La esperanza es un signo característico de la fe cristiana. Cuando se pierde la esperanza, la fe está amenazada. La esperanza, como enseña Jürgen Moltmann, evita considerar como una fatalidad lo que nos sucede. La persona que tiene esperanza, cuando algo impactante ocurre en su vida, en lugar de recurrir a la disociación para poderlo soportar, confía en la fuerza que tiene el alma para transformar todo lo que está marcado por el mal. La esperanza es la confianza que acompaña al que cree ayudándole a ver que, nada está por fuera del alcance del amor que todo lo abarca y lo transforma. Donde aparece el amor, la mirada compasiva, la posibilidad de ser destruidos por el mal es cada vez más mínima. La oración es una de las fuentes de las que se nutre la Esperanza. Nos dice el salmo 145, 14: “El Señor sostiene a los que van a caer y levanta del suelo a los que ya han desfallecido”. Cuando Tomas quiere tocar las llagas y el costado abierto de Jesús también desea, entre otras cosas, cerciorarse de que Dios transforma las heridas ocasionadas por el mal en el corazón de Aquel que ama y se entrega a la realización del Amor. Acercarse al Resucitado también es aproximarse a la fidelidad de Dios que, revela que sus palabras no están vacías y que es leal en todas sus acciones. La Presencia de Dios no es perceptible la mayor parte del tiempo; sin embargo, Él esta ahí, acompañándonos, amándonos, invitándonos a ser compasivos y, dándole fundamento a nuestra Alegría. Donde hay alegría el Dios de la vida está presente.
Dos amigos andan juntos por una calle de una gran ciudad. Los envuelve el ruido multiforme de la ciudad moderna. Los dos amigos son diferentes y se nota en su andar. Uno es alemán, hijo de la ciudad, criatura del asfalto, ciudadano del marco. El otro es un yogui hindú. Está de visita. Lleva ropas anaranjadas y mirada inocente. Anda con pies descalzos, que se apresuran para seguir a su amigo. De repente el yogui se para, toma del brazo a su amigo y le dice: Escucha, está cantando un pájaro. El amigo alemán le contesta: No digas tonterías. Aquí no hay pájaros. No te detengas. Y sigue adelante. Al cabo de un rato el yogui, disimuladamente, deja caer una moneda sobre el pavimento. El amigo se detiene y le dice: Espera. Se ha caído algo. Sí, claro. Allí estaba la moneda sobre el adoquín. El yogui sonríe. Tus oídos están afinados al dinero, y eso es lo que oyen. Basta el sonido mínimo de una moneda sobre el asfalto, para que se llenen tus oídos, y se paren los pies. Estás a tono con el dinero, y eso es lo que oyen tus oídos, lo que ven tus ojos, y lo que desea tu corazón. Oímos lo que queremos. En cambio, estás desafinando ante los sonidos de la naturaleza. Tienes muy buen oído, pero estás sordo. Y no sólo de oído, sino de todo. Estás cerrado a la belleza, a la alegría, a los colores del día, y a los sonidos del aire. Andas desafinado. ¡El pájaro sí había cantado! Almudena Colorado escribe: “Hay momentos en que la vida se pone generosa y te brinda todo lo que ansías: un sueño cumplido, una relación que comienza, una nueva oportunidad, un proyecto exitoso… Pero hay días en los que no ocurre nada y el tiempo pasa lento y vacío. Todo está parado, todo está sin venir. He pasado por muchos momentos así (imagino que no seré la única). Te sientes como en la parrilla de salida de una carrera, montada en tu coche, el pie rozando el acelerador… pero nadie agita la bandera que indica el comienzo de la carrera. Y ahí estás, impaciente, frustrada, enfadada. Porque es el momento para ti, pero no lo es para la vida. Sin embargo, debe ser por la edad, me he dado cuenta de que no hay racha de estancamiento que no termine por volver a funcionar alegremente. Es cuestión de paciencia, de aprender a vivir con el silencio de Dios. Antes de la resurrección, el silencio de Dios tuvo que ser atronador. ¿Cómo lo vivirían los apóstoles? Probablemente con desamparo y decepción. ¿Cómo lo viviría el pueblo? Quizás con un otro más que mordió el polvo o un habrá que seguir esperando ¿Cómo lo viviría María? No es difícil imaginarla abrazada a sí misma como si abrazara a su hijo muerto. ¿Cómo lo vivirían los fariseos y sacerdotes? Seguro que con un fin del problema y un ha recibido su merecido. ¿Y Dios? ¿Cómo viviría Dios su propio silencio? El silencio de Dios es incomprensible, doloroso, misterioso, indeseado e indeseable. Porque cuando uno tiene puesta la esperanza en Él, no sentir su respuesta, su contrapartida, es como estar en esa parrilla de salida de la que hablaba antes. O, peor aún, como si sintieras cerrarse la puerta del sepulcro contigo dentro, ahí donde todo queda a oscuras, enterrado y olvidado. Pero nuestro Dios es el Dios del tiempo. Nada es pronto ni tarde. Para Él, siempre es ahora. Ese gozo que es la Resurrección, ese mensaje de confianza y vida que dejó es algo que ocurre ahora todavía. Vivir con esperanza tiene sentido, encontrar la paz en el desierto es posible y acogerse al silencio de Dios es prometedor. Porque Él no calla para siempre, Él tiene la última palabra, y esta es RESURRECCIÓN”. Donde hay desesperanza los oídos del alma están desafinados y centrados en voces que, aunque muy seductoras, no provienen de lo profundo. Thomas Merton dice: “La materia es oscura para quienes no buscan otra cosa que la materia misma. Para ellos es fuente de oscuridad y de error”. Los que buscan la materia no admiten la existencia de algo diferente a ella. La toman como si de ella dependiera la vida. Ahora bien, en esa oscuridad brilla la Luz. El mismo que creo la oscuridad puso la Luz en ella, lo hizo a través de una palabra: ¡Hágase! Al suceder esto, la finalidad de la materia no es la oscuridad sino la Luz. De la conexión del hombre con la oscuridad y con la luz que habita en ella, dice Thomas Merton, el hombre creo y moldeo la lampara, la configuró tiernamente con el anhelo de su corazón, su mente y sus manos. Así, todo hombre conectado consigo mismo mantiene el interés en la materia, no por ella misma, sino por el camino que conduce a la Luz y que habita en las entrañas de lo que solo parece estar dominado por la oscuridad. ¡Esto es la esperanza! La desesperanza es la oscuridad y la esperanza es la luz que se abre paso en medio de la oscuridad. Caemos en la oscuridad cuando en lugar de escuchar el amor, decidimos tener sólo oídos para el dolor que nos habita y que no nos atrevemos a sanar porque no sabríamos vivir de otro modo. Cuando abrazamos el amor, nuestra oscuridad se ilumina y, tenemos la posibilidad de darnos cuenta, de ser conscientes, que el camino que transitábamos hacía más parte de la muerte que de la vida misma. Para abrirnos a la Luz, es necesario que, abracemos la fidelidad con la que Dios actúo en la muerte de Jesús, al que había entregado la vida por amor, Dios no lo abandonó a su suerte, sino que reveló cuál era su verdadero destino: la vida transformada, resucitada. Cada vez que contemplamos al resucitado descubrimos en qué consiste la vida resucitada: “El que ama nunca muere porque vive en el amor que inspiró su entrega” Pedro Miguel Lamet señala que, la persona sin esperanza habita en el lugar de la oscuridad donde su actuar, su sentir y su pensar actúan como si fueran sólo sombras o espejismos que, en lugar de conducirnos a algún lugar, nos atrapan y encierran en la habitación de nuestros propios miedos. Dice Lamet: “Somos como sombras, figuras en contraluz que deambulan por la vida con la sensación de que vamos a durar siempre. Hasta que el paso de los años y el hecho implacable de la muerte nos recuerda la evidencia de que vamos de viaje y que todo es pasajero menos la luz que llevamos dentro. Esa luz, ese rescoldo que nos habita en lo profundo, vive y vivirá siempre. Nuestro error más común es aferrarnos a lo pasajero, absolutizar lo relativo, divinizar lo transitorio. Bien está disfrutar de cuanto nos regala vida, de todo lo bello y sublime que nos rodea, aunque cambie continuamente, como cuando miramos el paisaje a través de la ventanilla de un tren. Lo disfrutas, pero en realidad no lo posees, no puedes quedártelo para siempre. Si quieres vivenciar lo permanente, cierra los ojos y mira a la luz que late en las venas de la Creación. Como la metáfora del sol crepuscular, que en realidad no muere, sino que sigue ahí para volver a amanecer. La diferencia de nuestra luz interior es que para sentirla necesitamos a veces apagar, aunque sea un rato, las luminarias exteriores y aparentes, los farolillos de esta feria que no dura, o aprender a descubrir también detrás de ellas la otra Luz. Como intuyó el encarcelado Miguel Hernández: Soy una abierta ventana que escucha por donde va tenebrosa la vida. Pero hay un rayo de sol en la lucha que siempre deja la sombra vencida”. Ese día, veremos cara a cara a Dios. Entonces las lágrimas se volverán sonrisas, las despedidas reencuentros y los anhelos abrazos. Ese día, volveremos a ver a los que se fueron antes de tiempo, a los familiares que no conocimos y a los amigos que tanto echamos de menos. Ese día, los enfermos no volverán a sufrir, nadie se sentirá solo, los migrantes podrán regresar a casa y los pobres saborearán la justicia. Ese día, la paz ganará a la guerra, la bondad no será cuestionada, la belleza deslumbrará y la verdad será desvelada. Ese día, el tiempo y espacio se fundirán en la eternidad, el amor ganará a la muerte y la vida resplandecerá para siempre (Álvaro Lobo Sj)Francisco Carmona
0 Comentarios
Dejar una respuesta. |
Una producción de Francisco Carmona para acompañar a quienes están en busca de su destino.
Visita los canales de podcast en la plataforma de spotify y reproduce todos los episodios.
Haz parte de nuestro grupo de suscriptores y recibe en tu WhatsApp la reflexión diaria.
Escanea o haz clic en el siguiente enlace
Filtrar Contenido
Todos
|