Podríamos considerar que, Jesús también es un hijo del desierto. Fue en el desierto donde Jesús tomó consciencia de su identidad profunda y de su misión. Sin desierto, es difícil saber quiénes somos realmente. En medio del ruido, sólo encontramos confusión. Nadie que anda disperso, metido en la turbulencia de la ansiedad y la angustia, logra comprender los llamados del alma y los caminos que desea emprender en busca de la autorrealización o individuación. Jesús sabe que, es hijo de Dios y como tal es enviado a anunciar un año de gracia del Señor: la libertad de los cautivos, la curación de los corazones oprimidos y la recuperación de los ciegos de su visión. La identidad necesita testificarse en la misión. El corazón necesita ser purificado antes de asumir una misión. Un corazón desordenado, en lugar de servir a Dios, terminará buscando la forma de servirse a sí mismo, de hacer las cosas para su propio interés y querer. Para saber, si estamos dispuesto o no, a realizar los mandatos de Dios, el que ha de ser enviado está invitado a mostrar su fidelidad. En estos casos, el Espíritu conduce al elegido al desierto. El pueblo de Israel no supo responder a las tentaciones que el desierto le ofreció. Siempre dudo de sí mismo y del acompañamiento de Dios. En cambio Jesús, responde a las tentaciones y, por esa razón, es encontrado fiel para llevar adelante la misión de reconciliar al mundo con Dios. Ante la tentación, el pueblo de Israel salió a construirse un becerro de oro, un ídolo. Ante la tentación, Jesús respondió señalando que cumplir la Palabra de Dios, es la razón de ser de su existencia. Aquí vemos con claridad la influencia de María que siempre estaba atenta responder: “Hágase en mí, según tu Palabra”.
Los cuarenta días que Jesús pasa en el desierto son la manifestación simbólica de los cuarenta años que el Pueblo permanece en el Desierto antes de entrar en la tierra prometida. El desierto siempre es una experiencia iniciática, algo que se vive con generosidad, antes de comenzar a realizar un proyecto importante para la vida. Los que son guiados por el Espíritu de Dios, antes que por su propio interés, querer y voluntad, logran poner su vida al servicio de algo más grande. Los que sirven real y verdaderamente nunca presumen de lo que hacen y, menos aún, crean división alrededor. Reconocemos a una persona atrapada en su ego porque alrededor suyo crea división y piensa en estrategias para arrebatarle el poder a quienes no ven con buenos ojos su corazón obstinado y sus malas acciones. Bien dice la Escritura: “El corazón del soberbio siempre anda extraviado”. Cree que sirve a Dios y, en realidad, sólo busca su propio prestigio. El pueblo de Israel vivió el desierto como un lugar terrible, donde muchos encontraron la muerte a causa de su corazón endurecido. El desierto nos exige entrar en el con un corazón dispuesto a superar los patrones de conducta destructivos y las creencias que nos esclavizan. Sin este querer e interés, la tentación nos derrumba fácilmente y comenzamos a vivir en la confusión permanente. Jesús, en cambio, vive el desierto como un lugar de encuentro con Dios, consigo mismo y, de manera especial, como el espacio donde las motivaciones se aclaran y las dudas se despejan. La fidelidad se muestra cuando el corazón se libera de aquellas cosas que deforman la relación con Dios y nos impiden acoger su amor. Hu-Ssong propuso a sus discípulos el siguiente relato: Un hombre que iba por el camino tropezó con una gran piedra. La recogió y la llevó consigo. Poco después tropezó con otra. Igualmente la cargó. Todas las piedras con que iba tropezando las cargaba, hasta que aquel peso se volvió tan grande que el hombre ya no pudo caminar. ¿Qué piensan ustedes de ese hombre? Que es un necio, respondió uno de los discípulos. ¿Para qué cargaba las piedras con que tropezaba? Dijo Hu-Ssong: Eso es lo que hacen aquellos que cargan las ofensas que otros les han hecho, los agravios sufridos, y aun la amargura de las propias equivocaciones. Todo eso lo debemos dejar atrás, y no cargar las pesadas piedras del rencor contra los demás o contra nosotros mismos. Si hacemos a un lado esa inútil carga, si no la llevamos con nosotros, nuestro camino será más ligero y nuestro paso más seguro. En el evangelio de Marcos, la ida de Jesús al desierto tiene un carácter especial. Durante cuarenta días, Jesús vive rodeado de animales salvajes (Mc 1, 12-15). Esos animales salvajes son lo que menciona el profeta Isaías: el lobo (las fuerzas de la naturaleza que pueden cuidar o destruir el alma), el puma (El conocimiento espiritual y profundo de la vida y del alma), el león (la soledad), el oso (La capacidad de regular la vida emocional), el buey (La fuerza del trabajo, la calma y la bondad) y las víboras (Sabiduría, salud, prudencia y fortaleza). Según la profecía, el Siervo de Yahvé pastoreará a estos animales. En el desierto, Jesús integra las fuerzas que conforman el alma y la psique poniendo a Dios como eje central, fundamental y principio organizador de todo. Estamos listos para servir al Señor, cuando en el desierto, hemos sabido integrar lo que somos y, en lugar de sentirnos privilegiados y por encima de los demás, sentimos que, todo lo recibido es un don para el servicio de la vida y de Dios. En Palabras de Ignacio: lo que somos es para honrar y buscar en todo la mayor gloria de Dios que es nuestro Señor y creador. Sin entrar en contacto con la realidad interior que nos habita, resulta difícil comprender que nuestra vida es, en primer lugar, un servicio a la vida y, en segundo lugar, que honramos a la vida dando lo mejor de nosotros a la vida misma, a la tarea que ella y Dios nos encomiendan. La presencia de Dios transforma todo lo que puede ser destructivo en nosotros en fuente de vida y gozo. En el desierto estamos invitados a vivir nuestra relación filial con Dios. Mientras que al pueblo de Israel, le costó aceptar a Dios como el Padre que acompaña, guía, sana y provee, Jesús nos mostró que dicha relación no sólo era posible sino que además, llena la vida de sentido y la realiza. Jesús confirma que Dios es Padre y él, hijo que tiene la confianza absoluta en su Padre. Una confianza que se manifiesta en la entrega a la muerte en Cruz. La confianza y abandono en Dios, le permita a Jesús superar todas las pruebas y encontrar las fuerza que lo sostendrá en el momento final de su vida. Será esa confianza la fuerza que removerá la piedra que cubre la entrada al sepulcro y que hará que la muerte, en lugar de cantar victoria, lamente su profunda derrota. El que confía en Dios nunca quedará defraudado. En el desierto somos guiados por el Espíritu Santo. Al entrar en el desierto, siempre nos asalta la tentación de seguir los pasos de Adán. Adán no fue capaz de permanecer fiel en medio de la prueba, se dejó arrastrar porque perdió el contacto consigo mismo y, después, terminó acusando al otro del mal que él mismo había consentido. Seguimos las huellas de Adán cuando evadimos la responsabilidad ante nuestros actos y asumimos el papel de víctimas o de niños. Jesús, en cambio, lleno del espíritu Santo, entra en contacto con la fuente interna de su ser y asume la vida como don, tarea y misión. Jesús sabe que sólo en la intimidad de la relación con Dios se encuentra la claridad para saber qué hacer con la vida, cómo vivirla y entregarla auténticamente. Señor, cuando me encierro en mí, no existe nada: ni tu cielo y tus montes, tus vientos y tus mares; ni tu sol, ni la lluvia de estrellas. Ni existen los demás ni existes Tú, ni existo yo. A fuerza de pensarme, me destruyo. Y una oscura soledad me envuelve, y no veo nada y no oigo nada. Cúrame, Señor, cúrame por dentro, como a los ciegos, mudos y leprosos, que te presentaban. Yo me presento. Cúrame el corazón, de donde sale, lo que otros padecen y donde llevo mudo y reprimido el amor tuyo, que les debo. Despiértame, Señor, de este coma profundo, que es amarme por encima de todo. Que yo vuelva a ver a verte, a verles, a ver tus cosas a ver tu vida, a ver tus hijos... Y que empiece a hablar, como los niños, -balbuceando-, las dos palabras más redondas de la vida: ¡PADRE NUESTRO! (Ignacio Iglesias, sj) Francisco Javier Carmona
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