En el camino hacia el santuario, el peregrino encuentra señales que confirman si vamos o no en la dirección correcta. Sin éstos indicadores es fácil extraviarnos. Los indicadores pueden ser muchos. En algunas ocasiones, son las señales que encontramos al borde del camino. En otras, son personas que, como nosotros también están caminando. Encontrar personas coherentes en el camino nos alienta a seguir adelante, a permanecer fieles, a no desfallecer. Un camino se hace confiable cuando los que transitan por él reflejan estabilidad, confianza y seguridad. Estamos disponiéndonos para celebrar el Misterio de la Pascua de Jesús. Ver lo que sucede con Jesús es un indicador que, encontramos en el camino los que aceptamos la invitación a recorrer el camino hacia el Monte del Señor junto a Él. A cada persona que Jesús invita a subir a Jerusalén, a morir con él, le toca decidir si quiere o no aceptar la invitación. Hay muchos que se han negado, lo hicieron con lágrimas en los ojos. Otros aceptaron y, por momentos dudaron, pero al final permanecieron fieles. Ningún camino que se emprenda está exento de oscuridades, desánimos, tentaciones y, en algunos casos, infidelidades. No se justifica nada pero tampoco se oculta lo que puede ocurrir. Al final, todo es parte del camino. Para quien está decidido a avanzar, la prueba lo fortalece. Para quien desea abandonar, la prueba le da motivos para irse. La prueba y la forma como se afronta revelan las verdaderas intenciones del corazón.
Dos semillas estaban juntas lado a lado en la fértil tierra de la primavera. La primera semilla dijo: ¡Quiero crecer! Quiero impulsar a mis raíces fondo dentro de la tierra que está bajo de mí, y expulsar mis brotes a través de la corteza de la tierra que esta sobre mí. Quiero desplegar mis tiernos brotes como banderas que anuncian la llegada de la primavera. Quiero sentir el calor del sol sobre mi rostro y la bendición del rocío matinal sobre mis pétalos. Y creció. La segunda semilla dijo: Tengo miedo. Sí impulso mis raíces dentro de la tierra que esta debajo de mí, no sé lo que encontrará en la oscuridad. Sí me abro paso por la corteza dura que esta sobre mí, puedo hacer daño delicados rebrotes. Y ¿si al dejar que mis brotes se abren, un caracol intenta comérselos? Y si abro mis capullos, un niño pequeño podría arrancarme de la tierra. No, será mejor que espere hasta que no haya peligro. Y esperó. Una gallina de corral que buscaba comer afanosamente entre la tierra de comienzos de primavera encontró a la semilla en espera y rápidamente se la comió. Añadió el Maestro: aquellos de nosotros que nos negamos a arriesgarnos a crecer, podríamos ser engullidos por la vida. Anselm Grün nos dice: “La imagen del indicador fue muy apreciada en la filosofía y la mitología griegas. Heracles se encontró ante una encrucijada. Se decidió por el camino de la virtud y contra el camino de la molicie. La encrucijada, el cruce de caminos, fue desde siempre un lugar importante de encuentro con poderes trascendentes, con dioses y espíritus. La encrucijada nos invita a pasar a algo nuevo, a una nueva fase vital, a pasar de la muerte a la vida o de la vida a la muerte. Indica que nuestra vida es finita y peligrosa. También podemos equivocarnos al decidir. Para que el paso resultara bien, muchas religiones colocaron en las encrucijadas obeliscos, altares o piedras. Los cristianos pusieron con frecuencia en estos lugares cruces, estatuas marianas o imágenes de santos en forma de calvarios o pequeñas capillas. En medio de la consideración de los distintos caminos, todas esas cosas tienen como finalidad invitarnos a que nuestra decisión se decante por el camino correcto”. Mariola López Villanueva escribe: Andaba perdía de camino pa la casa cavilando en lo que soy y en lo que siento, poquito a poco entendiendo que no vale la pena andar por andar, que es mejor caminar pa ir creciendo […] mirarme dentro y comprender… ¿Quién no ha andado un poco perdido en el camino? Cuando se inicia el viaje de la vida aún no sabemos bien qué equipajes tomar, el lugar de llegada aparece lleno de incertidumbres y se nos presentan muchas hojas de ruta alternativas. Lo que sí es seguro es que queremos hacer ese viaje con otros y que los amigos son lo más importante que tenemos. Buscar nuestra identidad y conectar con el mundo de nuestros sentimientos es una parte principal de ese viaje: cavilando en lo que soy y lo que siento. Y es verdad que no vale la pena andar por andar, aunque en algún momento de nuestra vida hayamos hechos recorridos perdidos, que es mejor caminar pa ir creciendo y que puedan desplegarse en nosotros todas las posibilidades latentes. Este crecimiento tiene un movimiento hacia afuera y tiene, también, un movimiento hacia el interior que es el que llena de belleza, de libertad y de sentido todo lo demás: mirarme dentro y comprender… Nos perderíamos mucho de nosotros mismos y de los otros sin esa mirada hacia dentro”. En el camino hacia el santuario o el Monte santo siempre aparecen alternativas diferentes. Muchas veces, no sabemos cuál es el camino que realmente nos conduce hacia la meta que deseamos alcanzar. Es así, como entramos en la encrucijada. Cuando hay diversos caminos se vuelve necesario adoptar criterios que nos permitan tomar la decisión que nos conduzca a donde nuestra alma anhela llegar. Recordemos que, la realización es el impulso del alma y nosotros con el temor, los reparos, las inseguridades, los miedos y las falsas creencias podemos lograr que ese impulso se paralice, congele o desvanezca. Cuando Jesús invita a caminar junto a Él recomienda dejarlo todo atrás. “El que pone la mano en el arado y vuelve la mirada atrás, no sirve para el Reino” A pesar de todas las dificultades que Jesús encuentra en el camino, Él siempre mantiene su determinación de ir hacia adelante. La invitación a ir junto a Jesús con pocas cosas, una bolsa y un par de sandalias, obliga al peregrino a caminar humildemente, sin nada de que presumir y, sin pretextos para sentirse mejor que los demás. El camino es el hacia el centro de nosotros mismos, hacia aquello que nos permite entrar en comunión con Dios y con nuestro sí mismo. Al llegar a Jerusalén, la meta de la peregrinación, Jesús nos revelará su destino. Al salir del río Jordán, cuando fue bautizado, se escuchó una voz que decía: “Este es mi hijo amado”. Esa voz resonó de nuevo en el Monte Tabor cuando se dio la experiencia de la Transfiguración. Ahora, Jesús entra en Jerusalén. La multitud lo aclama. No es en el templo donde Jesús es reconocido como hijo de Dios, tampoco ante el Sanedrín y, mucho menos, ante tribunal romano encabezado por Pilato. En la Cruz, después de ser despedazado, despojado y desfigurado, en la forma como muere, Jesús es proclamado por un soldado romano como Hijo de Dios. El destino se revela cuando la semilla se abre y da paso a la nueva vida. Señor mío: Tú me diste estos ojos; dime dónde he de volverlos en esta noche larga, que ha de durar más que mis ojos. Rey jurado de mi primera fe: Tú me diste estas manos; dime qué han de tomar o dejar en un peregrinaje sin sentido para mis sentidos, donde todo me falta y todo me sobra. Dulzura de mi ardua dulzura: Tú me diste esta voz en el desierto; dime cuál es la palabra digna de remontar el gran silencio. Soplo de mi barro: Tú me diste estos pies... Dime por qué hiciste tantos caminos, si Tú solo eres el Camino, y la Verdad, y la Vida (Dulce María Loynaz)Francisco Carmona
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