Los discípulos estaban enzarzados en una discusión sobre la sentencia de Lao Tsé: Los que saben no hablan; Los que hablan no saben. Cuando el Maestro entró donde aquellos estaban, le preguntaron cuál era el significado exacto de aquellas palabras. El Maestro les dijo: ¿Quién de vosotros conoce la fragancia de la rosa? Todos la conocían. Entonces les dijo: Expresadlo con palabras. Y todos guardaron silencio. El significado profundo de muchas cosas, dice Anthony de Mello, se entiende a través del silencio, la contemplación, la paciencia y el tiempo. Lo fundamental sólo puede ser comprendido desde el corazón que sabe amar, entregarse y crear. Allí, donde el ser humano entra en contacto con su esencia nace la inspiración que, es sin duda, la fuerza que marca el camino, nos señala el rumbo verdadero, el que podemos tomar, para vivir lo verdadero, lo único que vale la pena: “el amor que se hace carne y se entrega para dar vida al mundo”. Cuando el pozo es profundo, dice un dicho popular, siempre hay agua que beber. En cambio, cuando todo es superficial, hasta el viento más sutil es capaz de secarlo. La inspiración nos regala la certeza de que al seguirla, aunque sea intrascendente u ordinaria, como dice Merton, estamos en el camino. En la contemplación encontramos la luz que nuestra alma necesita para poder no sólo salir de la oscuridad, sino también, para vencer los demonios que, desde nuestra prisión interior nos perturban pidiéndonos que los veamos, los comprendamos, liberemos el tesoro que custodian y los transformemos en lo que realmente son, fuerzas que conectan con la vida, el Espíritu y Dios. La inspiración mantiene el alma abierta a lo inesperado, a lo nuevo.
Para entrar en la contemplación, es necesario, entrar en el desierto; es decir, crecer en la disposición de encontramos con aquellas partes de nuestro ser que, cada vez que aparecen, deseamos alejarlas de la consciencia y confinarlas a un lugar donde no nos perturben. Quien es capaz de entrar en el vacío que, entre otras cosas, exige, en primer lugar, abandonar el deseo de interferir, de querer cambiar las cosas y hacer que sucedan según nuestra propia voluntad, interés y querer. En segundo lugar, abandonar la creencia de que sin nosotros, las cosas dejarán de funcionar o no lo harán correctamente. La inspiración, curiosamente, se acerca a quien dejó a un lado, la importancia personal, para buscar algo más grande. Difícilmente, el rey conocerá el dolor de su pueblo, si se mantiene encerrado en su castillo. Para saber lo que realmente le sucede al otro, es necesario, ir a su encuentro o, dejar que él venga a nosotros, como lo hicieron los diez leprosos con Jesús. La vida verdadera, aquella donde nos sentimos a gusto con nosotros mismos y, donde sentimos que nos expandimos no sólo porque podemos ser nosotros sino también porque mantenemos puro el corazón, es la meta de la contemplación. El que nunca para, y mantiene en el frenesí de la actividad, termina por creer que, sólo vale, en la medida que produce. Curiosamente, el que anda de un lado para otro, siempre guarda en su corazón, la sensación de que el tiempo y la vida nunca son suficientes para todo lo que hay qué hacer. Los que entraron en el activismo se olvidan de lo único necesario: vivir. El que vive se siente satisfecho consigo mismo, con el tiempo, con lo que hace. El afán de vivir preocupados por la vida de los demás, revela que no estamos interesados y comprometidos con la realización de nuestra propia vida. Cuando se hace referencia a la vida que se vive a las carreras, de afán, conviene darle un lugar a las palabras de Marc Font: “Huir, como si quemara la sombra. Huir. Huir como el viento, como el agua, como la piedra. Huir del mar, huir de la sal, huir de la arena, huir de la vida como si la vida en ello nos fuera. De los brazos de la matrona a los sepultureros. Huir. De Domingos con prisa, de madrugones graníticos, de siestas calcáreas, de sueños de arenisca. De poemas en servilletas, de dogmas sin crítica y de la crítica con caretas, de la academia sin sangre y de la sangre sin sapiencia. Huir. De quien canta un salmo igual que un gol, de quien canta un gol igual que un parto. De quien invoca guerra con Paz en la boca, del disidente a deshora, del que por ti mataría y del que sin ti se mata. De la lucha sin sentido y del sentido en simulacro. Huir. De quien no ama Belleza, de quien no consume Belleza, de quien no devora Belleza, de quien no es un adicto empedernido de la Belleza y la busca hasta en los recovecos más repugnantes del mundo, porque sólo nos salvará Belleza. Huir de todos los demás hasta quedar solos. De los ecos, los reflejos, los fuimos, los habíamos, los hubiéramos, los habríamos sido… De ti y de mí, del nosotros, del “como ellos”, los para siempres y jamases”. El corazón puro, la meta de la ascetismo cristiano, es la expresión con la que mejor se define el estado de Presencia, la decisión de abandonar la huida y tomar la vida en las manos. En la vida monástica se enseña, entre otras cosas, que todo lo que se hace: trabajar, ayunar, descansar, meditar, observar, etc., tiene como objetivo mantener el corazón limpio y puro porque es la única forma de ver, contemplar a Dios y permanecer radiantes. La pureza de corazón no significa dejar de tener preocupaciones, eso, es una quimera. Un corazón puro no se ata a la preocupaciones y tampoco permite que éstas le roben la libertad. La pureza del corazón nos enseña a tener conciencia de nosotros mismos, en lugar de andar preocupados, por nosotros mismos. Vivir centrados en Dios, en lugar de vivir buscando reconocimiento y valoración es el fruto de la contemplación y, en consecuencia, de la inspiración. Escribe Thomas Merton: “El estado de pureza de corazón y de vacío es, ciertamente, nuestra razón de ser. Aparte de los impulsos reales de gracia, de breves y reales iluminaciones e inspiraciones, persiste esa atmósfera de vacío y disponibilidad, ese estar por entero a disposición de Dios. Soy libre, haz conmigo lo que Tú quieras. Eso hace Dios de diversas formas. Y es bueno que no podamos definirlo, que nada podamos hacer para demostrarlo, para razonarlo. No necesitamos hablar de ello con nadie…No hay que tratar de describirlo”. Reconocemos la pureza de corazón porque somos capaces de decir, con confianza y, sin temor: Me pongo en tus manos, haz de mí lo que quieras, con tal de que sea Tu voluntad y no la mía. María, la Madre de Jesús, encuentra en su corazón puro, inmaculado, la generosidad necesaria para poder decirle Sí a Dios cuando le confía la maternidad y cuidado de su Hijo. Los evangelios, la señalan no sólo como la mujer que vive de la fe que nace de su corazón, sino también, como la mujer que, permanentemente, medita lo que escucha a los demás decir acerca de Jesús, el fruto bendito de su vientre. María sabe que, para estar cerca de su hijo Jesús, necesita mantener el corazón libre; el único que puede dejarse arrebatar lo que tiene, para entregarlo a la vida que va revelando su plenitud y su auténtico destino: la comunión con Dios. Nadie estuvo más solo que tus manos perdidas entre el hierro y la madera; más cuando el pan se convirtió en hoguera, nadie estuvo más lleno que tus manos. Nadie estuvo más muerto que tus manos cuando, llorando, las besó María; más cuando el vino ensangrentado ardía, nadie estuvo más vivo que tus manos. Nadie estuvo más ciego que mis ojos, cuando creí mi corazón perdido, en un ancho desierto sin hermanos. Nadie estaba más ciego que mis ojos. Grité, Señor, porque te habías ido. Y Tú estabas latiendo entre mis manos (José Luis Martín Descalzo) Francisco Javier Carmona
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