El desierto es el lugar de la vida. Allí se inicia la auténtica relación con Dios. Esa relación nos descubre nuestra verdadera identidad y, también nuestra vocación, el llamado que Dios nos hace para transformar el corazón y transformar el mundo que nos rodea. En el desierto, Dios se revela como es y nosotros podemos mostrarnos como somos. Allí, podemos dialogar con Dios y con nosotros mismos en total transparencia. Lo anterior, implica la disposición para escuchar nuestros demonios, la sombra, la oscuridad y todo aquello que cubre nuestro ser impidiéndole manifestarse, revelarse. En el desierto, también descubrimos las fuerzas que acechan la vida, que la amenazan, entre ellas, encontramos a las pulsiones. Según el psicoanálisis, en el ser humano están presentes unas fuerzas específicas que, sin orden o contención, pueden destruir la psique humana. Entre esas fuerzas, encontramos la pulsión que, según el psicoanálisis, es impulso psíquico compuesto por un estado de excitación emocional y una tensión física. En estado de alta tensión, comienza la búsqueda de un objeto sobre el que, al entrar en contacto con él, se pueda deshacer la desazón que la pulsión provoca. Así, es como llegamos a destruir a alguien, creyendo que lo estamos amando o creando un vínculo sano con él. Las pulsiones pueden conectarnos con la vida, la creatividad, el amor y la preservación. También pueden generar violencia, caos, desunión, autodestrucción o parálisis total de una actividad o de un individuo.
Antes de dirigirse al desierto, el ser humano necesita hacerse consciente de sus propias esclavitudes. En muchas ocasiones, el desorden afectivo que llevamos en el corazón termina tiranizándonos de tal manera que, sin darnos cuenta, perdemos la libertad y hacemos daño a quienes amamos. Una madre esclavizada por su miedo a la soledad, por ejemplo, puede hacer todo lo que está a su alcance para retener a los hijos a su lado. Un hijo educado como el príncipe de la casa, puede recurrir a la adicción para evitar hacerse cargo de la vida y hacer que toda la familia se haga cargo de él. Al mostrarse como un ser débil, desorientado e incluso enfermo, se asegura techo y comida sin esfuerzo ni compromiso. Un padre herido puede sumergirse en el alcohol y generar la herida de abandono en sus hijos. Una hija que, en su afán de destacarse, se avergüenza del origen humilde de sus padres, puede en la ancianidad de éstos, someterlos a todo tipo de maltratos, diciéndose a sí misma que, sus acciones son propias del corazón y las manos de un ángel. Una vez un monje visitó al Maestro Gensha para saber dónde estaba la entrada al camino de la verdad. Gensha le preguntó: ¿Oyes el murmullo del arroyo? Sí, lo oigo, respondió el monje. Pues allí está la entrada, le dijo el Maestro. Sin un acto que nos revele que, por fin, tomamos consciencia de nuestra esclavitud, es difícil dirigirnos hacia el desierto. En el cuento del principito, el aviador se da cuenta que la vida se convirtió en hablar de propiedades, de dinero, de logros, etc. Por eso, su avión, el mundo de sus ilusiones, termina aterrizando en el desierto para encontrarse con un niño vestido de carmín y cabellos de oro; es decir, con la parte divina o esencial de nuestro ser, aquella parte de nosotros que conserva intacta la originalidad que acompaña nuestra existencia durante los primeros años de vida. En el desierto, siempre está Dios dispuesto a acogernos, a escuchar nuestras luchas y, lógicamente, también nuestras fatigas. En el desierto, Dios descubre a Israel como su hijo y, por esa razón, lo acoge, lo envuelve, lo protege, lo cuida, lo sostiene y lo alimenta como si se tratara de la niña de sus ojos. En el desierto, nos dice la Sagrada Escritura, sólo Dios guía nuestro destino y, lo hace sin la ayuda de dioses extraños, de fuerzas contrarias a Él. Dice la Sagrada Escritura: “Porque Yahvé, tu Dios, te guía como un Padre a su hijo, lo acompaña durante todo el camino” (Dt 1,31) El único que nos puede acompañar en el Desierto es Dios porque conoce todos los caminos, los peligros y las fieras que habitan allí. En otras palabras, Dios es el único guía experto en la vida del desierto. En el evangelio de Marcos, Jesús se presenta como un hombre que está en camino. Al presentarse como hijo de Dios, también nos revela que hace las obras del Padre. Al ser un caminante, nos muestra que Dios también lo es. Al sanar nuestras heridas, también nos revela que Dios es un sanador. Al perdonar los pecados, también nos revela a Dios como un padre misericordioso. Jesús, en todo momento y, a través de sus palabras, y acciones revela la esencia misma de Dios. No estamos solos, Dios camina a nuestro lado; especialmente, cuando somos heridos a la vera del camino por los asaltantes o cuando somos tentados y amenazados por las fuerzas que habitan en el desierto. Cuando transitamos la oscuridad, Dios viene en nuestro auxilio, como lo hace el pastor cuando las ovejas están siendo amenazadas y atemorizadas por la manada de lobos. Nos dice Fernando Rivas: “Dios prefiere poner su tienda en medio de sus hijos, habitar junto a ellos. Dios es quien siempre sale al encuentro de sus hijos heridos, extraviados, cansados, desolados. Dios es un Dios camino, cuya presencia no está ligada a una localidad concreta, no se muestra exclusivamente en los ciclos de la naturaleza. Dios acompaña a los seres humanos en todos sus caminos y travesías, los precede con una nube o columna de fuego, según sea necesario. Dios acompaña siempre a su pueblo a conquistar la tierra prometida, su propia esencia”. Dios cuida de nosotros como hijos y nosotros reconocemos y cuidamos nuestra relación con Dios como padre cuando nos dejamos guiar, cuidar, proteger, sanar y reconciliar. Vengo a Ti para que me acaricies antes de comenzar el día. Que tus ojos se posen un momento sobre mis ojos. Que acuda a mi trabajo sabiendo que me acompañas, Amigo mío. ¡Pon tu música en mí mientras atravieso el desierto del ruido! Que el destello de tu Amor bese las cumbres de mis pensamientos y se detenga en el valle de la vida, donde madura la cosecha (Rabindranath Tagore) Francisco Javier Carmona
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