Hace algunos años, después de la muerte de un religioso, el superior escribió a toda la comunidad una carta en la que, más o menos, decía: “Somos un grupo de personas provenientes de distintos lugares, con historias familiares y personales diferentes, nos congregamos porque nos sentimos llamados por el Señor. Cada uno desde el lugar donde fue creciendo. La Fe nos animó a formar una comunidad, a superar las diferencias, a poner nuestros talentos al servicio de la misión y a anunciar que, el amor de Dios nos sostiene, anima y reconcilia. Es curioso que, habiendo iniciado nuestro camino como una experiencia de Fe, sea precisamente la fe, lo que menos nos atrevemos a compartir”. Muchos creen que, comparten la fe porque hacen oración juntos, celebran la eucaristía o viven a fondo la misión. No es así. Conozco una familia, bien podría ser la mía, donde los padres animaron desde pequeños a sus hijos a asistir a la eucaristía, a rezar diariamente el rosario, a hacer obras de caridad y a participar de la vida de grupos donde la fe estaba en el centro de su vida. Con el paso de los años, los padres envejecieron, los hijos crecieron y continuaron las prácticas de sus padres. Ante el exterior, es una familia muy buena. Sin embargo, los hermanos se calumnian cada vez que pueden, se demandan judicialmente, se apropian de cosas que no les pertenecen, etc. Son personas religiosas, pero no tienen fe. Llevan una vida donde fe la fe no toca ni conmueve la existencia, son personas escindidas. Ninguna se encuentra con la otra. Es muy fácil llevar una vida divorciada de la fe, aunque la fidelidad a las prácticas religiosas se mantenga por encima de todo.
Un hombre estaba tendido en el borde de un camino. No estaba ni herido ni muerto, sino únicamente cubierto de polvo. Un ladrón lo vio y se dijo. Seguro que es un ladrón que se ha dormido. La policía vendrá a buscarlo. Es mejor que desaparezca antes de que llegue. Y se marchó. Un poco más tarde, un borracho le dio la vuelta tambaleándose: ¡Mira lo que pasa por no aguantar la bebida! balbuceó - ¡Que vaya bien, amigo y, la próxima vez, no bebas tanto! Llegó un sabio. Se acercó y se dijo: Este hombre está en éxtasis, meditaré a su lado. Finalmente, llego el loco del pueblo, despertó al hombre y lo acompañó hasta su casa. Bert Hellinger comparte la siguiente experiencia: “Empezaré con una vivencia reciente. El 16 de octubre del año pasado (1999), el sínodo diocesano de St. Pölten se reunió para su sesión de apertura, y ese mismo día yo empecé un seminario de dinámica de grupos en la misma casa. A última hora de la tarde, algunas personas corrían por los pasillos buscando y llamando en voz alta a algunos participantes del sínodo. Muchos de ellos se habían marchado antes de tiempo y el sínodo ya no alcanzaba el quórum ¿Fue una simple casualidad? Quizás... Hoy, la Iglesia externamente propone actos de misericordia, invita a todos a permanecer dentro y a acoger al que sufre, al desvalido. Muchas formas de organización se han convertido en ejercicios obligatorios sin ninguna fuerza recreadora. Las concesiones a la forma externa no bastan para apaciguar el miedo ante las consecuencias de un diálogo sin miramientos. Ya que en los odres nuevos de las estructuras mejoradas seguimos encontrando el vino viejo de la intimidación y del paternalismo mutuos”. El Padre Chaminade, fundador de los marianistas, advertía que, la indiferencia religiosa se iba a convertir en la nueva enfermedad de la iglesia, de la cultura y, añado, del alma. La fe es la que anima nuestra transformación personal y, de manera especial, la fuerza que nos exige superar la escisión entre fe y vida, entre experiencia y realización, entere palabra y acción. A diario, encuentro creyentes que se desconectan del dolor que hay a su alrededor, de la injusticia, de la mentira y, sobretodo, de la falta de compasión y la misericordia. Prefieren unas prácticas religiosas que les sirvan de remedio antes que, recibir de ellas la invitación a transformar el propio corazón y el del mundo, para que todo dolor sea acogido y toda injusticia transformada en verdad y vida. Donde falta la esperanza, la fe se ha debilitado. Escribe Bert Hellinger: “¿Cuántas veces tenemos que ver a cristianos que desconciertan a otros con su asombro despectivo, que se sonríen con superioridad o reaccionan con indignación cuando otro comenta algo personal, que se incapacitan mutuamente alegando autoridades y citando como excusa dogmas y leyes?” Hablar de Dios, es hacer referencia, a aquella experiencia que transforma nuestra vida y nos saca de las narrativas de víctima que nos hemos esforzado en construir para mantenernos en el confort que nos ofrece una vida donde nosotros somos inocentes y, los demás culpables y victimarios. No se trata de vivir enfrascados en discusiones doctrinales mientras a nuestro lado el desamor va destruyendo relaciones, proyectos y almas. Hablar de la fe, es decir sin ningún temor, que nos asusta, que nos hace sentir cuando vemos que no hay salida para nuestras dificultades y angustias. Vivir la fe implica contarnos a nosotros y a los otros donde encontramos fuerza cuando nos sentimos desfallecer, atreverse a decir que es lo esencial en la vida, cómo lo vivimos y celebramos, cómo nos sentimos purificados y, de manera especial, como vamos abriéndonos caminos de esperanza en medio de la debilidad, de la desesperanza y de la impotencia. Vivir la fe es ser conscientes de quienes somos, a qué estamos siendo llamados y cuáles son nuestros sentimientos ante la vida y el Misterio que, la abarca y la llena de sentido. La fe es parte del cuidado del alma. Donde falta la esperanza, reina el vacío. Donde el vacío acucia, las ideaciones y deseos de morir están en el orden del día. Al cuidar el alma también nos obligamos a cultivar la fe y a alimentarla. La fuerza de la fe se manifiesta en la capacidad de transformar lo que parece intransformable en nuestra vida. La fe es el amor actuando en beneficio de la vida. Nadie cuida verdaderamente el alma si no cultiva y cuida la vida interior y celebra la belleza de la vida. Escribe Thomas Merton en sus diarios: “Lo único esencial no es una idea ni un ideal: es Dios mismo, que no puede encontrarse contraponiendo el presente al futuro o al pasado, sino exclusivamente hundiéndose EN EL CORAZÓN DEL PRESENTE, tal cual es”. Por su parte Thomas Keating escribe: “hemos de convertirnos en lo que ya somos. La venida de Cristo en nuestras vidas nos ayuda a darnos cuenta de que Él es nuestro auténtico Yo, la realidad profunda dentro de todos y cada uno de nosotros. Una vez que Dios entra en la condición humana, todos nos convertimos en seres potencialmente divinos. Por medio de la encarnación de su Hijo, Dios se incorpora a la humanidad entera, pasada, presente y futura, con su propia majestad, dignidad y gracia. Cristo mora dentro de nosotros de una manera misteriosa, pero muy real. El propósito principal de toda la liturgia, de la oración y de los ritos es conducirnos a esa percepción de Su presencia y unión con nosotros”. Una celebración que no nos haga sentir unidos al Misterio del amor termina convirtiéndose en un rito vacío. En conjeturas de un espectador culpable, Thomas Merton escribe: “En el centro de nuestro ser hay un punto de nada, que no ha sido tocado por el pecado ni por la falacia, un punto de pura verdad, un punto o chispa que pertenece por entero a Dios, que nunca está a nuestra disposición, desde el cual Dios dispone de nuestras vidas, y que es inaccesible a las fantasías de nuestra mente y a las brutalidades de nuestra voluntad. Ese puntito de nada y de absoluta pobreza es la pura gloria de Dios en nosotros. Es como un diamante puro, fulgurando con la invisible luz del cielo. Está en todos, y si pudiéramos verlo, veríamos esos miles de millones de puntos de luz reuniéndose en el aspecto y fulgor del sol que desvanecería por completo toda la tiniebla y toda la crueldad de la vida…” El cuidado del alma nos lleva a la Fe y la Fe nos revela que estamos cuidando el alma con autenticidad y libertad. En las intemperies de nuestra existencia, cuando la noche cae, el camino se vuelve incierto y las dudas toman la palabra. En los giros de la vida, cuando el fracaso es posibilidad, el miedo llama a la puerta y la inseguridad es compañera. En la crueldad del azar, cuando llega la enfermedad, la soledad lanza su grito y la muerte merodea. En las encrucijadas del futuro cuando avanza la tormenta, no hay tierra a la vista y el mal anda cerca. Ahí estás Tú, en lo escondido, sosteniendo el barco, llevándonos donde sólo sabes Tu. Ahí estás Tú, en lo profundo, hacia un mañana que será bueno, sencillamente porque proviene de ti. Ahí estás Tu, en lo desconocido, cogiéndonos de la mano, guiándonos hacia la tierra prometida (Álvaro Lobo sj)Francisco Carmona
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