Hay un momento de la vida, donde el sentimiento de confusión se experimenta con mayor intensidad que en otros. Cuando esto sucede, nos hacemos preguntas muy serias y profundas sobre nuestra identidad, sobre el destino y sobre lo que deseamos. Esta confusión, es la expresión de la desconexión emocional por la que estamos atravesando. Nos perdemos, sin darnos cuenta, en el desorden de nuestro mundo interno. Las sensaciones, las emociones, los anhelos, las fantasías y las ilusiones en lugar de brindarnos estabilidad y comodidad parecen alinearse para todo lo contrario. Sentimos que no somos capaces de responder a nuestro destino y, a las expectativas de los otros. La compañía comienza a abrumarnos y, empezamos a desear el aislamiento. La conexión con nuestro sistema familiar y con las demás personas resulta fundamental para nuestro crecimiento. Sabemos que, los vínculos alimentan el alma; también, la pueden hacer sufrir y confundir. Cuando esto último sucede, es porque nosotros estamos viviendo las relaciones, no desde el lugar que nos corresponde, sino usurpando el lugar de otro. En estas condiciones, la disociación viene en nuestra ayuda y nos ofrece, aunque sea momentáneamente, un respiro en nuestras luchas. Querer ocupar en las relaciones un lugar que no nos corresponde; además, de ser algo complejo, nos hace sentir insuficientes y, en muchos casos, desgastados energéticamente, es decir, sin emoción.
La disociación consiste en sentirnos divididos internamente y siguiendo unos patrones de conducta y de respuesta ante la realidad que crean más inconformidad que bienestar. Es como si, las conexiones que intentamos crear fueran en contravía. Así, es como llegamos a sentir que algunos recuerdos de cosas vividas en el pasado no fueran nuestros sino que pertenecieran a otros. La expresión este no soy yo; lo que me dices no puede ser posible; te lo estás inventando para confundirme revelan la esencia de la disociación. En la disociación resulta difícil acoger nuestras partes vulneradas y reactivas. Cuando estamos viviendo algo y sentimos que no somos nosotros los que están ahí en la escena es porque el alma está haciendo esfuerzos para disociarse y huir para protegerse. En la disociación ocurre algo curioso. Una parte nuestra acoge la experiencia, la desea vivir, hace todo lo que está a su alcance para que las cosas sucedan. Otra parte nuestra, rechaza la experiencia, siente temor ante lo que está viviendo, se pregunta si eso es lo que desea vivir, sino serán otras cosas las que marcan su destino. En estas condiciones, nuestro mundo interno se vuelve caótico. La lucha interna comienza a estar mediada por los sentimientos de culpa, los complejos y el deseo de vivir y realizar lo que el alma anhela pero, que le ha resultado esquivo. Cuando estamos bajo la presión de la disociación, se hace muy difícil cambiar la marcha con la que estamos actuando. En la disociación creemos que estamos viviendo desde la unidad del Yo, cuando en realidad, estamos bajo la influencia del complejo, la experiencia que no se integró adecuadamente. Un hombre estaba remando en su bote corriente arriba durante una mañana muy brumosa. De repente vio que otro bote venía corriente abajo, sin intentar evitarle. Avanzaba directamente hacia él, que gritaba: ¡Cuidado! ¡Cuidado! Pero el bote le dio de pleno y casi le hizo naufragar. El hombre estaba muy enfadado y empezó a gritar a la otra persona para que se enterará de lo que pensaba de ella. Pero cuando observó el bote más de cerca, se dio cuenta que estaba vacío. Resulta difícil negar que, la necesidad de pertenencia tiene una influencia muy grande en las decisiones que a diario tomamos. Muchos de nosotros sentimos verdadera angustia ante la idea de quedarnos solos, sin familia, si seguimos ciertas direcciones que el destino nos invita tomar. Cuando este temor se vuelve muy intenso, la inmensa mayoría, prefiere sacrificar su autenticidad, desconectarse de su mundo interno, de la voz que llama a seguir hacia nuevos rumbos y, obrando así, comenzamos a perder el sentido sobre nosotros mismos, sobre quienes somos. La confusión comienza a reinar en el corazón y el alma empieza a llenarse de miedo, angustia y pánico. Salimos de la angustia que nos produce sentir que vamos a dejar de pertenecer cuando cuestionamos la forma como estamos asumiendo la vida, nos atrevemos a pasar del estado niño al estado adulto del Yo. La espiritualidad, además de ser conocimiento interno de sí mismos, también es el camino que necesitamos recorrer para integrar lo que esta disociado. A través del camino espiritual, cuando nos sumergimos generosamente en él, vamos tomando consciencia de la necesidad que tiene el alma de vivir auténticamente, dando los pasos que corresponden a su destino. La espiritualidad enseña a valorar adecuadamente los estados de bienestar en los que se ve envuelta el alma. Recordemos que, la buena consciencia, ligada al sistema familiar premia a quien la sigue y castiga al que se aparta de ella. En cambio, la consciencia del Sí mismo crea malestar en quien renuncia a sí mismo para seguir siendo leal al sistema familiar y recompensa a quien decide ser auténtico y responderle a Dios. En la Sagrada Escritura, Dios siempre invita a salir del sistema. Para muchas personas, no hay nada más abrumador que, atreverse a vivir la vida que sienten, en lo más profundo de su alma, que es la que, de algún modo u otro, les pertenece. La resistencia a seguir el propio destino causa niveles de angustia tan altos que puede llegar a convertirse en un trastorno de pánico o ideación suicida. También puede a arrastrar a estados complejos de depresión o adicción. Vivir bajo el esfuerzo de aislarnos del mundo interior, es algo muy complejo. Lo que somos está en nuestro interior, querer desconocer nuestra identidad profunda, inevitablemente, despierta los deseos de morir. Para no morir, elegimos vivir como si fuéramos unos extraños para nosotros mismos. ¿Es que te escondes o acaso sigo un mapa erróneo? Quizás deba dejar de esperar a lo especial, a lo sublime, lo superlativo, lo excepcional, y buscarte en las horas quietas, en las conversaciones intrascendentes, en las palabras casuales, en las lecturas sin huella, en las letras minúsculas de mi historia; buscarte en lo prosaico, en los mensajes con motivo, en las tardes irrelevantes, en los trabajos con fecha de caducidad, en los días grises, en los sentimientos ligeros, en los fracasos sin lágrima y los aciertos sin acta. Quizás, sin yo notarlo, eres compañía discreta en los viajes de trabajo, luz suficiente en paisajes olvidables, silencioso eco en la oración callada, fuerza justa en la lucha de cada día, roce casual en el esfuerzo compartido. ¿Dios escondido? O revelado en el envés menos brillante de la vida (José María R. Olaizola, sj) Francisco Javier Carmona
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