Con frecuencia, encuentro personas que pierden la estabilidad emocional a causa de las reacciones irracionales o desproporcionadas de otros. El evangelio de Juan, en los relatos de la pasión, narra la siguiente escena: “Entonces el sumo sacerdote interrogó a Jesús acerca de sus discípulos y de sus enseñanzas. Jesús le respondió: Yo he hablado al mundo abiertamente; siempre enseñé en la sinagoga y en el templo, donde se reúnen todos los judíos, y nada he hablado en secreto. ¿Por qué me preguntas a mí? Pregúntales a los que han oído lo que hablé; he aquí, éstos saben lo que he dicho.…Cuando dijo esto, uno de los alguaciles que estaba cerca, dio una bofetada a Jesús, diciendo: ¿Así respondes al sumo sacerdote? Jesús le respondió: Si he hablado mal, da testimonio de lo que he hablado mal; pero si hablé bien, ¿por qué me pegas?…” Nietzsche insiste en la necesidad de “aprender a no responder inmediatamente a un impulso, sino a controlar los instintos que inhiben y ponen término a las cosas”. Lola Arrieta, psicóloga, escribe: “El afán desmedido de felicidad hace que, con mucha facilidad, nosotros cambiemos nuestra primogenitura por un plato de lentejas. Vivimos en un mundo de reacciones desproporcionadas donde la gente reacciona airadamente por cosas nimias”. No sabemos esperar, nos cuesta hacerlo porque pensamos que, cada minuto de espera es una oportunidad desperdiciada de alcanzar la felicidad. Sin darnos cuenta, sufrimos mucho más de lo que creemos. La mayor parte del sufrimiento que arrastramos con nosotros nace en la narrativa distorsionada sobre la felicidad que, día a día, vamos alimentando. Nuestra hiperactividad sólo contribuye a que el vacío existencial, la depresión, la ansiedad, el miedo y la angustia sigan creciendo.
Un aspirante a discípulo visitó la casa de un Maestro Sufí. Se le dijo: Tienes que tratar de contestar a una pregunta. Si lo consigues, él te aceptará para la enseñanza dentro de tres años. La pregunta se hizo y el buscador trabajó en ella hasta que tuvo la respuesta. El representante del Maestro la entregó y volvió con el mensaje: Tu respuesta es correcta. Ahora puedes alejarte por un periodo de 1001 días, después de los cuales te será permitido volver para recibir la Enseñanza. El aspirante estaba deleitado. Cuando le hubo dado las gracias, le preguntó al otro hombre: ¿Qué habría ocurrido si hubiese fallado en dar la respuesta correcta? ¡Oh!, en ese caso habrías sido admitido inmediatamente. A consulta vino un hombre que deseaba trabajar la relación de pareja. Contó que, cada vez que su esposa se enojaba, decía cosas sumamente ofensivas y descalificadoras. El hecho ya se había repetido tres veces. La primera lo acuso de ladrón, la segunda de abusador y la tercera le gritó a viva voz: ¡no eres suficiente hombre para mí! Cuando intentaba conversar con ella siempre tenía como respuesta: ¡usted se está inventando esas cosas para hacerme quedar mal delante los demás!, ¡usted está loco, deje de inventar! Según Nietzsche, cuando una persona reacciona de esta forma está manifestando el declive de su salud mental y el agotamiento existencial en el que se encuentra. El paso siguiente será la desconexión neuronal. La infamia y la vileza son, según Nietzsche, la expresión de la incapacidad de actuar coherentemente frente a los impulsos, no saber ponerle límite a la tristeza y al dolor que albergamos y, que no hemos sido capaces de resolver y curar. En Constelaciones Familiares se invita a decirle Sí a la vida como es. Dice Byung: “Decirle Sí a la vida no es un acto pasivo, es un trabajar constantemente sobre uno mismo para que los impulsos no sean los que dominen nuestras reacciones. Asentir a la vida es un acto propio de quien aprende a contemplar la vida y a fluir con ella. Mientras que la hiperactividad es un síntoma del cansancio y la desconexión, la contemplación es el resultado que alcanza quien aprendió a conectarse con la vida y a fluir con ella tomando distancia de las expectativas de alcanzar las cosas en el menor tiempo posible sin darse el espacio para saborear y disfrutar el camino. La hiperactividad nos hace esclavos de nuestras reacciones y la contemplación, al ponerle freno a los impulsos, nos ayuda a vivir en libertad. En la contemplación tenemos la posibilidad de renunciar y desprendernos del Ego. Mientras el Ego nos afana a ser alguien, en la contemplación reconocemos que somos nada. La importancia personal es producto del Ego; de ahí, la necesidad de excluir y sentirnos mejores que los demás. En la contemplación nos reconocemos parte del Todo y la importancia personal desaparece porque nos damos cuenta que, somos mucho más que un pensamiento o una etiqueta. Joan Garriga lo expresa en los siguientes términos: “Somos nadie. Ese es el gran descanso, es mejor no esperar a morirse para descubrir que ya estamos muertos. Y estar muerto es estar muy vivo. Y luego las identidades son funcionales. Pero no vamos a matar por nuestra identidad. No son nuestra verdad. También cuando nos morimos hay que desprenderse, ya sea que fueras hijo de rico o pobre. Hay que soltarlo todo. Entonces, no tiene mucho sentido pasarse la vida luchando, ya sé que la vida funciona así, y estamos tan acostumbrados a funcionar así, pero esto no significa que funcione de la mejor manera” Otro autor, Anthony Bloom en Certezas de la fe, escribe: “Si os sentáis en una habitación y os decís: Estoy en la presencia de Dios; al cabo de un instante os preguntaréis cómo se puede llenar esta presencia de una actividad que ahogue la inquietud… ¿Y ahora qué hago? ¿Qué puedo decir a Dios? ¿Cómo me dirijo a Él? Es tan silencioso… ¿De veras está aquí? ¿Cómo podré tender un puente entre esta ausencia muda y mi inquieta presencia?. El silencio de Dios es la realidad más difícil de llevar al comienzo de la vida de oración y sin embargo es la única forma de presencia que podemos soportar, pues todavía no estamos preparados para el fuego de la zarza ardiendo. Es preciso aprender a sentarse, a no hacer nada delante de Dios, sino a esperar y gozarse de estar presente al Presente eterno. Esto no es brillante, pero si se persevera, irán surgiendo otras cosas en el fondo de este silencio e inmovilidad”. El rostro de Dios está dentro de nosotros. Cuando conectamos con el rostro de Dios que nos habita también aprendemos a conectarnos con todo lo que nos rodea desde el Dios que habita en nosotros. Muchos miran hacia fuera y se preguntan: ¿Dios dónde te escondes? La respuesta no se hace esperar: dentro de Ti, en el amor que sientes, en la compasión con la que acoges tu fragilidad, en el perdón que te ofreces, etc. Quien se ama a sí mismo termina amando al otro porque sabe que el Dios que habita en él, también está presente y habitando en el otro. Así pues, la exclusión, el rechazo del otro no sólo es un rechazo a nosotros mismos sino también al Dios que, al hacerse carne, está en todos y cada uno de los hombres que habitan este mundo. Ojalá, Señor, te llegue mi voz. Aquí estoy. Sin grandes palabras que decir. Sin grandes obras que ofrecer. Sin grandes gestos que hacer. Solo aquí. Solo. Contigo. Recibiré aquello que quieras darme: luz o sombra. Canto o silencio. Esperanza o frío. Suerte o adversidad. Alegría o zozobra. Calma o tormenta. Y lo recibiré sereno, con un corazón sosegado, porque sé que tú, mi Dios, también eres un Dios pobre. Un Dios a veces solo. Un Dios que no exige, sino que invita. Que no fuerza, sino que espera. Que no obliga, sino que ama. Y lo mismo haré en mi mundo, con mis gentes, con mi vida: aceptar lo que venga como un regalo. Eliminar de mi diccionario la exigencia. Subrayar el verbo dar. Preguntar a menudo: ¿Qué necesitas? ¿Qué puedo hacer por ti?, y decir pocas veces quiero o dame. Y así sigo, Dios: Aquí, sin más, en soledad. En silencio. Contigo, mi Dios pobre (José María Rodríguez Olaizola, sj)Francisco Carmona
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