a sus afectos, instintos y pasiones. Dios no puede utilizarse como excusa para dañarse a sí mismo o a otros. Hablar de fidelidad significa hacer referencia a la capacidad de permanecer; de manera especial, cuando la adversidad se hace acuciante y la oscuridad comienza a apoderarse de la mucha o poca luz que rodea nuestra vida. La fe es una apuesta por la fidelidad. Entre más sólida sea la fe, mayor es la capacidad de permanecer. Lo anterior implica una gran disposición para sanar y dejarse sanar. John Main, benedictino, nos recuerda: “El gran misterio de la fe es que el amor se encuentra en nuestro propio corazón, si somos capaces de estar en silencio y quietos, si podemos hacer de este Amor el centro supremo de nuestro ser. Eso significa dirigirse a Él de todo corazón, prestarle atención. Te acercas a tu vida con amor porque lo que encuentras en tu propio corazón es el principio vivo del amor” En muchas ocasiones, el miedo alimenta la infidelidad. Cuando Jesús es llevado preso ante el Sanedrín, Pedro sigue de cerca los acontecimientos. Cuando se ve expuesto, siente temor por su vida y, termina traicionando no solo a Jesús sino también al grupo de discípulos. El temor es capaz de disolver el amor y las promesas de fidelidad hechas. San Pablo (Col 3, 13-15) nos recuerda: “Sobre todo, revístanse del amor, que es el vínculo de la perfección. Que la paz de Cristo reine en sus corazones: esa paz a la que han sido llamados, porque formamos un solo Cuerpo. Y vivan en acción de gracias. El amor perfecciona los vínculos y la vigilancia permanente del corazón nos mantiene firmes incluso en la adversidad. La fidelidad nos conecta con aquello que se mueve en el interior. El místico Sufi Rumí nos dice que, todo lo que sentimos en nuestro interior, no es otra cosa que los impulsos mismos del amor, unas veces, esos movimientos provienen de la luz que rodea al amor y, otras, de la oscuridad que intenta ahogarlo y confundirlo. La verdad más insistente de toda la espiritualidad se resume en la frase: “a todos los seres vivos nos mueve el amor”. Cuando este amor es acogido sinceramente por un corazón que se ha esforzado en reconciliarse, se manifiesta como la Energía que crea, sostiene y nutre la vida. El amor siempre está ahí; por esa razón, el que dice amar está invitado a la fidelidad. No hay otra forma para el amor. La fidelidad solo es visible después de recorrer durante un buen tiempo un camino. Podemos dar cuenta de lo fieles que hemos sido, después de pasar por la prueba, superarla e integrarla. Sin prueba no hay fidelidad, solo hay temor. Donde hay temor, no hay poder de decisión y, donde no hay posibilidad de elegir tampoco hay crecimiento. La fidelidad dice que, aun habiendo distintas ofertas y posibilidades de experimentar algo diferente a lo que estamos viviendo, decidimos permanecer aunque la renuncia traiga un poco de desilusión al Ego. El valor de la fidelidad se aprecia cuando se sabe a qué se renuncia y se siente el peso en el alma por la decisión tomada con radicalidad. El que permanece fiel siempre dan buen fruto. La fidelidad no sucumbe ante el desencanto y, menos aún, ante la monotonía. El que es fiel, siempre se pregunta: ¿cómo puedo amar más y mejor? En muchos momentos, para ser fiel al Padre, Jesús rompió las reglas y tradiciones de su tiempo. Jesús siempre puso a Dios en primer lugar tanto en su vida como en sus decisiones. Jesús tiene claro que la fidelidad no es un capricho ni una opción sino un mandato de vida. Insisto, el que ama permanece siendo fiel. La bondad de Dios se refleja también en su capacidad de permanecer amando aún en medio del rechazo y la indiferencia. Dice San Agustín: “Ama y haz lo que quieras”. Si actuamos realmente movidos por el amor, todo lo demás toma su lugar. No necesitaremos un manual con cientos de normas, sino una sola pregunta: en esta situación, ¿Cómo puedo amar mejor? El que es fiel sabe que, la cuestión fundamental está en caminar junto al otro, en peregrinar hacia el centro de lo que hace sagrado el amor antes que, andar buscando nuevas aventuras. Quiero, Señor, en tus manos grandes, dejarme moldear como arcilla cremosa, dejarme abandonar en el amor. Haz, Señor, que en este día sienta que tú eres mi fortaleza, mi refugio en los momentos de peligro. Quiero vivir como un niño en brazos de su madre. Cobijado como el polluelo bajo las alas de su madre. Déjame, Señor, que de verdad crea que tú eres mi Padre, que me cuidas más que al pájaro y la rosa. Déjame acurrucarme en la noche, en la ternura de tu inmenso cariño. Ahora que todo parece una encerrona, descúbreme que tú eres mi salida, mi marcha sin retorno, lo mejor que me ha ocurrido en mi vida. Quiero dejarme en medio de la tarde que cae, sintiéndome libre como el pájaro que vuelve al nido. Quiero dejarme en tus manos, abandonado de todas las preocupaciones, con el gozo de que tú me sostienes, comiendo en la mesa de tu trigo. Quiero abandonarme, pues sé que tú no fallas, eres la fidelidad a la cita, el gozo en medio del llanto, la paz cuando están cayendo las bombas, la alegría que nadie me podrá arrebatar. Tú eres mi confianza, pues todo lo que me ocurre sé que está pesado en la balanza del amor. Amén (Rezandovoy)Francisco Carmona
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