Un sabio maestro se encontró frente a un grupo de jóvenes que se declaraban en contra del matrimonio. Los muchachos argumentaban que el romanticismo constituye el verdadero sustento de las parejas y que es preferible acabar con la relación cuando éste se apaga en lugar de entrar a la hueca monotonía del matrimonio. El maestro les escuchó con atención y después les relató un testimonio personal: Mis padres vivieron 55 años casados. Una mañana mi mamá bajaba las escaleras para prepararle a papá el desayuno cuando sufrió un infarto y cayó. Mi padre la alcanzó, la levantó como pudo y casi a rastras la subió a la camioneta. A toda velocidad, condujo hasta el hospital mientras su corazón se despedazaba en profunda agonía. Cuando llegó, por desgracia, ella ya había fallecido. Durante el sepelio, mi padre no habló, su mirada estaba perdida. Casi no lloró. Esa noche sus hijos nos reunimos con él. En un ambiente de dolor y nostalgia recordamos hermosas anécdotas. Él pidió a mi hermano teólogo que dijera algunas reflexión sobre la muerte y la eternidad. Mi hermano comenzó a hablar de la vida después de la muerte. Mi padre escuchaba con gran atención. De pronto pidió que lo llevasen al cementerio. Papá, respondimos ¡Son las 11 de la noche! No podemos ir al cementerio ahora!. Alzó la voz y con una mirada vidriosa dijo: No discutan conmigo por favor, no discutan con el hombre que acaba de perder a la que fue su esposa por 55 años. Se produjo un momento de respetuoso silencio. No discutimos más. Fuimos al cementerio, pedimos permiso al velador y, con una linterna llegamos a la lápida. Mi padre la acarició, oró y nos dijo a sus hijos que veíamos la escena conmovidos: Fueron 55 buenos años...¿saben?, Nadie puede hablar del amor verdadero si no tiene idea de lo que es compartir la vida con una mujer así. Hizo una pausa, se limpió la cara y continuó: Ella y yo estuvimos juntos en todo. Alegrías y penas. Cuando nacieron ustedes, cuando me echaron de mi trabajo, cuando ustedes enfermaban. Siempre estuvimos juntos. Compartimos la alegría de ver a nuestros hijos terminar sus carreras, lloramos uno al lado del otro la partida de seres queridos, rezamos juntos en la sala de espera de muchos hospitales, nos apoyamos en el dolor, nos abrazamos y perdonamos nuestras faltas... hijos, ahora se ha ido y estoy contento, ¿saben por qué?, porque se fue antes que yo, no tuvo que vivir la agonía y el dolor de enterrarme, de quedarse sola después de mi partida. Seré yo quien pase por eso, y le doy gracias a Dios. La amo tanto que no me hubiera gustado que sufriera. Cuando mi padre terminó de hablar, mis hermanos y yo teníamos el rostro empapado de lágrimas. Lo abrazamos y él nos consoló: Todo está bien hijos, podemos irnos a casa; ha sido un buen día". Esa noche entendí lo que es el verdadero amor. Dista mucho del romanticismo y no tiene que ver con el erotismo. Más bien es una comunión de corazones que es posible porque somos imagen de Dios. Es una alianza que va mucho más allá de los sentidos y es capaz de sufrir y negarse cualquier cosa por el otro. Cuando el maestro terminó de hablar, los jóvenes universitarios no pudieron debatirle. Ese tipo de amor les superaba en grande. Pero, aunque no tuviesen la valentía de aceptarlo de inmediato, podían presentir que estaban ante el amor verdadero. Escribe Inés Ordoñez: “Es muy fácil mantenerse fiel al amor cuando el cónyuge y los hijos responden al ideal de matrimonio y de familia. Pero qué difícil es permanecer amando, cuando desaparecen los sentimientos amorosos y, cuando los que amamos amenazan nuestro proyecto soñado o espejan lo que no queremos ver. Se necesita una gran decisión para acompañar lo soñado o lo espejado, lo que no quiero ver. Se necesita una gran decisión para acompañar el crecimiento del amor hasta su madurez pasando por etapas en las que parece que el amor ya no está. Podemos seguir amando cuando sentimos que el amor se vuelve en contra?” Muchos piensan que, en la vida de pareja y en la vida familiar las cosas son fáciles y, si no es así, entonces no vale la pena. Recordemos que, las experiencias no resueltas de alguna etapa de la vida, vuelven en el presente, para pedirnos que las miremos, las acojamos y las resolvamos.
En un taller, muchos participantes se sorprendieron al escuchar que, la vida familiar no es el espacio adecuado para que la pareja intentará a través de los hijos tomar lo que no pudo de sus padres. Hay padres que hacen exigencias a sus hijos no sólo absurdas sino también inadecuadas porque a los hijos no les corresponde darle a sus padres lo que éstos no recibieron de sus propios padres. Esta dinámica no deja que los padres sean adultos y asuman el lugar que les corresponde. Es un amor infantil aquel donde los padres pretenden ser el centro de la vida familiar por la forma caprichosa, controladora y posesiva como algunos padres intentan vincularse con sus hijos. Cuando la dependencia afectiva atraviesa los vínculos familiares, los hijos experimentan mucha dificultad para convertirse en adultos y asumir, como corresponde, la vida de pareja. Escribe Inés Ordoñez: “El amor infantil es insaciable, siempre reclama, nada le es suficiente; lo que recibimos de los demás nunca nos alcanza, nuestro estado de ánimo es muy cambiante y los otros son los que siempre tienen la culpa de los que nos pasa. Los celos, la competencia, la agresión y la violencia pueden teñir nuestra forma de relacionarnos y de amar. Necesitamos tener la razón en todo y no nos gusta que nadie, ni siquiera la realidad, nos contradigan o se interpongan ante nuestras necesidades”. Las crisis y dificultades en la vida familiar ponen a prueba los cimientos sobre los que estamos construyendo el proyecto familiar. En medio de las crisis, muchas veces, se descubre que los padres están pidiendo a los hijos que realicen sus sueños, que vivan como ellos no vivieron o que satisfagan las necesidades que aún reclaman un lugar en la propia vida. En otras ocasiones, las dificultades nos revelan que, vamos por la vida idealizando las cosas y, cuando descubrimos que la realidad es otra; muchas veces, muy distante de lo soñado, entonces vienen reacciones desproporcionadas que amenazan la estabilidad y continuidad de la vida familiar como se venía dando. También en las crisis podemos ver si nuestro amor oscila entre la dependencia y la sumisión o entre la rebeldía y la oposición. El amor sano fluye y aporta aceptando y asintiendo las cosas como son. Escribe Inés Ordoñez: “El amor de verdad, no nace de lo que necesitamos o nos hace falta, no busca para sí mismo lo que otros no le dieron, no quiere poseer o dominar, no intenta inventar al otro, no se funda en sentimientos o sensaciones. El amor verdadero es entrega de sí mismo. En la medida, que vamos conociendo el amor verdadero, el que es y deja ser, el que acompaña y anima, el que permite que la identidad sea cada vez más sólida y la entrega a la vocación y misión propia sea un acto de generosidad y de bondad, encontramos que la vida familiar llena de sentido todo lo que somos, hacemos y soñamos. Los que somos creyentes, hemos escuchado repetidas veces que, un matrimonio sin Dios está condenado al fracaso. Muchos entienden la expresión en el sentido estrictamente religioso y se aferran a las prácticas religiosas como un medio de salvar la relación y la familia. Así es como, algunas personas han ingresado a movimientos religiosos de carácter conservador, donde repiten la frase “sin Dios el matrimonio está destinado al fracaso”. Éstas personas empiezan a presionar al otro para que asista a sus reuniones y, cuando éste se niega, entonces viene la separación. Es curioso que, diciendo que sin Dios el matrimonio fracasa, este termine fracasando porque queremos meter a Dios a la fuerza en el matrimonio. Hablar de la presencia de Dios en la vida matrimonial significa: Dios es el fundamento de la vida y el que da existencia a todas las cosas, entre ellas, al amor que une a una pareja y la invita a construir una familia. Decir que Dios está presente hace referencia a que, ambos miembros de la pareja, como cabeza de la familia están comprometidos en sanar sus propias heridas y en corregir todas aquellas cosas que en su carácter se convierten en un obstáculo para la convivencia y para el acompañamiento del otro y de los hijos. Decir que Dios está en medio del matrimonio significa que, primero está la fidelidad y el respeto por el otro, por la familia, antes que los afanes que nacen del desorden afectivo. Decir que Dios está en medio de la familia significa que los miembros de la familia están dispuestos a acogerse los unos a los otros, a cuidarse, a sanar las heridas que se producen y a celebrar juntos el mandato del Señor: “Ámense los unos a los otros, como yo le he amado. Permanezcan siempre en mi Amor”. Muchos están dispuestos a vivir las prácticas religiosas, pero no mueven un dedo para crecer interiormente como seres humanos. Escribe Inés Ordoñez: “Cuando se ama es muy difícil sacar a Dios del medio. Dios es la fuente del amor y, Él que hace que la vida de pareja estable y la familia tengan sentido” Cuando aprendemos a poner a Dios en el centro mantenemos la atención en el cuidado de las relaciones al interior de la familia. Existen muchas familias muy religiosas y, sus miembros, cada vez que tienen la oportunidad, se agreden, se atacan, se desvalorizan. La oración debe ser el alimento del amor, nunca la excusa para creernos más y mejores que los demás. Si esto sucede, nuestro corazón está lleno de hipocresía. Cada vez que escuchó la frase: “Estoy con Dios, Él está en mi corazón” comienzo a temblar, porque el cien por ciento de las veces, lo que viene después es maltrato, humillación y menosprecio. En realidad, lo que estás personas llevan es un gran dolor que, al no ser curado, se convierte en la fuerza que dirige sus decisiones y actos. El que lleva a Dios en el corazón siempre guarda silencio y humildemente se pone al servicio de sus hermanos y de su misión en la vida. Agotado ya de mis manías, mis torpezas y mis miedos, mis complicaciones y mis discursos… agotado de ponerme al centro. Agotado de que antes de intentar levantar el vuelo ya me haya tropezado y enredado en mis cosas de siempre. Agotado vengo hoy a Ti. Esta vez rendido. Ya ni queriendo volar, sino como dejándome caer hacia ese vacío del que sé que sólo Tú me recogerás. Ciego como Bartimeo, con la garganta que me arde, exhausto de gritar. Te grito a Ti. Pocas certezas me has regalado en esta vida. Una es que mi grito sordo entrelazado con mi propio amor, querer e interés espera volver a Ti. Vengo y grito con el eco de todos los que han hecho de mí el que soy y ojalá que con la estela de quienes hayan escuchado Tu Nombre desde los agujeros de mis corazas. Agotado, hoy llego rendido a Ti y noto que quien pone casa para juntarnos a todos a la mesa vuelves a ser Tú (Fran Delgado sj) Francisco Carmona
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