Carl Gustav Jung, en su libro investigaciones experimentales, escribe: “Los primeros intentos de conquistar amistad y amor están fuertemente constelados por la relación con los padres, y en esto suelen verse hasta qué punto son poderosas las influencias de la constelación familiar. No es infrecuente que, por ejemplo, un hombre sano cuya madre sufre histeria se case a su vez con una histérica o que la hija de un bebedor elija como marido a otro bebedor. [...] Cada paciente me aporta datos sobre esta cuestión de la determinación del destino por la influencia del medio familiar. En cada neurótico vemos cómo influye la constelación del medio infantil, no sólo en el carácter de la neurosis, sino también en el destino de una vida, a menudo hasta en los mínimos detalles. Innumerables elecciones de profesión fracasadas y de matrimonios desdichados hay que atribuirlos a esta constelación”. Un hombre se vio obligado a dejar su casa durante unos días para ir en busca de empleo. En su ausencia, el único hijo que tenía enfermó súbitamente y murió. Cuando el hombre regresó a su hogar, su esposa, deshecha en lágrimas, le dio la amarga noticia. Pero el hombre permaneció extraordinariamente sereno y ecuánime. La esposa no podía salir de su asombro e indignación. Comenzó a increparle agriamente su actitud. El hombre la tranquilizó y luego explicó: Querida, la otra noche soñé que tenía siete hijos y que con ellos mi vida estaba llena de satisfacción y felicidad. Sí, realmente, yo era muy feliz con mis hijos. Al despertarme, de pronto, los perdí a todos. Ahora te pregunto: ¿Por quién debo afligirme? ¿Por los siete hijos o por el que hemos perdido?
La familia es una comunidad de destino. Nacemos en una familia y lo que sucede en ella se constela en nuestra psique y, se convierte, sin que sea nuestra decisión consciente, en la fuerza que guía nuestra vida, determina nuestros esfuerzos y, condiciona nuestro éxito o fracaso. Dice Bert Hellinger: “Por este vínculo, pues, los posteriores y más débiles pretenden sujetar a los anteriores y más fuertes para que éstos no se vayan, o, si ya se fueron, desean seguirles. Por este vínculo, los aventajados pretenden asemejarse a los que sufren la desventaja. Así, pues, los hijos sanos quieren parecerse a sus padres enfermos, y los pequeños, inocentes, a los grandes, culpables. Por este vínculo, los sanos se sienten responsables de los enfermos; los inocentes, de los culpables; los felices, de los desdichados; y los vivos, de los muertos. Sistémicamente, sentirse aventajados, con un mejor destino que los demás, no sólo es arrogancia sino también una fuerza que nos dispone a arriesgar lo que tenemos para ofrecerlo por la felicidad, inocencia y bienestar de los demás. Los que se creen bendecidos con respecto a los demás miembros de su sistema familiar albergan, secretamente en su corazón, la esperanza de poder asegurar o salvar la vida de otros. Para salvar la vida de otro, necesariamente hay que renunciar a la propia vida y a la propia felicidad. De otra manera, no es posible. Así que, salvar la vida de otro, sólo porque nos sentimos mejores que él, más bendecidos y afortunados, exige perder la propia vida, una perdida que comienza con los quebrantos de salud. Muchas veces, enfermamos para intentar rescatar de la muerte a alguien, para cambiar el destino de otros. De nuevo, cito a Hellinger: “Así, pues, del vínculo y del amor que este vínculo comporta, en la comunidad de la familia y de la red familiar nace la necesidad imperiosa de llegar a un equilibrio entre la ventaja de unos y la desventaja de otros, entre la inocencia y la felicidad de unos y la culpa y la desdicha de otros, entre la salud de unos y la enfermedad de otros, y entre la vida de unos y la muerte de otros. Es esta necesidad la que lleva a una persona a desear también la desdicha donde otro miembro de su sistema fue desdichado; donde otro cayó enfermo o contrajo una culpa, una persona sana o inocente también enferma o se hace culpable; y donde una persona querida murió, otra persona próxima a ella desea morir también”. Nadie puede seguir a otro en la realización de su destino. La humildad consiste en honrar el camino propio y el de los demás. El afán de compensar la desdicha de otros con nuestro sacrificio nos conduce hacia la enfermedad. Bert Hellinger comparte la siguiente experiencia de un colega suyo: “Durante una hipnoterapia, una joven paciente de esclerosis múltiple se vio a sí misma de niña, arrodillada delante de la cama de su madre paralítica, formulando interiormente este propósito: Querida Mamá, mejor que sea yo que tú. Para los demás participantes del grupo fue una experiencia profundamente conmovedora ver cuánto una hija ama a sus padres, y la mujer joven se sentía en paz consigo misma y con su suerte. Una participante, sin embargo, no pudo soportar ese amor dispuesto a tomar sobre sí enfermedades, dolores e incluso la muerte por el bien de la madre. Le dijo al terapeuta: ¡Deseo de todo corazón que puedas ayudarle!” Quienes han logrado comprender la fuerza del amor ciego ni condenan ni piden que se ayude al otro. Este tipo de peticiones nace de un corazón arrogante, creer que podemos sustituir al otro en la realización de su destino. En medio de las corrientes del amor ciego o arrogante, el alma, de manera inconsciente, anhela la muerte porque cree que, de esa manera devuelve la vida a otros. Un auténtico acompañamiento al respecto exige, en primer lugar que, el terapeuta haya sanado su arrogancia; es decir, que el terapeuta deje de creer que su misión es salvar a los demás, curarlos de su ceguera. En segundo lugar, el terapeuta debe recordar que él es el último dentro del sistema familiar del consultante; es decir que, él está al servicio y no posee ninguna verdad. En tercer lugar, el terapeuta debe ser consciente de que, al intentar cambiar un destino, retiene sus recursos para ayudar y se hace más aliado de la destrucción que de la vida. Finalmente, debe mantener la conexión con el Ser Superior porque dentro del Orden Superior todo tiene sentido. Juan Casiano, monje y padre de la Iglesia, escribe: “Nuestra alma se puede comparar a una pluma fina o a una pelusa liviana. Mientras por la humedad no esté pegada a algo o adquiera peso por el agua, al más ligero soplo de viento sube hacia el cielo, merced a la ingravidez y movilidad propia de su naturaleza. Por el contrario, cuando, por el peso del agua, la pluma ha perdido su levedad, ya no es llevada hacia arriba por el aire, como corresponde a su naturaleza, sino que, por el peso de la humedad, es aplastada contra el suelo. Lo mismo sucede con nuestra alma. Si no está lastrada o sobrecargada por enredos materiales o por una conducta pasional, entonces al más leve impulso de la oración se eleva, en virtud de su natural pureza. Libre de toda atracción terrena, el alma puede entonces elevarse hacia lo celeste y, por consiguiente, al mundo de los bienes invisibles. Si queremos, pues, que nuestra oración penetre en el cielo e incluso más arriba todavía, es preciso realizar un proceso de purificación que libere nuestro espíritu de todos los apegos y todos los lastres terrenos. Solo entonces puede nuestra alma recuperar su natural ingravidez, y nuestra oración subirá hasta Dios como por sí sola”. Pon tu palabra en medio de mi vida. Pon mi vida en tu mano, pon tu mano en la voz que ahora digo. Pon el sol en mis ojos, pon tus ojos aquí, en estas preguntas; tus caminos trázalos en los míos. Quiero irme en tu marcha, quiero darles tu música a mis pasos. Estos hombres que veo, que me miran, a los que yo les hablo, que preguntan al pasar por tus señas, son, seguro, el destino marcado de mi vida, mi mano, mi palabra. Ponme de par en par para que, a través de mi servicio, te encuentren todos aquellos que te buscan (Valentín Arteaga)Francisco Carmona
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