Con frecuencia, muchas personas dicen estar viviendo experiencias donde no se sienten a gusto porque tienen la sensación de no ser ellas mismas. Muchos, llegan a creer que tienen problemas de ansiedad, depresión o dificultades con la relación; en realidad, dice Suzette Bon, estas personas están bajo los efectos de la disociación. El problema real es una crisis de identidad o del sentido del Yo. Nos disociamos para distanciarnos del dolor que, alguna experiencia del pasado produjo en nuestra alma. La disociación es la que nos hace sentir como si dentro de nosotros habitara alguien diferente, como si fuéramos otro Yo. La disociación es una forma de alejarnos de la realidad, de desentendernos de ella, tanto externa como internamente. La disociación surge cuando estamos frente a una experiencia similar a la que no hemos podido superar por más que nos esforzamos. Sí, la experiencia que nos marcó profundamente, fue la relación de pareja; cada vez que se intenta entrar en una nueva relación, surge el sentimiento de incomodidad. Se empiezan a buscar excusas y razones para no continuar. De un momento a otro, desaparece el bienestar que se estaba experimentando en la relación, surgen las dudas, los temores asaltan la consciencia y, empezamos a vernos extraños, como si fuéramos otros.
Cuando la disociación se activa aparece el desencanto. Lo que antes nos gustaba y llenaba de placer, ahora, produce tedio y cansancio. Algunos dicen: pasamos de mucho a poco y a casi nada. Bajo el efecto de la disociación se pierde la capacidad de disfrutar. Las personas empiezan a sentir que se entumecieron emocionalmente. Tengamos presente que, gracias a la capacidad de olvidar para poder sobrevivir es que tenemos dificultad para recordar la experiencia que dio origen a la disociación. El problema está en que, todo lo que vivimos queda registrado en el cuerpo y, cuando aparece un estímulo adecuado, se activa no el recuerdo, sino la estrategia de sobrevivencia; por esa razón, es que deseamos huir. Cuando ya no podemos escapar, nuestro cuerpo, nuestro corazón y nuestra mente buscan como no estar. Un hombre iba caminando con dificultad por la orilla de un río. Observó que la orilla opuesta era mucho más transitable, pero no podía alcanzarla a nado porque la corriente era muy fuerte. Así que paró, reunió algunas cañas y los materiales necesarios y construyó una balsa. Subido en ella cruzó el río sin problemas. Una vez llegado a la otra orilla, sintió tristeza al pensar en abandonar su embarcación. Consideraba todo un logro personal haberla construido y le gustaba contemplarla. De modo que decidió cargarla sobre sus espaldas y reanudó su marcha. Pero, conforme iba pasando el tiempo, sus pasos se hacían cada vez más torpes y lentos. A pesar de que el camino era más fácil, se iba quedando sin fuerzas, y empezó a preguntarse si había valido la pena cambiar de orilla. Tardó tiempo en darse cuenta del desgaste que le estaba suponiendo llevar la balsa a sus espaldas mientras escalaba hacia las cumbres de la montaña. Finalmente decidió abandonar su carga y se sintió más ligero y más equilibrado. Según Mario Carlos Salvador: “Podemos reconocer una disociación en alguien si le notamos como robotizado, no presente, con la mirada perdida, con un tono de voz plano, cuando parece que no nos escucha bien o no nos entiende de manera fluida, o parece insensibilizado, como alejado de la realidad presente, desconectado y con lagunas de memoria. Este estado disociativo se ha gestado a través de la vía parasimpática, en concreto a través de la rama posterior del Nervio Vago, con lo cual podemos encontrar señales somáticas como un ritmo cardíaco y respiratorio lento, pupilas contraídas o fatiga, pudiendo llegar incluso hasta el desmayo”. Si nos dejamos arrastrar por la disociación, perdemos la oportunidad de salir de ella y volver a conectar con nosotros mismos, con nuestros sueños, con la persona que, realmente, somos. En este proceso, es importante contar con personas que nos escuchen, nos acojan, nos hagan sentir protegidos y, sobretodo, que nos ayuden a digerir lo que está sucediendo, y nos acompañen a ir integrando en la psique y en el cuerpo, paulatinamente, lo que nos abrumo sin la carga emocional correspondiente. Mantener la disociación puede ser no sólo muy doloroso sino también muy costoso para nuestro bienestar. Superar la disociación hace posible que, volvamos a conectar la cabeza con el corazón, que el alma vuelva a vibrar con aquello que antes la expandía. La disociación también es la respuesta a una experiencia de soledad extrema. Cuando sucedió algo que llenó el alma de mucho dolor, no contamos con personas que nos escucharan, que entendieran lo que nos sucedía; al contrario, las personas en su afán de ayudarnos y evitar que sufriéramos, con sus actitudes y respuestas, terminaron haciendo que nos sintiéramos más solos que al principio. Sentir la soledad extrema, hace que la impotencia gane terreno en el alma y en el corazón. En estas condiciones, comenzamos a repudiar partes de nuestro yo. Así, se instala la disociación en el alma. Dejar solo a alguien con su dolor puede ser una señal de respeto. Lo que estamos llamados a cuidar es una actitud abierta de escucha, de empatía y, sobretodo, de aceptación incondicional. Si la soledad perdura en el tiempo, aparece lo que se llama trauma relacional o complejo. En el primero, empezamos a vincularnos con los demás a partir del patrón de conducta que nos llevó al dolor. En el segundo, asumimos la identidad de la persona con la que vivimos la experiencia dolorosa. En ambos casos, la actitud que asumimos, se convierte en el inconsciente, en una forma de retener a quien nos hizo daño. Sin darnos cuenta, pasamos de víctimas a victimarios. Obrando así, el dolor permanece y la desconexión se vuelve un patrón normal de conducta y, hasta un estilo de vida y de relación. Llegué al dolor por la alegría. Supe por el dolor que el alma existe. Por el dolor, allá en mi reino triste, un misterioso sol amanecía. Era alegría la mañana fría y el viento loco y cálido que embiste. Alma que verdes primaveras viste, maravillosamente se rompía. Así la siento más. Al cielo apunto y me responde cuando le pregunto con dolor tras dolor para mi herida. Y mientras se ilumina mi cabeza ruego por el que he sido en la tristeza a las divinidades de la vida (José Hierro) Francisco Javier Carmona
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